jueves, 2 de junio de 2016

Héctor y la odisea del cadáver de Víctor Jara 2



Según Héctor, la Octava Comisaría correspondía a la comuna de Santiago, hacia el lado de San Diego, sin embargo la actual pertenece al sector de Colina. Pero nada de lo que aludiera a la  procedencia  era de fiar,  estaba claro que  el  criterio  no  era  riguroso  en esa caótica morgue, cualquier causa real era un misterio. A juzgar por el aspecto, aquel cuerpo tuvo que haber estado en un lugar con mucha tierra.
La única manera de cerciorarse de que efectivamente era Víctor Jara, como aseguraba Kiko, era el reconocimiento por medio de las huellas dactilares. Para esto tendrían que abrirle las manos que, como todos los cadáveres, las tenía muy agarrotadas. Sus manos eran realmente muy grandes y les costó bastante desplegar sus dedos. Estaban muy fracturadas. A juzgar por los grandes moretones y los nudillos quebrados, “o lo  pisaron o lo golpearon con algo muy fuerte”.

Si esperaban que la burocracia lo tomara en su registro, sólo bastaba una llamada telefónica y algunos minutos para que los altos mandos supieran que Víctor Jara se encontraba ahí y eliminar el cuerpo. Les tardó un buen rato abrir las manos de Víctor. “No hay duda que con algo le pegaron o lo pisaron con botas”, recuerda Héctor, “y tuvo la  fuerza de realmente, en un gesto de protesta, yo pienso, de indignación, de impotencia de apretar firme sus manos”. Impresas quedaron diez huellas de aquellos dedos quebrados.


Para salir de la duda, anotaron de manera oculta el número de ficha y sus características físicas. En ese momento Kiko y Héctor se comprometieron a no decirle a nadie lo que acababan de ver y hacer. Dejaron el cuerpo en el mismo lugar, sin que nadie lo volviera a tocar. Luego continuaron todo el día realizando el trabajo que le correspondía a cada uno. La ficha la guardó Héctor con los datos obtenidos del cuerpo que a estas alturas presumía era de Víctor Jara.

Mientras veía a otros cuerpos, Héctor no cesaba de pensar en cómo lo haría para identificar el cuerpo en la oficina sin que nadie lo notara. De a poco fue pensando en un plan y eligiendo mentalmente a las personas que involucraría en su pequeño  secreto. Debían ser personas de absoluta confianza, ya que no podía correr ningún riesgo, cualquier información a estas alturas podría ser perjudicial para cualquiera, seguramente acusado de conspiración, traición a la patria o cualquier excusa para convertirse en uno más de los  seres sin vida que, sin saber muy bien cómo, llegó a identificar.


Tenía una idea clara del trayecto y el procedimiento que tendría que hacer. Las huellas darían una clasificación numerada, cuyos dígitos proporcionarían una sigla. Esa sigla se ubicaría en una sala llena de cajones, donde sacaría una tarjeta. Por uno de los lados de esa ficha, sin proporcionar nombres, se revelarían los números que proporcionan las huellas. Luego esos datos recientes se comparan con los datos de archivo, guardados desde cuando la persona fue muy joven a sacar por primera vez su carnet de identidad. Si eran exactamente iguales, recién en ese segundo, se daría vuelta la ficha que por el otro costado revelaría el nombre de la persona. Y no habría duda.


Héctor se sintió más nervioso de lo que estaba hasta entonces, pero no dejó que sus ansias le ganaran. Apartó su mente del asunto que intentaría resolver al día siguiente, en ese momento ya no podía hacer nada. No quería aceptar que Víctor Jara estuviera muerto, pero a la vez se estaba haciendo cargo y guardando la ficha en el bolsillo interior de su chaqueta. Acordó apartarse rápidamente de Kiko, porque los dos sabían que habían pasado juntos demasiado tiempo, impresionados, emocionados y tristes. Emociones prohibidas en ese momento.



–Lo vamos a verificar con la ficha– le susurró a Kiko –Y ahora vuelve con tu grupo y no nos hablamos más ¿me oíste?


Se separaron. Héctor comenzó a caminar hacia su lugar, pero antes de que pudiera llegar al pasillo que lo llevaría hasta su sección, se encontró frente a frente con un médico cabecilla del Servicio Médico Legal. Héctor, en un segundo, repuso su rostro de tristeza en una mueca estándar, sin emoción alguna. Adoptó su papel de funcionario y comenzó a hablar, preguntando cualquier instrucción que ya sabía.


En medio de su habladuría nerviosa divisó nuevamente al grupo de rapados del día anterior. Seguían desnudos en el mismo lugar. La intriga aún lo consumía y prefirió salir  del paso con una pregunta legítima, aunque sabía que si se mostraba excesivamente interesado, podía parecer sospechoso. Era mejor dejar que el médico hablara por él, pasar por inocente y aprovechar de sacar algo de información.


–Estos están pelados para la autopsia ¿no?

–No, llegaron pelados. Los pelaron al cero donde estaban, para diferenciarlos de los chilenos –dijo el médico


A Héctor el comentario le sonó muy racista. Pensaba en muchas comparaciones con el régimen nazi y el holocausto, “pelar al cero, denigrante total. Tú eres nada”. Héctor no quedó conforme, sabía que después de la identificación, los cuerpos pasaban a la autopsia, así que siguió preguntando ingenuamente.



–Se va a aprovechar el cerebro, por eso están calvos ¿verdad? Tanto trabajo que tienen ustedes ¿Van a sacarle todo para que el cadáver se mantenga más tiempo, por eso mandaron pelarlos?
–No, no, no –decía el médico –si esa gente llegó pelada.

–¿Al cero?

–Venía pelada.

–¿Entonces pero cómo?

–Claro. Si los pelaron los militares.



Héctor pensaba que debía aprovecharse de su aparente ingenuidad, para ganar la confianza del médico. Él sabía que lo veía como un funcionario público, alguien que no sabe nada de los trámites de la Morgue, y si hacía las preguntas adecuadas, seguramente le revelaría más información.


–Venían pelados porque los mataron pelados y son… gente extranjera.

–¿Extranjeros?

–Sí, no se moleste en identificarlos porque va a tener problemas para encontrar la ficha. Son gente extranjera, argentinos, uruguayos, brasileros.


Ese día Héctor llevó mascarilla blanca igual que el médico. Frente a frente, ambos con la boca tapada, sus miradas resaltaban. En medio de la Morgue, ahí entre cadáveres que les absorbían la vida a ellos también, Héctor divisó un caso particular entre los  extranjeros.

Había una mujer en particular dentro del grupo que estaba con un niño. Este debió tener no más de dos años de edad.


–¿Qué pasó ahí? ¿Por qué ese niño? – preguntó Héctor.

–Seguramente esa señora iba arrancando, o la llamaron y abrió una puerta, salió con su niño, le dispararon y la misma bala del niño le llegó a ella porque es la misma posición ¿Ves? Tiene la misma trayectoria.
–Por eso están juntos– suspiró Héctor despechado.

–Sí y del niño no se molesten en identificarlo, porque no hay huella de una guagua, no hay huellas. Y de guagua extranjera menos. No tomes las huellas de esos, no vale la pena, ya están listos.


Fue el único infante que vio en ese horroroso lugar, por suerte no encontró más. El médico caminó con él y le siguió dando instrucciones. Qué grupo de cadáveres ya estaba identificado, cuál no, qué orden debían seguir los funcionarios al identificar los cuerpos, para que después no se armara un lío entre cuales estaban registrados y cuales no. Los médicos tenían que trasladar pronto a la gente identificada, los iban sacando constantemente, porque más gente iba llegando. Héctor finalmente logró volver a su  sección sin más contratiempos. A su alrededor algunos funcionarios estaban agachados, otros caminando con sus mascarillas blancas, ninguno parecía haberse acercado al grupo de los calvos, ni tampoco ninguno extrañó su ausencia. Siguió fichando las huellas de sus compatriotas asesinados, esperando no encontrar a nadie más que conociera.

Héctor terminó ese día con una tránsfuga ficha entre sus pertenencias, acto completamente ilegal, ya que todo el registro debía ser entregado a su jefe al fin de cada jornada. La ficha número 86 tenía los datos de una persona de sexo masculino, altura de un metro sesenta y nueve, pelo negro, color de ojos café, tez morena y diez impresiones de huellas dactilares. Hasta ese momento, nada era tan sospechoso si lo llegaban a encontrar con esa ficha con números en la chaqueta. Al salir del Servicio Médico Legal, aún no cesaban de llegar los camiones, lanzando más cuerpos en el patio, llevados luego al interior del edificio. Muchísimos camiones estacionados en la parte de atrás. Pero su trabajo ahí ya había terminado por el día. Salió del edificio finalmente a la calle, donde la luz de la tarde y la brisa fresca lograban quitarle el peso del día. Frente a la Avenida La Paz estaba lleno de flores, la gente que las vendía ya estaba ahí, había pasto verde, era septiembre, y la primavera se acercaba, la imagen le parecía irónica. Sin embargo aquellas flores en la tradicional pérgola, siempre han estado ahí, haciendo un preludio al fondo de la calle donde se sitúa el cementerio, pero Héctor no encontraba consuelo en aquella expresión de la vida. Antes de alejarse del edificio, reconoció al funcionario de la Morgue que se pasó el día gritando “llegó más mercadería” con irritante frialdad. Lo esperaba su polola o su pareja, la tomó de las manos de la forma más cariñosa y la besó. Héctor se quedó mirando.


–¿Ves? La vida continúa –le dijo Kiko, que se paró a su lado.



Se separaron en ese momento, ya eran cerca de las seis de la tarde y a las siete empezaría el toque de queda. Héctor vivía cerca de ahí, en el barrio Recoleta y se fue a pie hasta su casa, perturbado. Cuando llegó, se encerró en su pieza se acostó, no comió ni tampoco habló con nadie, lo único que quería era descansar y tratar de dejar su mente en

blanco para intentar olvidar las caras de todas las personas que había visto y que  al despertar todo fuera un mal sueño.

Lunes, 17 de septiembre




Héctor no fue a trabajar directamente a la Morgue ese día. Asumió el riego de que quienes lo habían visto en el turno del domingo notaran su ausencia ese lunes entre su equipo de diez compañeros. Se dirigió temprano a la oficina en calle General Mackenna. Con la ficha camuflada entre sus pertenencias, actuaba con la naturalidad de todos los días, siempre con su cargo de funcionario público como estampa.


A las 8:30 de la mañana fue directo a ubicar a una compañera de trabajo simpatizante de la Unidad Popular. “Ya empezamos a jugar a la clandestinidad”, previno. Era Gelda Leyton y trabajaba en el departamento de Dactiloscopia del Registro Civil e Identificación, directamente el lugar que Héctor necesitaba para resolver el misterio. En aquel departamento de Dactiloscopia, se encuentran los archivos de identificación de todos los chilenos, muchísimos cajones, cada uno con números y fichas de identificación de cada persona, diez números por ambas manos.


Héctor encuentra a Gelda temprano, antes que empiecen a trabajar, y la invita a tomar un café. Todavía en el departamento de Identificación, sentados en una mesa frente a frente, Héctor saca la ficha de su bolsillo y la conserva oculta en su mano debajo de la  mesa.


–Mira, vas a ser la tercera en saberlo, yo tengo aquí escondida la tarjeta que creemos con Kiko, que es de Víctor Jara. No debes ni sorprenderte, ni gritar, ni llorar, ni  nada por favor.

–¿Cierto? –Gelda permanece tranquila en todo momento, sigue escuchando lo que su amigo y colega le decía.
–La vas a tomar, debajo de la mesa y después vas a bajar y vas verificar si corresponde ¿ya? A la hora de almuerzo nos juntamos y me cuentas qué descubriste.


En un movimiento rápido y muy discreto, como si nada hubiese pasado, Gelda toma la tarjeta y la guarda. Sin decir nada ella asiente, le guiña un ojo cómplice. Ambos vuelven a sus lugares de trabajo como si nada hubiese pasado. Héctor se queda la mañana en su oficina, espera hasta la hora de almuerzo sin inconvenientes, pensando que después de todo su trabajo en la Morgue era efectivamente de “voluntario”. Además todo allá era caótico, nadie lo extrañaría.


Justo antes de la hora de almuerzo cerca del mediodía, Gelda baja con una gran resma de tarjetas y camina hacia la oficina de Héctor con la naturalidad de quién hace su trabajo. No había absolutamente nada sospechoso en que ella entrara a ese departamento, su trabajo la obligaba a visitarlo de vez en cuando. Tenían relación desde el punto de vista administrativo, además de amistad, y no era la primera vez que trabajaban juntos.


–La última tarjeta es de él… Sin duda es él.

–¡Tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie!

–A nadie.

–Ni familia, ni amigos, ni nadie, debes guardar el secreto hasta que yo tome la decisión de lo que vamos a hacer con esta noticia ¿Okey?
–Okey, Héctor. Te lo prometo, a nadie.



A esas alturas, la oficina de Identificación ya estaba también intervenida y se había prohibido en el Gabinete Central circular por secciones que no correspondían a la de cada funcionario. El trabajo de cada uno estaba confinado a una letra en especial. Kiko estaba en el sector dos, es decir las letras H, J, I. Él tenía acceso a ver los archivos de la letra que correspondía a Jara. En cambio Héctor sólo podía llegar hasta la B.


Entonces después del mediodía, “todo muy normal” en el Gabinete, Héctor le informó a Kiko que Gelda bajó con la ficha 86 y que efectivamente la identidad correspondía a la del cantautor. Se propusieron llegar hasta la casa de Víctor Jara y avisarle a su familia. Héctor sabía la existencia de Joan Turner, una connotada bailarina de ballet que era la pareja de Víctor, pero no conocía nada más sobre su vida personal. Lo otro importante que debían resolver en ese minuto era quién sería el que iría a la casa de Víctor Jara a dar la noticia. Quién fuera seguramente correría peligro.


–Mira, descartemos a la compañera Gelda. Ella no puede, una mujer no puede ir a avisarle. Porque no sabemos qué condiciones vamos a encontrar allá en la casa de Víctor Jara
–Sí, si se sabe que a él ya lo mataron, qué habrán hecho con su compañera, sus hijas o con su familia.
–Entonces tú eres casado y yo soy soltero. Yo voy –asume Héctor.



Por esas circunstancias y ninguna otra razón fue Héctor quién sería el mensajero. Se planteaban  que  cuando  la  gente  del  Partido  Comunista  supiera  que  se  identificó  a su

compañero, lo sacarían lo más rápido posible de la Morgue, antes que lo hicieran desaparecer. Los cuerpos que no fueran identificados serían seguramente arrojados en una fosa común o cremados en la “huesera” del Cementerio General.


–Si llegaba a saberse, de ahí de un solo telefonazo y se va a saber a nivel superior  

sentenció Kiko sabiendo lo rápido que debían moverse.



Para ellos lo primordial era entonces que una persona lo sacara legalmente y lo sepultara y, si se podía, que quedara una constancia o algo por el estilo. Una tarea difícil, porque hasta ese día lunes, la identificación era lo único disponible, ningún cadáver había salido de la morgue todavía. Sólo estaban las fichas y el papeleo de las escrituras a máquina que culminaba en la elaboración de una gruesa lista en el Registro Civil. Cada hoja enumeraba treinta a cincuenta cadáveres y cada nombre de cada cadáver representaba a alguna víctima de los golpistas. Esa lista se devolvía luego a la Morgue, pero en esos días aquel último destino no servía de mucho. Nadie podía buscar a sus familiares. Los militares ordenaron no dejar pasar a nadie sin autorización. Estaba prohibido, “porque imagínese usted que si hubiesen llegado cada uno de los familiares de toda esa gente”, recuerda Héctor, “eran miles”.


Era indispensable corroborar que la dirección de Joan Turner fuera la misma que la de su esposo. Ellos se confiaban en que la información no estuviese obsoleta, ya que en el Gabinete Central de Identificación siempre se actualiza el domicilio luego de cada trámite.

Siempre acompañado de Kiko, Héctor se dirigió al kárdex, el sistema de catalogación alfabética y numérica del Gabinete. Era una sala grande llena de estantes conteniendo las fichas de todos los chilenos inscritos. Buscaron la que correspondía a  Víctor Lidio Jara Martínez, para verificar los datos que les había dado Gelda. Dieron con el archivo y efectivamente era él, las mismas huellas. En la ficha leyeron: casado con Joan Alice Turner Roberts. Sonó el timbre y el personal comenzó su retiro, los empleados estaban ansiosos por salir. Kiko, que no tenía restricción en ese espacio, salió a cerciorarse de que nadie lo encerrara. Luego se dirigieron, aún cautelosos, no muy lejos de ahí, hacia el sector de la letra T. Buscaron “Turner”, luego “Turner Roberts”, luego “Joan Alice”. Burocráticamente ubicaron la ficha con sus datos y en el papel aparecía: casada con Víctor Jara. Confirmaron que la dirección coincidía con la de su marido: Calle Piacenza, comuna de Las Condes. No podían cometer ningún error, debían deshacerse de toda evidencia, por eso leyeron la ficha hasta memorizar toda la información recaudada y salieron de la sala de kárdex. A esa hora, cinco de la tarde, no quedaba tiempo más que para ir a la casa, con una hora para el traslado. Después comenzaba el toque de queda.


Al llegar a la casa, Héctor se encontró con su familia, con al cual no había charlado desde hacía días. Después de la experiencia en la Morgue de Santiago, Héctor prefirió que nadie se le acercara. Tampoco nadie en su casa le preguntó qué había visto. “No le dimos mucha luz al gas”, recuerda su hermano Ricardo Herrera. “Sabíamos que ir a la Morgue esos días significaba una realidad terrible”. Sin embargo esa tarde, Héctor, muy afectuoso como de costumbre, se sentó a jugar con sus numerosos sobrinos. Su hogar estaba siempre muy concurrido, vivían al menos tres familias en el caserón número 3214 de la calle Fermín

Vivaceta en la comuna de Conchalí y en aquellos días, llegaron incluso familiares de Los Andes a quedarse.

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