Al caer la
noche Héctor le pide a su padre Enrique Herrera y su hermano mayor, Ricardo,
que lo acompañasen al mesón de la tintorería. Era el negocio familiar que
administraba el padre y colindaba con la casa, por lo que no había que salir a
la calle. Héctor les cuenta del descubrimiento del cadáver de Víctor jara en la
Morgue y los datos recién recaudados con la ficha de Víctor Jara y Joan Turner.
–Mira papá, te confieso que para mí
es una cosa importante que se sepa que este compañero Víctor Jara esté muerto.
Que se sepa que fue asesinado horriblemente. Hay una compañera viuda que lo
está esperando y hay que ubicarla. Que ella haga los trámites y que su familia
se encargue y lo sepulten. Y, bueno, ella se encargará de hacer la constancia
donde corresponde. Yo lo voy a hacer aunque tú me digas que no.
Tras una corta
pausa después de plantear la situación como si fuera una misión ineludible,
Héctor prosigue.
–No, no hay alternativa.
–Sin duda te corresponde –determinó
el padre– y lo que vas a hacer, es que te vas temprano y no esperes mucho rato
en la calle, anda bien arreglado porque vas para allá arriba. ¿Alguien te va a
acompañar? –le pregunta.
–Voy solo. Solamente puedo ir yo,
porque soy el único soltero. Si pasara algo… Todo el mundo tiene compromisos
–explica Héctor.
Entre los tres
planearon el trayecto. Su padre y su hermano le dieron instrucciones para no
despertar sospecha. No eran más que sugerencias, pero estas podrían determinar
la suerte de Héctor, quién era el “conchito” entre sus hermanos. En ningún
momento se puso en duda el deber que le correspondía a Héctor.
–Si te percatas que alguien te
sigue, te escondes. Chequea bien la dirección antes de golpear, no querrás
llamar la atención de otras casas. Entregas el recado y te vas – concluyó don
Enrique.
La conversación
fue clarísima, “corta, concisa y precisa”, recuerda su hermano Ricardo. Su
padre, un libre pensador y seguidor de las ideologías anarquista y comunista,
“era el pater famili en la casa”. A
pesar de que Héctor ya había tomado la decisión de su actuar, la aprobación
paterna era necesaria. La militancia y simpatía ideológica los había formado
consecuentes políticamente y para ellos reaccionar de otra manera era
inconcebible.
Martes, 18 de septiembre
El día de las
fiestas patrias, feriado en Chile, Héctor Herrera tomó el bus muy temprano en
dirección oriente, hacia el sector de las familias de posición acomodada de
Santiago. Salió de su casa casi a la hora en que el toque de queda se
levantaba. El camino era largo y aquel día era posible que la locomoción
colectiva demorara más de lo habitual. Iba solo y ligero, bien vestido, pero a
la vez casual como le había recomendado su padre, con blue jeans y un vestón.
Mientras el autobús
subía en dirección a la cordillera, Héctor se fijaba cómo en todas las casas y edificios flameaban
banderas chilenas. Por decreto oficial, los militares ordenaron que todas las
casas lucieran una. Pero en “las casitas del barrio alto” esto, más que una
obligación, parecía una expresión espontánea de alegría. Las Condes estaba
completamente embanderado, todo un ambiente de fiesta. Héctor llegó a la calle
Piacenza alrededor de las ocho de la mañana. Todo el mundo aún dormía, o por lo
menos aún no parecía salir de su casa. Estaba todo silencioso bajo un
primaveral sol matutino.
Héctor estaba
muy nervioso, lo único que quería era encontrar rápidamente la casa. Para no
pasar mucho tiempo caminando sin sentidos en ese lugar. Divisó una bandera de
Gran Bretaña no muy lejos de donde estaba.
–¡Ahí es! La compañera puso una bandera para
protegerse o algo así –se dice Héctor.
Eran las ocho y
media de la mañana cuando muy nervioso toca el timbre de la casa. Nadie
responde, asume que es muy temprano, feriado y que nadie está despierto
todavía. No insiste en el timbre y
decide esperar delante de la reja que permite ver hacia el interior del jardín
y la puerta de entrada. Luego de un rato, Héctor escucha el picaporte de la casa
moverse. Una mujer se asomó por la puerta.
–¿Vive aquí Joan Alice Turner?
La mujer lo mira de pies a cabeza a lo lejos.
–¡No, no, no! Aquí no vive ninguna Joan Alice. – Muy nerviosa ella
también.
–¡Ah! Ya, gracias –y partió.
Equivocarse era
lo último que quería, ya estaba
levantando sospechas cuando su plan era
ser invisible. Regresó en sus pasos, por la calle Piacenza y descubrió que los
números y el nombre de la calle seguían dentro de un pequeño pasaje, un
callejón sin salida con frondosas plantas. Había pasado de largo por ahí la
primera vez. La calle todavía parecía completamente vacía a esa hora. Entró al
pasaje y en esa ocasión sí encontró la dirección. Se detuvo frente a la puerta
del antejardín y de inmediato un perrito comenzó a ladrar dentro de la casa.
Héctor no logró encontrar el timbre, sin embargo se abrió una ventana arriba en
el segundo piso y apareció una cabellera rubia. A Héctor le dio la impresión de
que lo estaba esperando, le pareció que la mujer había permanecido despierta la
noche entera.
–¿Si? –grita desde la ventana.
–¿Vive aquí Joan Alice Turner Roberts?
–pregunta Héctor.
–Sí, sí. Un momentito por favor –responde.
Bajó vistiendo
una bata de levantarse color café y se acercó a la puerta sin alarmarse. Héctor
sacó de su bolsillo su carnet de identidad y su credencial de representante
oficial del Gabinete Central de Identificación. Muy nervioso, lo primero que
hizo fue intentar decir las cosas precisas para ganarse la confianza de Joan inmediatamente.
–Mire, yo soy compañero, no tengo nada para mostrarle que soy compañero
pero lo soy, un camarada. Me llamo Héctor Herrera, aquí está mi carnet. Soy
funcionario del Gabinete Central de
Identificación, aquí está mi carta, y soy de la “J”….
–¡Tú me traes noticias de Víctor! –exclama
Joan.
Parecía que no
escuchaba nada de lo que Héctor le estaba diciendo, estaba ensimismada en hacer
pasar a Héctor a la casa, se veía ansiosa ante el hecho que le llevaran
noticias. Héctor contempló brevemente el interior de la casa. No era muy
grande, y pensó que estaba decorada muy al estilo de Víctor Jara. Había una
lámpara colgada del techo y caía justo encima del mantel rojo sobre la mesa del
comedor. Muchos cuadros que seguramente habían pintado compañeros de los dueños
de casa, además gredas y abundante cestería. “Había de esas cosas típicas que
se ven en los hogares de izquierda”, recuerda Héctor.
Joan hizo un
gesto y le pidió tranquilamente que se sentara. En ese momento, Héctor se dio cuenta de que ella no tenía la
menor idea de por qué estaba él ahí. Héctor iba con la intención de confirmar
algo que, pensaba, ella ya sabía.
Quizás suponía que el Partido Comunista tenía la forma de hacerle llegar este
tipo de noticias por medio de gente más cercana que él. Héctor pensaba a medida
que hablaba, buscando la mejor forma de darle la terrible noticia. “A golpe y
porrazo tendría que decirle que su amor estaba muerto”. No había tiempo para
rodeos, tampoco sabía muy bien cómo preparar el terreno. Resultó que a sus 23
años por primera vez en su vida tuvo que anunciar una muerte.
–¿Está sola? –le pregunta Héctor.
–Está Mónica arriba, una compañera que ha
vivido siempre con nosotros, vive atrás, es la que nos ayuda en la casa
–responde Joan– y están las dos niñas durmiendo.
–¿Y no está ni su mamá?
–No, no. Yo no tengo mamá, acá.
–O sea que usted está sola prácticamente.
–Bueno, sí.
Aquellos días,
en la casa de Héctor se estaba quedando mucha gente. Su numerosa familia era
también muy cercana. Él pensaba que una situación similar se estaría repitiendo
en todos los hogares chilenos. Se sorprendió al ver lo desamparada que se veía
esa mujer. Héctor decidió no hacer más preámbulo, pues la veía ansiosa.
–Mire, yo como funcionario del
Gabinete y como compañero, le vengo a decir algo que usted no sabe. Que su
compañero Víctor Jara ha muerto… yo lo ví muerto y no hay duda que es él. Su
cuerpo está en la Morgue de Santiago.
En ese momento
el dialogo entre los dos terminó. Joan tomó las manos de Héctor y se agachó,
estaba sentada, y apoyó su cabeza en sus rodillas y en las manos de Héctor.
Lloró, pero muy en silencio, Héctor no dijo nada, recordó las palabras de su
padre, de la noche anterior cuando le prevenía como sería la situación. “Tienes
que ser valiente”, le dijo. Héctor veía
la soledad en la que Joan estaba y sabía que no podía ser simplemente un
mensajero. En ese momento tomó otra decisión, “tengo que acompañarla”, no podía
llegar sólo hasta ahí y retirarse, esa clase de frialdad no le correspondía.
Por más que intentó adoptar una figura de funcionario, esto no era una pieza
fría de teatro donde los personajes podían salir de escena a voluntad. Ya se
había involucrado voluntariamente y no podría arrepentirse. Permanecieron
inmóviles cerca tres dolientes minutos y cuando Joan se repuso, levantó la cabeza.
–¿Qué hay que hacer? –preguntó Joan.
–Lo importante, es que sólo usted
puede sacarlo de la Morgue y hay que sepultarlo hoy. Sea como sea yo la voy a
ayudar en todo –prometió Héctor.
Ahora que
Héctor ya estaba comprometido, debía
adoptar una nueva actitud. Lamentablemente ya
no había tiempo para el luto silencioso. Si iban a hacerlo todo aquel
día debían ser eficientes y cautelosos. Otro factor muy importante era preparar
a Joan para que lo acompañara
hasta la Morgue. Él sabía por experiencia propia que tal lugar era muy
difícil de afrontar. Héctor le describió
exactamente el crudo escenario en el que iba a ingresar, directamente al
infierno.
–Usted no se puede asustar, ni
desmayar ni nada. No puede hacer ninguna expresión de horror, porque si llegan
a saber que usted no está autorizada para estar ahí, sonamos los dos. – le
previno a Joan con voz muy seria.
Además de eso,
Héctor inventó una coartada, en caso de que ocurriera una eventualidad. Crearon
una historia de cómo se conocían y cual era su relación con el difunto. Héctor
era funcionario del Gabinete, pero además había estudiado guitarra y fue ahí cuando aprendió a bailar cueca en la
Facultad de Música, en la Escuela Nocturna. Lo cual no era mentira. Héctor de
hecho había aprovechado la oportunidad que le brindó el gobierno de la Unidad
Popular de asistir a la Universidad a tomar los cursos nocturnos de música y
baile. Sabía de Joan Turner y Víctor Jara por este intermedio, pero no fueron
ellos sus profesores.
–No es Víctor Jara, para ti es
Víctor, como es Víctor para mí y yo soy Joan –aclaró Joan en medio de la
planificación.
Joan subió al
segundo piso a cambiarse de ropa y alistarse para partir. A esas alturas, eran las nueve y media de la mañana.
Mientras estaba solo, Héctor repasó mentalmente todo el trayecto que debería
realizar para sacar el cuerpo. No sabía muy bien cómo lo haría, pero confiaba
que la improvisación, el desorden administrativo en el que se encontraba la
morgue y su suerte sirvieran para lograrlo. Mientras caminaba en círculos en
su puesto, escuchó unos pasos
veloces bajar por las escaleras. Aparecieron dos niñas pequeñas bajando las
escaleras, las hijas de Víctor y Joan. Primero la más grande se presentó
tiernamente como Manuela, se acercó a Héctor sin miedo alguno y le preguntó si
sabía algo de su papá. Héctor no se atrevió a responder nada más que su papá
estaba muy enfermo, muy mal. Luego se acercó la otra niña acompañada de Mónica,
la amiga que vivía en casa de Joan.
- Vamos
a ir con tu mamá al hospital a verlo, está muy enfermo – dijo Héctor.
La niña
pequeña, Amanda, fue corriendo a un mueble y le mostró todos los recortes que
tenía de su padre. Le comentó que siempre que su papá aparecía en una revista,
ella lo recortaba y lo guardaba. Le pasó una imagen en la que Víctor figuraba
con una guitarra en las manos, cantando. Héctor estaba apenado de remplazarla
por imagen tan distinta y tétrica en su mente. Finalmente Joan bajó, lista para
salir, llevaba un poncho en la mano que metió dentro de un bolso. Se
despidieron de las niñas y de Mónica. La madre previno que si alguien llamaba
por teléfono, dijeran que andaba con un amigo, que no se preocuparan y que no
dejaran de llamar. Salieron de la casa. Joan se veía arreglada, pero nada podía
disimular su mala cara. Afuera de la casa estaba estacionada una Renoleta.
–¿Sabe conducir? –le preguntó Joan. Al parecer
ella no estaba en condiciones hacerlo.
–No… No tengo idea de conducir –confesó Héctor con tono de lamento.
Joan conducía
como una autómata por las calles del barrio alto en Las Condes, “bajando por la
guarida de los momios”, como diría Héctor. Al detenerse en un semáforo en rojo, el auto al lado suyo, estaba cargado
de carne y verduras, evidentemente se prepararía un banquete en alguna casa.
Toda la cuadra estaba embanderada, después de
todo era dieciocho de septiembre, día de fiestas patrias.
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