Capítulo 3:
Joan / “Paloma quiero contarte”
Basado en el libro “Un
Canto Truncado” de Joan Turner Jara (1983) y entrevistas a la misma.
Aquella mañana
del martes 11 de septiembre todo estaba paralizado y tenso. Corrían rumores
sobre un despliegue militar en Valparaíso y en los informativos la huelga de
los camioneros no daba tregua. Como de costumbre, Joan escuchaba las noticias
en la radio del auto cuando fue a dejar a sus hijas al colegio Manuel de Salas
en Ñuñoa. Regresó a casa con Amanda, la
más pequeña. Los alumnos de los niveles más jóvenes habían sido devueltos con
sus padres, se presentía que algo ocurriría pronto. Todo estaba tan tenso que
poco después de llegar a casa, Víctor ya estaba
levantado y le recomendó ir a buscar a Manuela, la mayor. Ambas regresaban a
casa, a eso de las nueve y algo de la mañana, iban escuchando en la radio el
entrecortado discurso del presidente Salvador Allende que sonaba como una
triste e inevitable despedida.
Cuando llegaron
a la casa, Joan estaba acelerada y acongojada y Víctor la estaba esperando para
salir con el auto. “Aquella mañana Víctor debía cantar en la Universidad
Técnica, en la inauguración de una exposición sobre los horrores de la guerra
civil y el fascismo, donde hablaría Allende”.2 Había decidido seguir las instrucciones de la Central Única de
Trabajadores (CUT) y
presentarse a trabajar.
Una responsabilidad que era
prácticamente un acto simbólico y
una manifestación expresa de apoyo a Allende. Joan sabía que Víctor no podría
faltar a su compromiso, era demasiado importante para él. Se despidieron con la
apurada indiferencia de una partida que urge.
–Volveré en cuanto pueda, mamita… tú sabes que tengo que ir… mantén la
calma –
dijo Víctor.
2 JARA, Joan. “Un Canto Truncado”. LOM Ediciones.
Santiago, 1983. Reeditado el 2007 P. 240
–Chao…
Joan permaneció
en la casa pegada a la radio. La señal de las emisiones de izquierda se
interfería mientras bombardeaban las estaciones. Luego, como un trueno, escuchó
pasar los aviones de propulsión, camino a la Moneda. El sonido de la explosión
le recordó su infancia en Inglaterra, durante la Segunda Guerra Mundial. Sonaba
tan fuerte que parecía estar muy cerca. Joan llamó con un grito a las niñas que
jugaban en el jardín. Las convenció de que todo era un juego, para que no se
preocuparan. Poco rato después, el amenazante ruido de helicópteros volvió a
romper el silencio, estaban muy cerca. Joan subió al balcón de su pieza, en el segundo piso y los vio “rasantes sobre la copa de los árboles, en el aire
suspendidos como siniestros
insectos, ametrallando la casa de Allende”3.
Sonó el
teléfono, era Víctor llamando desde la Universidad Técnica. Joan no pudo ocultar
su preocupación, le contó todo lo que había visto y escuchado, le preguntó
cuando volvería a la casa, pero este no logró responderle con claridad. No fue
mucho lo que hablaron. Él llamaba sólo para cerciorarse que estuviesen bien.
Había una inmensa fila que quería utilizar el teléfono y tuvo que colgarle
antes que pudiera seguir hablando.
Joan
pasó durante todo el día entre la radio y el teléfono. Amigos llamaban
preguntando cómo se encontraban la familia y si sabían de otras personas. Sólo
llamadas cortas, apenas comentaron lo que estaba pasando. “Tenemos que suponer
que todos los teléfonos están intervenidos”, asumió Joan. Víctor volvió a
llamar alrededor de las cuatro y media de la tarde.
3. Ibíd. P. 240
–Tengo que quedarme aquí… será
difícil que vuelva por el toque de queda. A primera hora de la mañana en cuanto
lo levanten, vuelvo a la casa… Mamita te quiero –dice Víctor.
–Yo también te quiero… –pero Joan
se atraganta mientras le dice, y él ya ha cortado la comunicación. 4
Joan no pudo
dejar de pensar en Víctor. Al caer la noche se sentía con una impotencia enorme
y se preguntaba cómo se encontraría, si tendría hambre o frío. Se sentía
culpable de no haberle pasado una chaqueta para que se abrigara. No podía
convencerse de lo que estaba pasando, no concebía la amenaza de muerte que le
impedía salir de su casa. No pudo conciliar el sueño en toda la noche, los
nervios la consumían. Y menos podría dormir con los continuos sonidos de
metralleta, algunos distantes, otros no tanto. Se imaginaba que antes del toque
de queda, Víctor podría haber salido de la Universidad y haber ido a la casa de
algún compañero, por ahí cerca.
El toque de
queda se levantó a última hora de la mañana. Joan vio por la ventana como todo
el mundo salió en masa a comprar el pan y otros víveres. En esa oportunidad, la
cola del almacén estaba controlada por los militares, varios golpearon y
amenazaron a la gente.
Joan
seguía muy nerviosa, anhelaba que Víctor llegara pronto, imaginaba
escuchar el familiar sonido de la Renoleta
estacionándose en la entrada de la casa. Miraba por la
4 Ibíd. P.242
ventana y el espacio del auto
estaba siempre vacío, no había señal de su esposo. Calculaba cuanto tiempo le
llevaría manejar desde la Universidad Técnica hasta la casa. Su mente regresó
de súbito a la realidad y cuando se dio cuenta de que no había dinero en la
casa. Pensó en su amigo Alberto que había colaborado con las Juntas de
Abastecimiento y Precios (JAP) y que tenía un negocio en el sector. Con algo de
suerte, él podría cambiarle un cheque. Su tienda estaba a dos cuadras de la
casa. Salió de la casa y mientras caminaba por la calle vio pasar dos camiones
a alta velocidad llenos de gente, civiles con ametralladoras y fusiles. Joan
asumió que debían ser algunos vecinos fascistas del barrio alto dispuestos a
colaborar con el golpe de Estado. En el negocio, Alberto estaba muy asustado,
días antes ya le habían colocado
bombas fuera de su local. A pesar de eso accedió a prestarle dinero.
Joan caminó de
vuelta a su casa y se encontró con una amiga. Era la mujer de un integrante del
Inti-Illimani que no había ido al trabajo en una repartición gubernamental. Se
acompañaron caminando y conversando, se preguntaban qué sería de sus
compañeros, también se dieron cuenta de que ambas estaban solas, Víctor estaba
atrapado en la Universidad Técnica y el conjunto musical estaba de gira por
Europa. Decidieron volver juntas a casa de Joan y esperar a Víctor, pero él no
llegó. Con el peor ánimo y nauseas, Joan estuvo horas frente al televisor, viendo
los anuncios de los militares que sentenciaban “erradicar el cáncer marxista”,
la noticia oficial de que el presidente había muerto, la Moneda destruida, la
casa de Allende destruida... Los canales repetían las imágenes todo el día, lo
cual era un martirio para Joan, quién sentía que todo se desmoronaba.
En horas de las
la tarde se enteró del ingreso de tanques a la Universidad Técnica del Estado (UTE) y del arresto de la mayoría
de los que ahí se encontraban. De Víctor todavía no tenía señal. Su amiga
Quena, que la llamaba por teléfono constantemente, fue quién se encargó de
buscarlo. Quena podría ser más discreta que Joan, ya que a ella el miedo la inmovilizaba, no se atrevía a salir a
buscarlo o a llamar la atención con respecto a su marido. Pensaba que cualquier
movimiento podría ponerlo en peligro.
Al día
siguiente, el miércoles 12 durante la mañana, Quena volvió a llamar. Averiguó
que la gente de la Universidad Técnica había sido trasladada al Estadio Chile,
el mismo estadio donde Víctor había cantado muchas veces. Las mujeres que se
encontraban cautivas en la UTE fueron separadas de los hombres y la mayoría
liberadas, una de ellas le informó a Quena de lo que ahí pasaba, pero no sabía
con exactitud si Víctor estaba entre los llevados al estadio.
Durante la
tarde Joan recibió otra llamada y corrió al teléfono. La voz que le habló
sonaba nerviosa y desconocida, preguntó si estaba por ahí la compañera Joan.
–Tú no me conoces, compañera, pero
tengo un mensaje para ti de tu marido. Acabo de salir del Estadio Chile. Víctor
está allí. Me pidió que te dijera que trates de mantener la calma y quedarte en
la casa con las niñas, que él dejó el coche en el estacionamiento de la
Universidad Técnica y que quizá tú puedas enviar a alguien para que te lo traiga.
No cree que lo dejen salir del estadio – dijo la nerviosa voz masculina.
A pesar de que
Joan quiso preguntarle más, eso fue todo lo que dijo. Transmitió el mensaje,
deseó buena suerte y colgó. Joan al menos sabía con certeza el paradero de
Víctor, pero eso no la consolaba. Quena llamó unos minutos más tarde y Joan le
informó la llamada anónima. La amiga
intentó por muchos medios ayudarla, acudió hasta al Cardenal Raúl Silva
Henríquez para que interviniera y poner a Víctor a salvo. Joan no se movió de donde
estaba. “Me inmovilizaban el terror de identificar a Víctor – suponiendo que
todavía no supieran quién era -, las instrucciones que me había transmitido y
mi fe ciega en el poder y la organización del Partido Comunista que, según yo creía, conocería la mejor manera de
proteger a personas como él”,
explica Joan.5
El
día viernes se levantó el toque de queda por un breve plazo. Joan emergió de su
parálisis mental y salió de su casa a buscar el auto al otro lado de Santiago.
Tomó el autobús en la parada cerca de su
casa en la comuna de Las Condes. Todo aparentaba normalidad, pero el aire no
parecía refrescar su mente. Los almacenes estaban abiertos, la gente caminaba,
el autobús pasó sin mucha demora como de costumbre, la única diferencia eran la
apabullante presencia los militares. Tanto en Las Condes como en el centro
estaban por todas partes. El trayecto hasta la Universidad Técnica obligaba al
autobús pasar por la Alameda, la avenida principal, donde se encontraba la casa
de la Moneda, recientemente bombardeada. Al pasar por el frente, toda la gente
del autobús se abalanzó a mirar por la ventana. El edificio estaba en ruinas,
un esqueleto. La imagen duró tan
sólo un momento, un impacto, luego el
trayecto siguió y el edificio quedó atrás. Varias cuadras más adelante, Joan
descendió en Estación Central. Las calles de aquel mercado estaban tan
concurridas como de costumbre,
Joan se mezcló entre la gente y dirigió sus pasos a la calle lateral que
5 Ibíd.
P. 244
conducía al Estadio Chile. Había
mucha gente en la entrada esperando, se quedó detrás de la multitud sin acercarse demasiado y sin
llamar la atención. La entrada era custodiada por firmes y amenazantes soldados
con armas en posición de disparar. Su marido estaba encerrado ahí y entrar era
imposible. Joan siguió su trayecto desconsolada, salió del
tumulto y caminó sola hacia la UTE que no estaba muy lejos de ahí. Su
soledad se acrecentó al llegar a una
universidad muy grande y desierta. El ahogado sonido de una ciudad tensa
quedaba atrás y la fresca brisa de septiembre la seguía. Los vidrios y
ventanales estaban rotos, la fachada dañada, todo estaba muy silencioso. La
renoleta era lo único que existía en medio de un enorme estacionamiento vacío.
Seguramente había militares cerca, pero no se hacían presentes, sólo había un
anciano sentado en la pared. Joan se acercó al auto nerviosa, y cuando se
detuvo junto a la puerta, se dio cuenta que estaba parada sobre un charco de
sangre que emanaba por debajo. La ventanilla estaba rota y había muchos vidrios
en el interior. Joan rápidamente empezó a probar las llaves para ver si alguna
funcionaba, luego ve que el hombre de la pared se acercó.
–¿Quién es usted? –le grita el anciano.
–Es mi auto –tartamudea Joan– es el auto de mi marido… Lo dejó aquí.
–Entonces está bien –responde– Se lo estaba
cuidando a don Víctor. Encontré su carnet en el suelo. Será mejor que lo tengas
tú –y se lo entrega.
–¿Pero de dónde viene toda esa sangre? ¿De quién es? –le pregunta Joan.
–Supongo que alguien le dio una
puñalada a un ladrón que intentó robarlo. Por aquí se ha derramado mucha sangre
últimamente. Será mejor que se vaya cuanto antes. Aquí corre peligro. 6
Juntos sacaron
los vidrios rotos de los asientos del auto para que Joan pudiera conducir,
luego el anciano insistió que se alejara. Joan volvió a casa con el auto. No
sabía qué hacer, sólo podía retornar al hogar. Al pasar nuevamente por la
Moneda, prefirió no mirar hacia el lado, pero sus ojos la traicionaron.
Durante el fin
de semana, llegó a verla la señora Marta, una amiga y funcionaria del Ballet
donde Joan hacía clases. Su compañía la ayudo, necesitaba a alguien con quién
conversar de frente, ya que pasaba mucho tiempo hablando por teléfono. Comenzó
a desesperarse no sólo por Víctor, también le preocupaba el destino de sus
conocidos y amigos. “Todos los
dirigentes de la
Unidad Popular estaban detenidos
u ocultos y los
buscaban como criminales. Otros
amigos habían desaparecido”7.
La madrugada
del domingo, después de otra noche de insomnio mirando el techo. Joan decidió
salir nuevamente. No dormía mucho así que se levantó en un solo movimiento y
rápidamente fue al armario a buscar ropa guardada que no había utilizado en
años. Sacó prendas de Mark & Spencer, se tomó el pelo en un moño, se puso lentes
oscuros. Se miró al espejo, estaba disfrazada como la inglesa que era, pero que
hacía mucho tiempo había
6 Ibíd. P. 246
7 Ibíd.
P.246
dejado atrás, y además estaba de incógnito. Se
dirigió a la residencia del embajador, sabía que como era domingo había más
posibilidad de encontrarlo en su casa.
Se paró frente
al portón de fierro de la enorme mansión, en la entrada había un policía que la
miraba, y Joan dudó que el guardia no creyera que era inglesa. Uno de los
criados salió a atenderla y la mujer inmediatamente le dijo que era británica y
necesitaba ayuda. El criado le pidió que esperara, no le abrió la puerta. El
policía seguía mirándola, pero ambos permanecieron en silencio. Después de unos
instantes salió un joven evidentemente británico que le pidió disculpas por
tantas precauciones. Joan en un incoherente y entrecortado inglés, le respondió
al joven que su marido se encontraba detenido en el Estadio Chile, que temía
por su seguridad y solicitaba ayuda.
–¿Es súbdito británico? De lo
contrario, usted sabe muy bien que no podemos hacer nada –dijo el hombre.
–No, es chileno, pero creo que
corre un peligro especial porque es una persona conocida. Por favor, traten de
hacer algo para ayudarle… Si saben que la Embajada Británica se interesa por
él, quizá podamos salvarlo.
–No creo que podamos hacer nada,
pero dadas las circunstancias, probablemente lo más aconsejable sea que nuestro
Agregado Naval pregunte por él a las autoridades militares. Veré qué podemos
hacer, pero no le prometo nada. Le llamaré por
teléfono si tengo alguna noticia.
Joan se fue del
lugar, sin saber si lo que hizo estaba bien o mal. Ignoraba si su marido estaba
vivo o muerto. Lo único que tenía eran pistas de donde estaba, si no tenía
consigo su carnet, era seguramente
porque esperaba que no lo reconocieran, su aspecto después de todo era el de la
mayoría de los chilenos. Joan no podía imaginar qué era de él y no sentía que
pudiera hacer algo para ayudarlo de otra forma, lo único que esperaba era no
haberlo traicionado con aquella visita a la embajada.
“El lunes es
una laguna en mi memoria. Supongo que hice todos los movimientos que
corresponden a estar viva. Por decreto militar, mañana debemos sacar las
banderas para celebrar el día de la Independencia de Chile”. 8 Joan había pasado aquellos días, en la mayor de las incertidumbres. No veía a su marido
desde hacía una semana, lo único que
quería era saber de él. La noche
del lunes fue otra donde el espacio de Víctor en la cama estaba vacío. Entre
sueños y soledades se despertó en la mañana con los ladridos de su perro. Había
alguien en la puerta. Joan se asomó por la ventana y vio a un muchacho
desconocido y muy joven que preguntaba por ella. Sus ruegos se escucharon,
tenían que ser noticias de Víctor. Inmediatamente se puso la bata de
levantarse, se arregló el pelo mientras bajaba por las escaleras y salió a
recibirlo.
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