miércoles, 17 de febrero de 2016

Historiador investigó cómo se ha construido imagen del “criminal” en Chile


                Historiador investigó cómo se ha construido imagen del “criminal” en Chile
                           Ociosos, pobres y borrachos: el prontuario de un estigma
Daniel Hopenhayn 17 Febrero, 2016 
Que la delincuencia y la impunidad están fuera de control ha sido una voz de alerta habitual en la historia de Chile. Que para frenar a los antisociales hay que adelantarse a sus intenciones, también. En su reciente libro “Construyendo un sujeto criminal”, el historiador Marco Antonio León investiga cómo la sociedad chilena y la criminología fueron modelando un estereotipo del delincuente entre los siglos XIX y XX. Los resultados son sugerentes cuando se vuelve a discutir sobre detenciones preventivas, pues delatan un endémico pavor al ocioso y desaliñado, mucho más que al confabulador o deshonesto.
“El elemento que proporciona mayor contingente a la criminalidad es la vagancia y la ociosidad; es contra esa gangrena social que debemos dirigir nuestro esfuerzo, porque cuando un criminal busca socios, los recluta entre los ociosos y vagos y éstos se prestan a todo porque no tienen nada que perder, y porque la ociosidad es la desvergüenza personificada. Se previene recogiendo todos los vagos, conduciéndolos a la oficina antropométrica para dejar en ella una impresión imborrable de su personalidad, con lo cual el individuo no podrá mezclarse en aventura alguna puesto que ya puede ser reconocido en cualquier lugar y en cualquier época”.
Este canto a la detención por sospecha no fue obra de un columnista exaltado, sino de un erudito en la materia. Corresponde al “Manual de antropología criminal y general” publicado en el año 1900 por el doctor Pedro Barros Ovalle, pionero en el Chile de entonces en la aplicación de los modernos métodos europeos de combate a la delincuencia. Resume ejemplarmente, además, tres de los fenómenos más interesantes que documenta Marco Antonio León en “Construyendo un sujeto criminal” (Ed. Universitaria). El primero, la fórmula vago-pobre con que las élites chilenas se han figurado al delincuente desde siempre y, por extensión, su atávica fobia al ocio callejero, suerte de limbo social que aprovecha el diablo para poseer a las bestias de la plebe. El segundo, la pretensión que afloró a fines del siglo XIX de convertir estos estereotipos en verdades científicas, con el auge de la escuela positivista que prometía diagnosticar y curar cualquier enfermedad social. Y por último, la persistente búsqueda –de parte del Estado– de instrumentos que permitieran identificar, fichar y amedrentar a quienes, por andar perdiendo el tiempo en la vía pública, son candidatos a llevar el delito en la sangre.
ROTOSOS VAGAMUNDOS

Es un dato de la causa que las ideas de emancipación social invocadas al nacer nuestra república no calaron muy hondo en las élites que, reinstalado el orden, se encargaron de “hacerla viable”. Convertir en protagonista de la historia a un populacho incapaz de pensamiento propio, esclavo de sus instintos y sus vicios, fue siempre un proyecto importante de postergar. León cita las impresiones que se llevó Longeville Vowell, un marino inglés que sirvió en Chile durante la década de 1820: “Los rotosos, así llamados por andar hechos pedazos, son fornidos, vagamundos, sin Dios ni ley […] si bien raras veces se les ve en épocas de tranquilidad, cuando permanecen en acecho en los barrios de Guangualí y la Chimba, pululan como lobos en las calles, en la expectativa de saqueo o cuando se ofrece alguna reyerta o revolución. La presencia de esas figuras escuálidas y de aspecto salvaje en la Plaza o en otros sitios públicos concurridos, es seguro indicio a los habitantes de Santiago de que se aproxima alguna revuelta política, pues saben desde tiempo atrás que son agentes siempre listos para tomar parte en cualquier tropelía”. Esta sensación de vivir entre animales dio sustento a un discurso piadoso hacia el marginado, aunque al costo de tratarlo, efectivamente, como animal. El diario El Araucano, inspirado por Diego Portales, se refería en 1931 a la “ignorancia semi-salvaje en que vive nuestra plebe, porque careciendo absolutamente de toda idea de moral, no estando acostumbrada a hacer uso de la razón, y no habiéndosele inspirado desde la infancia sentimientos de humanidad, se deja arrastrar por las pasiones más perniciosas”.
Así, la bestia con tiempo libre sería también el modelo para explicar un problema que, como lo muestra el libro en cuestión, ha sido considerado “fuera de control como nunca antes” en sucesivas etapas de nuestra historia: la delincuencia. Lo que en tiempos de la Colonia pudo ser el forajido errante que no se inquilinaba en las haciendas, en las emergentes ciudades capitalistas era el que vagaba por la urbe sin trabajo ni moral. “Nadie ignora que los tahúres, los ladrones y las prostitutas se reclutan entre vagos y mal entretenidos. Estas son las peores especies de vagos, y por cierto que en nuestro país abundan, ya demasiado…”, advertía El Comercio de Valparaíso en 1858. “El gañán y el roto de las ciudades y del campo es vagabundo por naturaleza, ratero por inclinación”, escribía por su parte Marcial González en 1889.
Incialmente, se persiguió este flagelo destinando a los ociosos a trabajos forzados en obras públicas o al Ejército y la Marina, además de la propia sanción a la “vagancia” que prohibía a los holgazanes deambular por calles y plazas. Estas medidas, acompañadas de otras más benevolentes –educación moral, caridad–, resultaban desde luego estériles y hasta nocivas. Que las cárceles son escuelas del delito, convirtiendo a lanzas de ocasión en bandidos encarnizados, también se viene constatando desde que Chile es Chile. Un impetuoso Sarmiento lo denunciaba en los años de Manuel Bulnes. El problema es que lo mismo ha sucedido con la queja por la impunidad desatada, rastreable desde 1814 en El Monitor Araucano, dirigido por Fray Camilo Henríquez: “Los crímenes se multiplican a proporción de la impunidad de los delincuentes. […] Una piedad mal entendida eriza al país de robos y asesinatos”.  ¿Qué hacer, entonces, contra ellos?
LA CIENCIA DEL CRIMEN
Promediando el siglo XIX, en los dominios del saber cobró fuerza la utopía de que el método científico servía para descifrar no sólo las leyes de la naturaleza, sino también las que rigen la sicología humana. Este optimismo no tardó en aplicarse al estudio del crimen, que al fin sabría dar con la fórmula racional para secar el árbol del mal desde sus raíces. Ocurrió más bien lo contrario: los viejos estereotipos y prejuicios tomaron cuerpo de teorías científicas, lo que en realidad no los volvió más racionales sino más delirantes. Factores como la raza y la fisonomía de una persona pasaron a ser indicios de una futura conducta delictual.
León dedica la mayor parte de su investigación a esta alianza intelectual –importada desde Europa– entre médicos, juristas y jueces, que vinculó la pobreza material y la decadencia moral del bajo pueblo en un mismo discurso de “higiene social”. Una figura clave fue el científico italiano Cesare Lombroso (1835-1909), quien sentó las bases de la antropología criminal tras diseccionar el cráneo de un famoso maleante calabrés y observar anomalías que interpretó como resabios de salvajismo animal, relación que luego extendió a otros rasgos morfológicos: frente baja y curva, orejas grandes con forma de manija, nariz plana y curvada hacia arriba, grandes incisivos medios, brazos largos y simiescos, entre otros. Es decir, el comportamiento criminal era el síntoma una enfermedad biológica, producto de una degeneración involutiva. En los círculos intelectuales de la época (1875 en adelante), estos burdos conceptos encontraron algunos opositores y muchos seguidores. Quizás aportaban –aventura el historiador– una posible legitimación de las jerarquías sociales (el problema de fondo no era la pobreza, sino el cuadro clínico que la pobreza contribuía a gatillar), pero además encajaban con las teorías en boga sobre la dispareja “evolución de las razas”. Son años en que la clase dirigente chilena discute sobre traer ingleses o alemanes para mejorar la cepa criolla, al tiempo que los mapuches ven crecer su mala fama en un país que los identifica con sus dos lastres sociales históricos: la haraganería y el alcoholismo.
Lo anterior no significa, como hace notar León, que el entusiasmo por esta antropología del crimen haya sido cosa de conservadores y reaccionarios. También muchos progresistas –europeos y chilenos– vieron en ella un enfoque terapéutico para sus ideas de regeneración social. Enrico Ferri, seguidor de Lombroso, fue quien ató esos cabos: “El medio social da forma al delito, que tiene su base en el factor biológico”, decretó. Ferri vino a Chile en 1910 y dio tres conferencias en el Teatro Municipal. Como “alumno del gran Lombroso” lo anunció El Mercurio de Santiago, y más aún: “el San Pablo de la nueva ciencia penal”. Entre su audiencia hubo políticos radicales y socialistas, además del futuro presidente Arturo Alessandri y dirigentes estudiantiles de la U. de Chile, todos unidos por la ideología del progreso y la ciencia médica de lo social: “La sociedad no debe mirar con odio al delincuente, como tampoco mira con odio al loco ni al apestado”, les dijo Ferri. “Pero debe defenderse de ellos”, agregó.
LA REVOLUCIÓN DEL CARNET

Es interesante constatar que nuestra actual foto carnet no fue una derivación –como se escucha decir a veces– del retrato fotográfico que hacía las veces de carta de presentación social, sino de los álbumes de malhechores que se confeccionaban en las cárceles. Las primeras galerías de la Penitenciaría de Santiago datan de fines de la década de 1860. Antes de eso, el reconocimiento de los delincuentes quedaba librado a la memoria visual de los policías (de ahí que en la Europa del Antiguo Régimen se usara “marcar” al criminal con mutilaciones). Estos retratos aportaron lo suyo para confirmar la imagen del criminal como un sujeto desaseado y de semblante bestial. No por nada en la Revista Forense Chilena, el año 1900, se consideraba “un hecho averiguado que el tipo de criminal en Chile es un ser raquítico, vicioso, degenerado”.
Los reclusos no tardaron en aprender a burlar este sistema, cambiando sus vestuarios o desfigurando el rostro ante la cámara, lo que obligó a instaurar la famosa foto de perfil. También apareció, a fines del siglo XIX, la filiación antropométrica, basada en tomar al individuo sus medidas óseas, y que gozó de un breve reinado antes de ser superada por el registro de la huella dactilar, técnica difundida en las primeras décadas del siglo XX.
Pero en ciudades cada vez más grandes y con más gente circulando, las policías fueron reclamando medios para tener identificada a toda la población y no sólo a los reos. “Ningún problema es más interesante, desde el punto de vista policial, que el que se relaciona con la identificación de las personas”, se afirmaba un Boletín de la Policía de Santiago en 1916. Nació así el carnet de identidad, una idea revolucionaria que, pese a su primer carácter voluntario, fue duramente resistida por una sociedad que consideró la filiación como vejatoria de la dignidad personal. Se impuso, sin embargo, la necesidad de las policías, y en 1924 se estableció la obligatoriedad, para todos los residentes en Chile mayores de 18 años, de obtener su libreta de identidad y renovarla cada cuatro años, so pena de multa conmutable por prisión. Decreto seguido, un año después, por el que creó el Registro General de Condenas, administrado por el Registro Civil.
Evidentemente, asociar la delincuencia a factores biológicos se volvió insostenible con el tiempo y los estudiosos del crimen entendieron que los infractores de la ley no son una masa homogénea de seres anormales. Contribuyeron a eso la evolución de las ideas sociales y la proliferación de delincuentes de traje y sombrero, que a partir de los años 40 entraron a dar un toque de glamour a las galerías de presidiarios. Por cierto, los estigmas disparatados no desaparecieron del todo. También en los años 40, por ejemplo, un curso para el Personal de Prisiones diferenciaba las conductas delictivas de “negros”, “amarillos”, “blancos” y “araucanos”.
Pero mucho más arriesgado sería decir que también quedó obsoleta la concepción del “criminal en potencia” como aquel que practica la vagancia y el ocio flagrante, sobre todo si se permite esos lujos siendo joven y pobre. De lo más curioso entre las citas que recoge León son los numerosos reclamos por la situación inhumana que se vive al interior de las cárceles, pero que a su vez son implacables con quienes llevan vidas licenciosas fuera de ellas. En sus “Reflexiones sobre materia penal” (1922), el autor Alfredo Cañas O´Rian exige clemencia con los reclusos y hasta propone excarcelar a quienes pueda estimarse que no van a reincidir, pero describe a vagos y mendigos como “parásitos humanos” y remata: “Generalmente su hogar es el prostíbulo, en donde viven amancebados con mujeres inmundas y asquerosas”. Una arraigada ambigüedad nacional, al parecer, entre la piedad por el vicioso caído en desgracia y la repulsión por el que camina entre nosotros, reacio a dar garantías de su disciplina cívica y serio aspirante a una detención preventiva para mantenerlo a raya. Ya lo decía en 1912 un artículo de El Despertar de los Trabajadores, diario ícono de la prensa obrera y socialista, encomiando la integridad del obrero del salitre: “Mientras más intensa es la labor diaria del individuo, menos lugar en su mente queda para el crimen”. Prejuicio con evidencias a su favor, quizás, pero con demasiado prontuario en sus antecedentes como para no darle trato de sospechoso. 

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