por Tamy Palma
Siempre me pongo más edad de la que tengo. Hoy digo que tengo 49 años, pero mi hija me reta, porque en realidad tengo 48. Lo digo así porque efectivamente estoy viviendo mi año 49. Prefiero hablar del año en que vivo y no del año cumplido.
Me di cuenta tarde que era adelantado. No sé si nerd es la palabra que define mi juventud. Yo era ratón de biblioteca, era extrovertido, pero también muy tímido. Era un muchacho activo: jugaba vóleibol, bailaba dabke y empecé a tener el hábito -que todavía tengo- de hacer natación. Nunca fui mateo, porque prefería estudiar y leer sobre temas importantes, como las guerras mundiales o que el hombre llegara a la Luna, no estaba preocupado de las materias del colegio. En ese tiempo hacía lo que creía correcto, aunque miraba para el lado y me preguntaba por qué los otros no se fijaban en las mismas cosas. Años después me di cuenta de que hubo mucho de precocidad en mí.
Mi infancia fue compleja, de dulce y de agraz. Estuvo marcada por lo que significa ser palestino en Chile y por la separación temprana de mis padres, situación que trajo consigo un alejamiento muy significativo de mi papá. Durante mucho tiempo supe muy poco de él. Ese alejamiento y el de su familia se contrastaban con el tremendo cariño y preocupación de mi madre. En 1991 las cosas cambiaron. Un evento de salud de él me hizo buscarlo y reconstruir una relación que no sé si a esas alturas podía llamarse de padre e hijo, pero sí fue una relación de dos seres adultos que intentan recomponer una historia quebrada.
Nunca he tomado alcohol. Una vez mis amigos me amarraron a una silla y me dieron ponche de una garrafa de cinco litros en Tongoy. No me acuerdo de nada más. Eso fue cuando salí de cuarto medio, pero nunca he tomado mi primer trago por gusto. No he tomado vino ni cerveza. Nunca he fumado tampoco. Cuando voy a cocteles y tengo que ser el primero en brindar, porque soy la autoridad, hago como que tomo. Hace un par de años, la que entonces era mi pareja me dijo que esto no podía ser así. Me dijo un día: hoy día te voy a curar. Llegamos a la casa y me dio un vaso de vino. Hasta ahí no más llegué.
Quise ser cura, pero tuve un quiebre con la religión por la figura del padre Raúl Hasbún. Yo veía lo que pasaba en mi país y no podía entender que la Iglesia Católica se prestara para sostener a un comunicador público que legitimaba las violaciones a los derechos humanos. Para mí era incomprensible. En algún minuto de mi vida pensé en hacerme cura, pero veía, por un lado, a la Vicaría de la Solidaridad y, por el otro, a un conjunto de sacerdotes que eran casi defensores de las violaciones a los derechos humanos a brazo partido. Eso a cualquier persona relativamente consistente le generaba inmediatamente un quiebre.
Empecé a militar en el Partido Comunista muy pequeño. A los 12 años ya me preocupaba la política. Era niño, pero entre comillas, porque iba muy adelantado en el colegio, tanto, que a los 15 ya estaba en cuarto medio. Mientras mis compañeros crecían como muchos jóvenes en ese entonces, yo era distinto: nunca fumé, nunca tomé, estaba preocupado de ir a las protestas y leía como ratón de biblioteca. Me marcó mi cercanía con el tema palestino. Soy nieto de inmigrantes palestinos. Por lo mismo, me empecé a preocupar muy tempranamente de la causa palestina, lo que me ayudó a anticiparme y a entender muchos hechos aquí en Chile.
Mi padre era muy de derecha y muy pinochetista. Una vez, estando ya distanciados por la separación temprana que sufrió con mi mamá, me llamó para exigirme que me retirara de la política. Le dije que no había ninguna posibilidad. El ya no tenía ningún ascendiente sobre ninguna de las decisiones que yo pudiera tomar. Yo siempre fui muy inquieto. En la comunidad palestina -de donde soy actualmente vocero-, hasta que uno es muy grande no tiene identidad propia, sino que eres el “hijo de”. Como yo no pude ser el “hijo de” porque mi papá se fue, empecé a buscar una identidad propia. En mi caso esa búsqueda se centró en la religión, y quise seguirla hasta que vi la luz roja que me salvó y por la que me metí a la política.
He representado a Recoleta en torneos de natación. Comencé a practicar ese deporte en el Liceo Alemán en octavo. Un apoderado que estaba viéndonos nadar a mi hermano y a mí nos invitó a formar parte de la rama de natación del Club Palestino. Primero fueron los entrenamientos y luego las competencias de alto rango a nivel nacional hasta el 85. Hoy disfruto nadando y trato de representar a Recoleta cada vez que puedo.
El gusto de bailar siempre lo he tenido. Bailo de todo: salsa, música árabe, disco, pop o lo que sea. Cuando joven fui director de un grupo folclórico. En el Club Palestino había una tradición de siempre estar armando grupos. El que había se desintegró y se dio la oportunidad de formar uno nuevo. Rápidamente llegué a liderar este grupo de baile y, siendo director, llegamos junto al Bafona al Festival de Viña del Mar para una obertura que homenajeaba a los inmigrantes. Después de eso tuve un grupo más en el Colegio Arabe de Santiago.
No soy un gallo gastador, no soy trapero. Tengo camisas que tienen hasta 15 años. En la municipalidad me retan a cada rato para que me compre zapatos. Soy el gallo menos preocupado de la facha, porque no soy vanidoso, soy un desastre. Lo que sí hago -pero no para verme más joven- es cuidarme con la comida, porque soy un personaje bastante consciente y sano, pero soy un desastre en lo demás. Uso guayaberas, porque son lo más cómodo y lo que menos calor me da. Trato de eliminar esas complejidades de la vida. No gasto casi nada de plata. Como no fumo, no tomo y no salgo, sólo gasto en libros y en música. También soy bastante responsable y ayudo a mi familia en lo que puedo.
En la Municipalidad de Recoleta somos mucho más que una farmacia popular. Es como esa frase que dice “somos más que un rostro bonito”. Nosotros tenemos otros programas destacados que distinguen nuestra gestión y que la han llevado a ser premiada este año. El trabajo previo fue en secreto y duró mucho tiempo, para evitar que se filtrara y sufriera un boicot. Sabíamos que iba a generar impacto, pero nunca pensamos que iba a ser tanto como para dar vuelta el sistema completo ni que iba a tener a la derecha en bancarrota pidiéndole al Estado que interviniera el mercado.
Extraño mucho la arquitectura. Hace poco me tocó, siendo alcalde, ir a inaugurar dos obras de arquitectura en que fui jefe de proyecto del diseño: la nueva Municipalidad de Pichilemu y la Casa de la Cultura de Pedro Aguirre Cerda. Me traje mi tablero, en el que me siento a rayar de vez en cuando, me gusta discutir con los arquitectos municipales. Tengo una visión de ciudad que es también la que me permite la arquitectura y la administración del territorio. Van muy de la mano, pero echo de menos la arquitectura.
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