jueves, 2 de junio de 2016

Hector y la odisea del cadaver de Víctor Jara 5



Capítulo 3:


Joan / “Paloma quiero contarte”

Basado en el libro “Un Canto Truncado” de Joan Turner Jara (1983) y entrevistas a la misma.
Aquella mañana del martes 11 de septiembre todo estaba paralizado y tenso. Corrían rumores sobre un despliegue militar en Valparaíso y en los informativos la huelga de los camioneros no daba tregua. Como de costumbre, Joan escuchaba las noticias en la radio del auto cuando fue a dejar a sus hijas al colegio Manuel de Salas en Ñuñoa. Regresó a casa  con Amanda, la más pequeña. Los alumnos de los niveles más jóvenes habían sido devueltos con sus padres, se presentía que algo ocurriría pronto. Todo estaba tan tenso que poco después de llegar a casa, Víctor ya estaba levantado y le recomendó ir a buscar a Manuela, la mayor. Ambas regresaban a casa, a eso de las nueve y algo de la mañana, iban escuchando en la radio el entrecortado discurso del presidente Salvador Allende que sonaba como una triste e inevitable despedida.


Cuando llegaron a la casa, Joan estaba acelerada y acongojada y Víctor la estaba esperando para salir con el auto. “Aquella mañana Víctor debía cantar en la Universidad Técnica, en la inauguración de una exposición sobre los horrores de la guerra civil y el fascismo, donde hablaría Allende”.2 Había decidido seguir las instrucciones de la Central Única  de  Trabajadores  (CUT)  y  presentarse  a  trabajar.  Una  responsabilidad  que    era
prácticamente un acto simbólico y una manifestación expresa de apoyo a Allende. Joan sabía que Víctor no podría faltar a su compromiso, era demasiado importante para él. Se despidieron con la apurada indiferencia de una partida que urge.




–Volveré en cuanto pueda, mamita… tú sabes que tengo que ir… mantén la calma –

dijo Víctor.



2 JARA, Joan. “Un Canto Truncado”. LOM Ediciones. Santiago, 1983. Reeditado el 2007 P. 240

–Chao…

Joan permaneció en la casa pegada a la radio. La señal de las emisiones de izquierda se interfería mientras bombardeaban las estaciones. Luego, como un trueno, escuchó pasar los aviones de propulsión, camino a la Moneda. El sonido de la explosión le recordó su infancia en Inglaterra, durante la Segunda Guerra Mundial. Sonaba tan fuerte que parecía estar muy cerca. Joan llamó con un grito a las niñas que jugaban en el jardín. Las convenció de que todo era un juego, para que no se preocuparan. Poco rato después, el amenazante ruido de helicópteros volvió a romper el silencio, estaban muy cerca. Joan subió al balcón de su pieza, en el segundo piso y los vio “rasantes sobre la copa de los árboles, en el aire
suspendidos como siniestros insectos, ametrallando la casa de Allende”3.
Sonó el teléfono, era Víctor llamando desde la Universidad Técnica. Joan no pudo ocultar su preocupación, le contó todo lo que había visto y escuchado, le preguntó cuando volvería a la casa, pero este no logró responderle con claridad. No fue mucho lo que hablaron. Él llamaba sólo para cerciorarse que estuviesen bien. Había una inmensa fila que quería utilizar el teléfono y tuvo que colgarle antes que pudiera seguir hablando.


Joan pasó durante todo el día entre la radio y el teléfono. Amigos llamaban preguntando cómo se encontraban la familia y si sabían de otras personas. Sólo llamadas cortas, apenas comentaron lo que estaba pasando. “Tenemos que suponer que todos los teléfonos están intervenidos”, asumió Joan. Víctor volvió a llamar alrededor de las cuatro y media de la tarde.
3. Ibíd. P. 240



–Tengo que quedarme aquí… será difícil que vuelva por el toque de queda. A primera hora de la mañana en cuanto lo levanten, vuelvo a la casa… Mamita te quiero –dice Víctor.
–Yo también te quiero… –pero Joan se atraganta mientras le dice, y él ya ha cortado la comunicación. 4

Joan no pudo dejar de pensar en Víctor. Al caer la noche se sentía con una impotencia enorme y se preguntaba cómo se encontraría, si tendría hambre o frío. Se sentía culpable de no haberle pasado una chaqueta para que se abrigara. No podía convencerse de lo que estaba pasando, no concebía la amenaza de muerte que le impedía salir de su casa. No pudo conciliar el sueño en toda la noche, los nervios la consumían. Y menos podría dormir con los continuos sonidos de metralleta, algunos distantes, otros no tanto. Se imaginaba que antes del toque de queda, Víctor podría haber salido de la Universidad y haber ido a la casa de algún compañero, por ahí cerca.


El toque de queda se levantó a última hora de la mañana. Joan vio por la ventana como todo el mundo salió en masa a comprar el pan y otros víveres. En esa oportunidad, la cola del almacén estaba controlada por los militares, varios golpearon y amenazaron a la gente.


Joan seguía muy nerviosa, anhelaba que Víctor llegara pronto, imaginaba escuchar  el familiar sonido de la Renoleta estacionándose en la entrada de la casa. Miraba por la
4 Ibíd. P.242

ventana y el espacio del auto estaba siempre vacío, no había señal de su esposo. Calculaba cuanto tiempo le llevaría manejar desde la Universidad Técnica hasta la casa. Su mente regresó de súbito a la realidad y cuando se dio cuenta de que no había dinero en la casa. Pensó en su amigo Alberto que había colaborado con las Juntas de Abastecimiento y Precios (JAP) y que tenía un negocio en el sector. Con algo de suerte, él podría cambiarle un cheque. Su tienda estaba a dos cuadras de la casa. Salió de la casa y mientras caminaba por la calle vio pasar dos camiones a alta velocidad llenos de gente, civiles con ametralladoras y fusiles. Joan asumió que debían ser algunos vecinos fascistas del barrio alto dispuestos a colaborar con el golpe de Estado. En el negocio, Alberto estaba muy asustado, días antes ya le habían colocado bombas fuera de su local. A pesar de eso accedió a prestarle dinero.


Joan caminó de vuelta a su casa y se encontró con una amiga. Era la mujer de un integrante del Inti-Illimani que no había ido al trabajo en una repartición gubernamental. Se acompañaron caminando y conversando, se preguntaban qué sería de sus compañeros, también se dieron cuenta de que ambas estaban solas, Víctor estaba atrapado en la Universidad Técnica y el conjunto musical estaba de gira por Europa. Decidieron volver juntas a casa de Joan y esperar a Víctor, pero él no llegó. Con el peor ánimo y nauseas, Joan estuvo horas frente al televisor, viendo los anuncios de los militares que sentenciaban “erradicar el cáncer marxista”, la noticia oficial de que el presidente había muerto, la Moneda destruida, la casa de Allende destruida... Los canales repetían las imágenes todo el día, lo cual era un martirio para Joan, quién sentía que todo se desmoronaba.

En horas de las la tarde se enteró del ingreso de tanques a la Universidad Técnica  del Estado (UTE) y del arresto de la mayoría de los que ahí se encontraban. De Víctor todavía no tenía señal. Su amiga Quena, que la llamaba por teléfono constantemente, fue quién se encargó de buscarlo. Quena podría ser más discreta que Joan, ya que a ella el miedo la inmovilizaba, no se atrevía a salir a buscarlo o a llamar la atención con respecto a su marido. Pensaba que cualquier movimiento podría ponerlo en peligro.


Al día siguiente, el miércoles 12 durante la mañana, Quena volvió a llamar. Averiguó que la gente de la Universidad Técnica había sido trasladada al Estadio Chile, el mismo estadio donde Víctor había cantado muchas veces. Las mujeres que se encontraban cautivas en la UTE fueron separadas de los hombres y la mayoría liberadas, una de ellas le informó a Quena de lo que ahí pasaba, pero no sabía con exactitud si Víctor estaba entre los llevados al estadio.


Durante la tarde Joan recibió otra llamada y corrió al teléfono. La voz que le habló sonaba nerviosa y desconocida, preguntó si estaba por ahí la compañera Joan.


–Tú no me conoces, compañera, pero tengo un mensaje para ti de tu marido. Acabo de salir del Estadio Chile. Víctor está allí. Me pidió que te dijera que trates de mantener la calma y quedarte en la casa con las niñas, que él dejó el coche en el estacionamiento de la Universidad Técnica y que quizá tú puedas enviar a alguien para que te lo traiga. No cree que lo dejen salir del estadio – dijo la nerviosa voz masculina.

A pesar de que Joan quiso preguntarle más, eso fue todo lo que dijo. Transmitió el mensaje, deseó buena suerte y colgó. Joan al menos sabía con certeza el paradero de Víctor, pero eso no la consolaba. Quena llamó unos minutos más tarde y Joan le informó la  llamada anónima. La amiga intentó por muchos medios ayudarla, acudió hasta al Cardenal Raúl Silva Henríquez para que interviniera y poner a Víctor a salvo. Joan no se movió de donde estaba. “Me inmovilizaban el terror de identificar a Víctor – suponiendo que todavía no supieran quién era -, las instrucciones que me había transmitido y mi fe ciega en el poder y la organización del Partido Comunista que, según yo creía, conocería la mejor manera  de
proteger a personas como él”, explica Joan.5


El día viernes se levantó el toque de queda por un breve plazo. Joan emergió de su parálisis mental y salió de su casa a buscar el auto al otro lado de Santiago. Tomó el  autobús en la parada cerca de su casa en la comuna de Las Condes. Todo aparentaba normalidad, pero el aire no parecía refrescar su mente. Los almacenes estaban abiertos, la gente caminaba, el autobús pasó sin mucha demora como de costumbre, la única diferencia eran la apabullante presencia los militares. Tanto en Las Condes como en el centro estaban por todas partes. El trayecto hasta la Universidad Técnica obligaba al autobús pasar por la Alameda, la avenida principal, donde se encontraba la casa de la Moneda, recientemente bombardeada. Al pasar por el frente, toda la gente del autobús se abalanzó a mirar por la ventana. El edificio estaba en ruinas, un esqueleto. La imagen duró tan sólo un momento,  un impacto, luego el trayecto siguió y el edificio quedó atrás. Varias cuadras más adelante, Joan descendió en Estación Central. Las calles de aquel mercado estaban tan concurridas como de costumbre, Joan se mezcló entre la gente y dirigió sus pasos a la calle lateral que
5  Ibíd. P. 244

conducía al Estadio Chile. Había mucha gente en la entrada esperando, se quedó detrás de  la multitud sin acercarse demasiado y sin llamar la atención. La entrada era custodiada por firmes y amenazantes soldados con armas en posición de disparar. Su marido estaba encerrado ahí y entrar era imposible. Joan siguió su trayecto desconsolada, salió  del  tumulto y caminó sola hacia la UTE que no estaba muy lejos de ahí. Su soledad se  acrecentó al llegar a una universidad muy grande y desierta. El ahogado sonido de una ciudad tensa quedaba atrás y la fresca brisa de septiembre la seguía. Los vidrios y ventanales estaban rotos, la fachada dañada, todo estaba muy silencioso. La renoleta era lo único que existía en medio de un enorme estacionamiento vacío. Seguramente había militares cerca, pero no se hacían presentes, sólo había un anciano sentado en la pared. Joan se acercó al auto nerviosa, y cuando se detuvo junto a la puerta, se dio cuenta que estaba parada sobre un charco de sangre que emanaba por debajo. La ventanilla estaba rota y había muchos vidrios en el interior. Joan rápidamente empezó a probar las llaves para ver si alguna funcionaba, luego ve que el hombre de la pared se acercó.


–¿Quién es usted? –le grita el anciano.

–Es mi auto –tartamudea Joan– es el auto de mi marido… Lo dejó aquí.

–Entonces está bien –responde– Se lo estaba cuidando a don Víctor. Encontré su carnet en el suelo. Será mejor que lo tengas tú –y se lo entrega.
–¿Pero de dónde viene toda esa sangre? ¿De quién es? –le pregunta Joan.

–Supongo que alguien le dio una puñalada a un ladrón que intentó robarlo. Por aquí se ha derramado mucha sangre últimamente. Será mejor que se vaya cuanto antes. Aquí corre peligro. 6

Juntos sacaron los vidrios rotos de los asientos del auto para que Joan pudiera conducir, luego el anciano insistió que se alejara. Joan volvió a casa con el auto. No sabía qué hacer, sólo podía retornar al hogar. Al pasar nuevamente por la Moneda, prefirió no mirar hacia el lado, pero sus ojos la traicionaron.


Durante el fin de semana, llegó a verla la señora Marta, una amiga y funcionaria del Ballet donde Joan hacía clases. Su compañía la ayudo, necesitaba a alguien con quién conversar de frente, ya que pasaba mucho tiempo hablando por teléfono. Comenzó a desesperarse no sólo por Víctor, también le preocupaba el destino de sus conocidos y amigos.  “Todos  los  dirigentes  de  la  Unidad  Popular estaban  detenidos  u  ocultos  y los
buscaban como criminales. Otros amigos habían desaparecido”7.


La madrugada del domingo, después de otra noche de insomnio mirando el techo. Joan decidió salir nuevamente. No dormía mucho así que se levantó en un solo movimiento y rápidamente fue al armario a buscar ropa guardada que no había utilizado en años. Sacó prendas de Mark & Spencer, se tomó el pelo en un moño, se puso lentes oscuros. Se miró al espejo, estaba disfrazada como la inglesa que era, pero que hacía mucho tiempo había






6  Ibíd. P. 246
7 Ibíd. P.246

dejado atrás, y además estaba de incógnito. Se dirigió a la residencia del embajador, sabía que como era domingo había más posibilidad de encontrarlo en su casa.


Se paró frente al portón de fierro de la enorme mansión, en la entrada había un policía que la miraba, y Joan dudó que el guardia no creyera que era inglesa. Uno de los criados salió a atenderla y la mujer inmediatamente le dijo que era británica y necesitaba ayuda. El criado le pidió que esperara, no le abrió la puerta. El policía seguía mirándola, pero ambos permanecieron en silencio. Después de unos instantes salió un joven evidentemente británico que le pidió disculpas por tantas precauciones. Joan en un incoherente y entrecortado inglés, le respondió al joven que su marido se encontraba detenido en el Estadio Chile, que temía por su seguridad y solicitaba ayuda.


–¿Es súbdito británico? De lo contrario, usted sabe muy bien que no podemos hacer nada –dijo el hombre.
–No, es chileno, pero creo que corre un peligro especial porque es una persona conocida. Por favor, traten de hacer algo para ayudarle… Si saben que la Embajada Británica se interesa por él, quizá podamos salvarlo.
–No creo que podamos hacer nada, pero dadas las circunstancias, probablemente lo más aconsejable sea que nuestro Agregado Naval pregunte por él a las autoridades militares. Veré qué podemos hacer, pero no le prometo nada. Le llamaré por  teléfono si tengo alguna noticia.


Joan se fue del lugar, sin saber si lo que hizo estaba bien o mal. Ignoraba si su marido estaba vivo o muerto. Lo único que tenía eran pistas de donde estaba, si no tenía

consigo su carnet, era seguramente porque esperaba que no lo reconocieran, su aspecto después de todo era el de la mayoría de los chilenos. Joan no podía imaginar qué era de él y no sentía que pudiera hacer algo para ayudarlo de otra forma, lo único que esperaba era no haberlo traicionado con aquella visita a la embajada.


“El lunes es una laguna en mi memoria. Supongo que hice todos los movimientos que corresponden a estar viva. Por decreto militar, mañana debemos sacar las banderas para celebrar el día de la Independencia de Chile”. 8 Joan había pasado aquellos días, en la  mayor de las incertidumbres. No veía a su marido desde hacía una semana, lo único que
quería era saber de él. La noche del lunes fue otra donde el espacio de Víctor en la cama estaba vacío. Entre sueños y soledades se despertó en la mañana con los ladridos de su perro. Había alguien en la puerta. Joan se asomó por la ventana y vio a un muchacho desconocido y muy joven que preguntaba por ella. Sus ruegos se escucharon, tenían que ser noticias de Víctor. Inmediatamente se puso la bata de levantarse, se arregló el pelo mientras bajaba por las escaleras y salió a recibirlo.

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