Según Héctor,
la Octava Comisaría correspondía a la comuna de Santiago, hacia el lado de San
Diego, sin embargo la actual pertenece al sector de Colina. Pero nada de lo que
aludiera a la procedencia era de fiar,
estaba claro que el criterio
no era riguroso
en esa caótica morgue, cualquier causa real era un
misterio. A juzgar por el aspecto, aquel cuerpo tuvo que haber estado en un
lugar con mucha tierra.
La única manera
de cerciorarse de que efectivamente era Víctor Jara, como aseguraba Kiko, era
el reconocimiento por medio de las huellas dactilares. Para esto tendrían que
abrirle las manos que, como todos los cadáveres, las tenía muy agarrotadas. Sus
manos eran realmente muy grandes y les costó bastante desplegar sus dedos. Estaban
muy fracturadas. A juzgar por los grandes moretones y los nudillos quebrados,
“o lo pisaron o lo golpearon con algo
muy fuerte”.
Si esperaban
que la burocracia lo tomara en su registro, sólo bastaba una llamada telefónica
y algunos minutos para que los altos mandos supieran que Víctor Jara se
encontraba ahí y eliminar el cuerpo. Les tardó un buen rato abrir las manos de
Víctor. “No hay duda que con algo le pegaron o lo pisaron con botas”, recuerda
Héctor, “y tuvo la fuerza de realmente,
en un gesto de protesta, yo pienso,
de indignación, de impotencia de apretar firme sus manos”. Impresas quedaron
diez huellas de aquellos dedos quebrados.
Para salir de
la duda, anotaron de manera oculta el número de ficha y sus características
físicas. En ese momento Kiko y Héctor se comprometieron a no decirle a nadie lo
que acababan de ver y hacer. Dejaron el cuerpo en el mismo lugar, sin que nadie
lo volviera a tocar. Luego continuaron todo el día realizando el trabajo que le
correspondía a cada uno. La ficha la guardó Héctor con los datos obtenidos del
cuerpo que a estas alturas presumía era de Víctor Jara.
Mientras veía a
otros cuerpos, Héctor no cesaba de pensar en cómo lo haría para identificar el
cuerpo en la oficina sin que nadie lo notara. De a poco fue pensando en un plan
y eligiendo mentalmente a las personas que involucraría en su pequeño secreto. Debían ser personas de absoluta
confianza, ya que no podía correr
ningún riesgo, cualquier información a estas alturas podría ser perjudicial
para cualquiera, seguramente acusado de conspiración, traición a la patria o
cualquier excusa para convertirse en uno más de los seres sin vida que, sin saber muy bien cómo,
llegó a identificar.
Tenía una idea
clara del trayecto y el procedimiento que tendría que hacer. Las huellas darían
una clasificación numerada, cuyos dígitos proporcionarían una sigla. Esa sigla
se ubicaría en una sala llena de cajones, donde sacaría una tarjeta. Por uno de
los lados de esa ficha, sin proporcionar nombres, se revelarían los números que
proporcionan las huellas. Luego esos datos recientes se comparan con los datos
de archivo, guardados desde cuando la persona fue muy joven a sacar por primera
vez su carnet de identidad. Si eran exactamente iguales, recién en ese segundo,
se daría vuelta la ficha que por el otro costado revelaría el nombre de la
persona. Y no habría duda.
Héctor se
sintió más nervioso de lo que estaba hasta entonces, pero no dejó que sus
ansias le ganaran. Apartó su mente del asunto que intentaría resolver al día
siguiente, en ese momento ya no
podía hacer nada. No quería aceptar que Víctor Jara estuviera muerto, pero a la
vez se estaba haciendo cargo y guardando la ficha en el bolsillo interior de su
chaqueta. Acordó apartarse rápidamente de Kiko, porque los dos sabían que
habían pasado juntos demasiado tiempo, impresionados, emocionados y tristes.
Emociones prohibidas en ese momento.
–Lo vamos a verificar con la ficha– le susurró
a Kiko –Y ahora vuelve con tu grupo y no nos hablamos más ¿me oíste?
Se separaron.
Héctor comenzó a caminar hacia su lugar, pero antes de que pudiera llegar al
pasillo que lo llevaría hasta su sección, se encontró frente a frente con un
médico cabecilla del Servicio Médico Legal. Héctor, en un segundo, repuso su
rostro de tristeza en una mueca estándar, sin emoción alguna. Adoptó su papel
de funcionario y comenzó a hablar, preguntando cualquier instrucción que ya
sabía.
En medio de su
habladuría nerviosa divisó nuevamente al grupo de rapados del día anterior.
Seguían desnudos en el mismo lugar. La intriga aún lo consumía y prefirió
salir del paso con una pregunta
legítima, aunque sabía que si se mostraba excesivamente interesado, podía
parecer sospechoso. Era mejor dejar que el médico hablara por él, pasar por
inocente y aprovechar de sacar algo de información.
–Estos están pelados para la autopsia ¿no?
–No, llegaron pelados. Los pelaron al cero
donde estaban, para diferenciarlos de los chilenos –dijo el médico
A Héctor el
comentario le sonó muy racista. Pensaba en muchas comparaciones con el régimen
nazi y el holocausto, “pelar al cero, denigrante total. Tú eres nada”. Héctor
no quedó conforme, sabía que después de la identificación, los cuerpos pasaban
a la autopsia, así que siguió preguntando ingenuamente.
–Se va a aprovechar el cerebro, por
eso están calvos ¿verdad? Tanto trabajo que tienen ustedes ¿Van a sacarle todo
para que el cadáver se mantenga más tiempo, por eso mandaron pelarlos?
–No, no, no –decía el médico –si esa gente
llegó pelada.
–¿Al cero?
–Venía pelada.
–¿Entonces pero cómo?
–Claro. Si los pelaron los militares.
Héctor pensaba
que debía aprovecharse de su aparente ingenuidad, para ganar la confianza del
médico. Él sabía que lo veía como un funcionario público, alguien que no sabe
nada de los trámites de la Morgue, y si hacía las preguntas adecuadas,
seguramente le revelaría más información.
–Venían pelados porque los mataron pelados y
son… gente extranjera.
–¿Extranjeros?
–Sí, no se moleste en identificarlos porque va
a tener problemas para encontrar la ficha. Son gente extranjera, argentinos,
uruguayos, brasileros.
Ese día Héctor
llevó mascarilla blanca igual que el médico. Frente a frente, ambos con la boca
tapada, sus miradas resaltaban. En medio de la Morgue, ahí entre cadáveres que
les absorbían la vida a ellos también, Héctor divisó un caso particular entre
los extranjeros.
Había una mujer en particular dentro del grupo
que estaba con un niño. Este debió tener no más de dos años de edad.
–¿Qué pasó ahí? ¿Por qué ese niño? – preguntó
Héctor.
–Seguramente esa señora iba
arrancando, o la llamaron y abrió una puerta, salió con su niño, le dispararon
y la misma bala del niño le llegó a ella porque es la misma posición ¿Ves?
Tiene la misma trayectoria.
–Por eso están juntos– suspiró Héctor despechado.
–Sí y del niño no se molesten en
identificarlo, porque no hay huella de una guagua, no hay huellas. Y de guagua
extranjera menos. No tomes las huellas de esos, no vale la pena, ya están
listos.
Fue el único
infante que vio en ese horroroso lugar, por suerte no encontró más. El médico
caminó con él y le siguió dando instrucciones. Qué grupo de cadáveres ya estaba identificado, cuál no, qué orden
debían seguir los funcionarios al identificar los cuerpos, para que después no
se armara un lío entre cuales estaban registrados y cuales no. Los médicos
tenían que trasladar pronto a la gente identificada, los iban sacando
constantemente, porque más gente iba llegando. Héctor finalmente logró volver a
su sección sin más contratiempos. A su
alrededor algunos funcionarios estaban agachados, otros caminando con sus
mascarillas blancas, ninguno parecía haberse acercado al grupo de los calvos,
ni tampoco ninguno extrañó su ausencia. Siguió fichando las huellas de sus
compatriotas asesinados, esperando no encontrar a nadie más que conociera.
Héctor terminó
ese día con una tránsfuga ficha entre sus pertenencias, acto completamente
ilegal, ya que todo el registro debía ser entregado a su jefe al fin de cada
jornada. La ficha número 86 tenía los datos de una persona de sexo masculino,
altura de un metro sesenta y nueve, pelo negro, color de ojos café, tez morena
y diez impresiones de huellas dactilares. Hasta ese momento, nada era tan
sospechoso si lo llegaban a encontrar con esa ficha con números en la chaqueta.
Al salir del Servicio Médico Legal, aún no cesaban de llegar los camiones,
lanzando más cuerpos en el patio, llevados luego al interior del edificio.
Muchísimos camiones estacionados en la parte de atrás. Pero su trabajo ahí ya
había terminado por el día. Salió del edificio finalmente a la calle, donde la
luz de la tarde y la brisa fresca lograban quitarle el peso del día. Frente a
la Avenida La Paz estaba lleno de flores, la gente que las vendía ya estaba
ahí, había pasto verde, era septiembre, y la primavera se acercaba, la imagen
le parecía irónica. Sin embargo aquellas flores en la tradicional pérgola,
siempre han estado ahí, haciendo un preludio al fondo de la calle donde se
sitúa el cementerio, pero Héctor no encontraba consuelo en aquella expresión de
la vida. Antes de alejarse del edificio, reconoció al funcionario de la Morgue
que se pasó el día gritando “llegó más mercadería” con irritante frialdad. Lo
esperaba su polola o su pareja, la tomó de las manos de la forma más cariñosa y
la besó. Héctor se quedó mirando.
–¿Ves? La vida continúa –le dijo Kiko, que se paró a su lado.
Se separaron en
ese momento, ya eran cerca de las seis de la tarde y a las siete empezaría el
toque de queda. Héctor vivía cerca de ahí, en el barrio Recoleta y se fue a pie
hasta su casa, perturbado. Cuando llegó, se encerró en su pieza se acostó, no
comió ni tampoco habló con nadie, lo único que quería era descansar y tratar de
dejar su mente en
blanco para intentar olvidar las caras de todas
las personas que había visto y que al
despertar todo fuera un mal sueño.
Lunes, 17 de septiembre
Héctor no fue a
trabajar directamente a la Morgue ese día. Asumió el riego de que quienes lo
habían visto en el turno del domingo notaran su ausencia ese lunes entre su
equipo de diez compañeros. Se dirigió temprano a la oficina en calle General
Mackenna. Con la ficha camuflada entre sus pertenencias, actuaba con la
naturalidad de todos los días, siempre con su cargo de funcionario público como
estampa.
A las 8:30 de
la mañana fue directo a ubicar a una compañera de trabajo simpatizante de la
Unidad Popular. “Ya empezamos a jugar a la clandestinidad”, previno. Era Gelda
Leyton y trabajaba en el departamento de Dactiloscopia del Registro Civil e
Identificación, directamente el lugar que Héctor necesitaba para resolver el
misterio. En aquel departamento de Dactiloscopia, se encuentran los archivos de
identificación de todos los chilenos, muchísimos cajones, cada uno con números
y fichas de identificación de cada persona, diez números por ambas manos.
Héctor
encuentra a Gelda temprano, antes que empiecen a trabajar, y la invita a tomar
un café. Todavía en el departamento de Identificación, sentados en una mesa
frente a frente, Héctor saca la ficha de su bolsillo y la conserva oculta en su
mano debajo de la mesa.
–Mira, vas a ser la tercera en
saberlo, yo tengo aquí escondida la
tarjeta que creemos con Kiko, que es de Víctor Jara. No debes ni sorprenderte,
ni gritar, ni llorar, ni nada por favor.
–¿Cierto? –Gelda permanece tranquila en todo
momento, sigue escuchando lo que su amigo y colega le decía.
–La vas a tomar, debajo de la mesa y después
vas a bajar y vas verificar si corresponde ¿ya? A la hora de almuerzo nos
juntamos y me cuentas qué descubriste.
En un
movimiento rápido y muy discreto, como si nada hubiese pasado, Gelda toma la
tarjeta y la guarda. Sin decir nada ella asiente, le guiña un ojo cómplice.
Ambos vuelven a sus lugares de trabajo como si nada hubiese pasado. Héctor se
queda la mañana en su oficina, espera hasta la hora de almuerzo sin
inconvenientes, pensando que después de todo su trabajo en la Morgue era
efectivamente de “voluntario”. Además todo allá era caótico, nadie lo extrañaría.
Justo antes de
la hora de almuerzo cerca del mediodía, Gelda baja con una gran resma de
tarjetas y camina hacia la oficina de Héctor con la naturalidad de quién hace
su trabajo. No había absolutamente nada sospechoso en que ella entrara a ese
departamento, su trabajo la obligaba a visitarlo de vez en cuando. Tenían
relación desde el punto de vista administrativo, además de amistad, y no era la
primera vez que trabajaban juntos.
–La última tarjeta es de él… Sin duda es él.
–¡Tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie!
–A nadie.
–Ni familia, ni amigos, ni nadie, debes guardar
el secreto hasta que yo tome la decisión de lo que vamos a hacer con esta
noticia ¿Okey?
–Okey, Héctor. Te lo prometo, a nadie.
A esas alturas,
la oficina de Identificación ya estaba también intervenida y se había prohibido
en el Gabinete Central circular por secciones que no correspondían a la de cada
funcionario. El trabajo de cada uno estaba confinado a una letra en especial.
Kiko estaba en el sector dos, es decir las letras H, J, I. Él tenía acceso a
ver los archivos de la letra que correspondía a Jara. En cambio Héctor sólo
podía llegar hasta la B.
Entonces
después del mediodía, “todo muy normal” en el Gabinete, Héctor le informó a
Kiko que Gelda bajó con la ficha 86 y que efectivamente la identidad
correspondía a la del cantautor. Se propusieron llegar hasta la casa de Víctor
Jara y avisarle a su familia. Héctor sabía la existencia de Joan Turner, una
connotada bailarina de ballet que era la pareja de Víctor, pero no conocía nada
más sobre su vida personal. Lo otro importante que debían resolver en ese
minuto era quién sería el que iría a la casa de Víctor Jara a dar la noticia.
Quién fuera seguramente correría peligro.
–Mira, descartemos a la compañera
Gelda. Ella no puede, una mujer no puede ir a avisarle. Porque no sabemos qué
condiciones vamos a encontrar allá en la casa de Víctor Jara
–Sí, si se sabe que a él ya lo
mataron, qué habrán hecho con su compañera, sus hijas o con su familia.
–Entonces tú eres casado y yo soy soltero. Yo
voy –asume Héctor.
Por esas
circunstancias y ninguna otra razón fue Héctor quién sería el mensajero. Se
planteaban que cuando
la gente del
Partido Comunista supiera
que se identificó
a su
compañero, lo sacarían lo más
rápido posible de la Morgue, antes que lo hicieran desaparecer. Los cuerpos que
no fueran identificados serían seguramente arrojados en una fosa común o
cremados en la “huesera” del Cementerio General.
–Si llegaba a saberse, de ahí de un solo telefonazo y se va a saber a
nivel superior –
sentenció Kiko sabiendo lo rápido que debían moverse.
Para ellos lo
primordial era entonces que una persona lo sacara legalmente y lo sepultara y, si se podía, que quedara una constancia
o algo por el estilo. Una tarea difícil, porque hasta ese día lunes, la
identificación era lo único disponible, ningún cadáver había salido de la
morgue todavía. Sólo estaban las fichas y el papeleo de las escrituras a
máquina que culminaba en la elaboración de una gruesa lista en el Registro
Civil. Cada hoja enumeraba treinta a cincuenta cadáveres y cada nombre de cada
cadáver representaba a alguna víctima de los golpistas. Esa lista se devolvía
luego a la Morgue, pero en esos días aquel último destino no servía de mucho.
Nadie podía buscar a sus familiares. Los militares ordenaron no dejar pasar a
nadie sin autorización. Estaba prohibido, “porque imagínese usted que si
hubiesen llegado cada uno de los familiares de toda esa gente”, recuerda
Héctor, “eran miles”.
Era
indispensable corroborar que la dirección de Joan Turner fuera la misma que la
de su esposo. Ellos se confiaban en que la información no estuviese obsoleta,
ya que en el Gabinete Central de Identificación siempre se actualiza el
domicilio luego de cada trámite.
Siempre
acompañado de Kiko, Héctor se dirigió al kárdex, el sistema de catalogación alfabética
y numérica del Gabinete. Era una sala grande llena de estantes conteniendo las
fichas de todos los chilenos inscritos. Buscaron la que correspondía a Víctor Lidio Jara Martínez, para verificar
los datos que les había dado Gelda. Dieron con el archivo y efectivamente era
él, las mismas huellas. En la ficha leyeron: casado con Joan Alice Turner
Roberts. Sonó el timbre y el personal comenzó su retiro, los empleados estaban
ansiosos por salir. Kiko, que no tenía restricción en ese espacio, salió a cerciorarse
de que nadie lo encerrara. Luego se dirigieron, aún cautelosos, no muy lejos de
ahí, hacia el sector de la letra T. Buscaron “Turner”, luego “Turner Roberts”,
luego “Joan Alice”. Burocráticamente ubicaron la ficha con sus datos y en el
papel aparecía: casada con Víctor Jara. Confirmaron que la dirección coincidía
con la de su marido: Calle Piacenza, comuna de Las Condes. No podían cometer
ningún error, debían deshacerse de toda evidencia, por eso leyeron la ficha
hasta memorizar toda la información recaudada y salieron de la sala de kárdex.
A esa hora, cinco de la tarde, no quedaba tiempo más que para ir a la casa, con
una hora para el traslado. Después comenzaba el toque de queda.
Al llegar a la
casa, Héctor se encontró con su familia, con al cual no había charlado desde
hacía días. Después de la experiencia en la Morgue de Santiago, Héctor prefirió
que nadie se le acercara. Tampoco nadie en su casa le preguntó qué había visto.
“No le dimos mucha luz al gas”, recuerda su hermano Ricardo Herrera. “Sabíamos
que ir a la Morgue esos días significaba una realidad terrible”. Sin embargo
esa tarde, Héctor, muy afectuoso como de costumbre, se sentó a jugar con sus
numerosos sobrinos. Su hogar estaba siempre muy concurrido, vivían al menos
tres familias en el caserón número 3214 de la calle Fermín
Vivaceta en la comuna de Conchalí y en aquellos
días, llegaron incluso familiares de Los Andes a quedarse.
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