jueves, 2 de junio de 2016

Héctor y la odisea del cadáver de Víctor Jara 4



Al caer la noche Héctor le pide a su padre Enrique Herrera y su hermano mayor, Ricardo, que lo acompañasen al mesón de la tintorería. Era el negocio familiar que administraba el padre y colindaba con la casa, por lo que no había que salir a la calle. Héctor les cuenta del descubrimiento del cadáver de Víctor jara en la Morgue y los datos recién recaudados con la ficha de Víctor Jara y Joan Turner.


–Mira papá, te confieso que para mí es una cosa importante que se sepa que este compañero Víctor Jara esté muerto. Que se sepa que fue asesinado horriblemente. Hay una compañera viuda que lo está esperando y hay que ubicarla. Que ella haga los trámites y que su familia se encargue y lo sepulten. Y, bueno, ella se encargará de hacer la constancia donde corresponde. Yo lo voy a hacer aunque tú me digas  que no.


Tras una corta pausa después de plantear la situación como si fuera una misión ineludible, Héctor prosigue.


–No, no hay alternativa.

–Sin duda te corresponde –determinó el padre– y lo que vas a hacer, es que te vas temprano y no esperes mucho rato en la calle, anda bien arreglado porque vas para allá arriba. ¿Alguien te va a acompañar? –le pregunta.



–Voy solo. Solamente puedo ir yo, porque soy el único soltero. Si pasara algo… Todo el mundo tiene compromisos –explica Héctor.


Entre los tres planearon el trayecto. Su padre y su hermano le dieron instrucciones para no despertar sospecha. No eran más que sugerencias, pero estas podrían determinar la suerte de Héctor, quién era el “conchito” entre sus hermanos. En ningún momento se puso en duda el deber que le correspondía a Héctor.


–Si te percatas que alguien te sigue, te escondes. Chequea bien la dirección antes de golpear, no querrás llamar la atención de otras casas. Entregas el recado y te vas – concluyó don Enrique.


La conversación fue clarísima, “corta, concisa y precisa”, recuerda su hermano Ricardo. Su padre, un libre pensador y seguidor de las ideologías anarquista y comunista, “era el pater famili en la casa”. A pesar de que Héctor ya había tomado la decisión de su actuar, la aprobación paterna era necesaria. La militancia y simpatía ideológica los había formado consecuentes políticamente y para ellos reaccionar de otra manera era inconcebible.

Martes, 18 de septiembre




El día de las fiestas patrias, feriado en Chile, Héctor Herrera tomó el bus muy temprano en dirección oriente, hacia el sector de las familias de posición acomodada de Santiago. Salió de su casa casi a la hora en que el toque de queda se levantaba. El camino era largo y aquel día era posible que la locomoción colectiva demorara más de lo habitual. Iba solo y ligero, bien vestido, pero a la vez casual como le había recomendado su padre, con blue jeans y un vestón.


Mientras el autobús subía en dirección a la cordillera, Héctor se fijaba cómo en  todas las casas y edificios flameaban banderas chilenas. Por decreto oficial, los militares ordenaron que todas las casas lucieran una. Pero en “las casitas del barrio alto” esto, más que una obligación, parecía una expresión espontánea de alegría. Las Condes estaba completamente embanderado, todo un ambiente de fiesta. Héctor llegó a la calle Piacenza alrededor de las ocho de la mañana. Todo el mundo aún dormía, o por lo menos aún no parecía salir de su casa. Estaba todo silencioso bajo un primaveral sol matutino.


Héctor estaba muy nervioso, lo único que quería era encontrar rápidamente la casa. Para no pasar mucho tiempo caminando sin sentidos en ese lugar. Divisó una bandera de Gran Bretaña no muy lejos de donde estaba.


–¡Ahí es! La compañera puso una bandera para protegerse o algo así –se dice Héctor.

Eran las ocho y media de la mañana cuando muy nervioso toca el timbre de la casa. Nadie responde, asume que es muy temprano, feriado y que nadie está despierto todavía.  No insiste en el timbre y decide esperar delante de la reja que permite ver hacia el interior del jardín y la puerta de entrada. Luego de un rato, Héctor escucha el picaporte de la casa moverse. Una mujer se asomó por la puerta.


–¿Vive aquí Joan Alice Turner?



La mujer lo mira de pies a cabeza a lo lejos.



–¡No, no, no! Aquí no vive ninguna Joan Alice. – Muy nerviosa ella también.

–¡Ah! Ya, gracias –y partió.



Equivocarse era lo último que quería, ya estaba levantando sospechas cuando su  plan era ser invisible. Regresó en sus pasos, por la calle Piacenza y descubrió que los números y el nombre de la calle seguían dentro de un pequeño pasaje, un callejón sin salida con frondosas plantas. Había pasado de largo por ahí la primera vez. La calle todavía parecía completamente vacía a esa hora. Entró al pasaje y en esa ocasión sí encontró la dirección. Se detuvo frente a la puerta del antejardín y de inmediato un perrito comenzó a ladrar dentro de la casa. Héctor no logró encontrar el timbre, sin embargo se abrió una ventana arriba en el segundo piso y apareció una cabellera rubia. A Héctor le dio la impresión de que lo estaba esperando, le pareció que la mujer había permanecido despierta la noche entera.

–¿Si? –grita desde la ventana.

–¿Vive aquí Joan Alice Turner Roberts? –pregunta Héctor.

–Sí, sí. Un momentito por favor –responde.



Bajó vistiendo una bata de levantarse color café y se acercó a la puerta sin alarmarse. Héctor sacó de su bolsillo su carnet de identidad y su credencial de representante oficial del Gabinete Central de Identificación. Muy nervioso, lo primero que hizo fue intentar decir las cosas precisas para ganarse la confianza de Joan inmediatamente.


–Mire, yo soy compañero, no tengo nada para mostrarle que soy compañero pero lo soy, un camarada. Me llamo Héctor Herrera, aquí está mi carnet. Soy funcionario  del Gabinete Central de Identificación, aquí está mi carta, y soy de la “J”….
–¡Tú me traes noticias de Víctor! –exclama Joan.



Parecía que no escuchaba nada de lo que Héctor le estaba diciendo, estaba ensimismada en hacer pasar a Héctor a la casa, se veía ansiosa ante el hecho que le llevaran noticias. Héctor contempló brevemente el interior de la casa. No era muy grande, y pensó que estaba decorada muy al estilo de Víctor Jara. Había una lámpara colgada del techo y caía justo encima del mantel rojo sobre la mesa del comedor. Muchos cuadros que seguramente habían pintado compañeros de los dueños de casa, además gredas y abundante cestería. “Había de esas cosas típicas que se ven en los hogares de izquierda”, recuerda Héctor.

Joan hizo un gesto y le pidió tranquilamente que se sentara. En ese momento,  Héctor se dio cuenta de que ella no tenía la menor idea de por qué estaba él ahí. Héctor iba con la intención de confirmar algo que, pensaba, ella ya sabía. Quizás suponía que el Partido Comunista tenía la forma de hacerle llegar este tipo de noticias por medio de gente más cercana que él. Héctor pensaba a medida que hablaba, buscando la mejor forma de darle la terrible noticia. “A golpe y porrazo tendría que decirle que su amor estaba muerto”. No había tiempo para rodeos, tampoco sabía muy bien cómo preparar el terreno. Resultó que a sus 23 años por primera vez en su vida tuvo que anunciar una muerte.


–¿Está sola? –le pregunta Héctor.

–Está Mónica arriba, una compañera que ha vivido siempre con nosotros, vive atrás, es la que nos ayuda en la casa –responde Joan– y están las dos niñas durmiendo.
–¿Y no está ni su mamá?

–No, no. Yo no tengo mamá, acá.

–O sea que usted está sola prácticamente.

–Bueno, sí.



Aquellos días, en la casa de Héctor se estaba quedando mucha gente. Su numerosa familia era también muy cercana. Él pensaba que una situación similar se estaría repitiendo en todos los hogares chilenos. Se sorprendió al ver lo desamparada que se veía esa mujer. Héctor decidió no hacer más preámbulo, pues la veía ansiosa.

–Mire, yo como funcionario del Gabinete y como compañero, le vengo a decir algo que usted no sabe. Que su compañero Víctor Jara ha muerto… yo lo ví muerto y no hay duda que es él. Su cuerpo está en la Morgue de Santiago.


En ese momento el dialogo entre los dos terminó. Joan tomó las manos de Héctor y se agachó, estaba sentada, y apoyó su cabeza en sus rodillas y en las manos de Héctor. Lloró, pero muy en silencio, Héctor no dijo nada, recordó las palabras de su padre, de la noche anterior cuando le prevenía como sería la situación. “Tienes que ser valiente”, le   dijo. Héctor veía la soledad en la que Joan estaba y sabía que no podía ser simplemente un mensajero. En ese momento tomó otra decisión, “tengo que acompañarla”, no podía llegar sólo hasta ahí y retirarse, esa clase de frialdad no le correspondía. Por más que intentó adoptar una figura de funcionario, esto no era una pieza fría de teatro donde los personajes podían salir de escena a voluntad. Ya se había involucrado voluntariamente y no podría arrepentirse. Permanecieron inmóviles cerca tres dolientes minutos y cuando Joan se repuso, levantó la cabeza.


–¿Qué hay que hacer? –preguntó Joan.

–Lo importante, es que sólo usted puede sacarlo de la Morgue y hay que sepultarlo hoy. Sea como sea yo la voy a ayudar en todo –prometió Héctor.


Ahora que Héctor ya estaba comprometido, debía adoptar una nueva actitud. Lamentablemente ya no había tiempo para el luto silencioso. Si iban a hacerlo todo aquel día debían ser eficientes y cautelosos. Otro factor muy importante era preparar a Joan para que lo acompañara hasta la Morgue. Él sabía por experiencia propia que tal lugar era muy

difícil de afrontar. Héctor le describió exactamente el crudo escenario en el que iba a ingresar, directamente al infierno.


–Usted no se puede asustar, ni desmayar ni nada. No puede hacer ninguna expresión de horror, porque si llegan a saber que usted no está autorizada para estar ahí, sonamos los dos. – le previno a Joan con voz muy seria.


Además de eso, Héctor inventó una coartada, en caso de que ocurriera una eventualidad. Crearon una historia de cómo se conocían y cual era su relación con el difunto. Héctor era funcionario del Gabinete, pero además había estudiado guitarra y fue  ahí cuando aprendió a bailar cueca en la Facultad de Música, en la Escuela Nocturna. Lo cual no era mentira. Héctor de hecho había aprovechado la oportunidad que le brindó el gobierno de la Unidad Popular de asistir a la Universidad a tomar los cursos nocturnos de música y baile. Sabía de Joan Turner y Víctor Jara por este intermedio, pero no fueron ellos sus profesores.


–No es Víctor Jara, para ti es Víctor, como es Víctor para mí y yo soy Joan –aclaró Joan en medio de la planificación.


Joan subió al segundo piso a cambiarse de ropa y alistarse para partir. A esas  alturas, eran las nueve y media de la mañana. Mientras estaba solo, Héctor repasó mentalmente todo el trayecto que debería realizar para sacar el cuerpo. No sabía muy bien cómo lo haría, pero confiaba que la improvisación, el desorden administrativo en el que se encontraba la morgue y su suerte sirvieran para lograrlo. Mientras caminaba en círculos   en

su puesto, escuchó unos pasos veloces bajar por las escaleras. Aparecieron dos niñas pequeñas bajando las escaleras, las hijas de Víctor y Joan. Primero la más grande se presentó tiernamente como Manuela, se acercó a Héctor sin miedo alguno y le preguntó si sabía algo de su papá. Héctor no se atrevió a responder nada más que su papá estaba muy enfermo, muy mal. Luego se acercó la otra niña acompañada de Mónica, la amiga que vivía en casa de Joan.


-     Vamos a ir con tu mamá al hospital a verlo, está muy enfermo – dijo Héctor.



La niña pequeña, Amanda, fue corriendo a un mueble y le mostró todos los recortes que tenía de su padre. Le comentó que siempre que su papá aparecía en una revista, ella lo recortaba y lo guardaba. Le pasó una imagen en la que Víctor figuraba con una guitarra en las manos, cantando. Héctor estaba apenado de remplazarla por imagen tan distinta y tétrica en su mente. Finalmente Joan bajó, lista para salir, llevaba un poncho en la mano que metió dentro de un bolso. Se despidieron de las niñas y de Mónica. La madre previno que si alguien llamaba por teléfono, dijeran que andaba con un amigo, que no se preocuparan y que no dejaran de llamar. Salieron de la casa. Joan se veía arreglada, pero nada podía disimular su mala cara. Afuera de la casa estaba estacionada una Renoleta.


–¿Sabe conducir? –le preguntó Joan. Al parecer ella no estaba en condiciones hacerlo.
–No… No tengo idea de conducir –confesó Héctor con tono de lamento.

Joan conducía como una autómata por las calles del barrio alto en Las Condes, “bajando por la guarida de los momios”, como diría Héctor. Al detenerse en un semáforo  en rojo, el auto al lado suyo, estaba cargado de carne y verduras, evidentemente se prepararía un banquete en alguna casa. Toda la cuadra estaba embanderada, después de  todo era dieciocho de septiembre, día de fiestas patrias.

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