jueves, 2 de junio de 2016

Héctor y la odisea del cadáver de Víctor Jara 6



Capitulo 4:


Joan y Héctor / “Juntos iremos, unidos en la sangre”

Martes, 18 de septiembre (parte 2)

Hablaron mucho durante el trayecto, Joan se sentía con la confianza suficiente de contarle cosas personales sobre Víctor, pero al mismo tiempo a veces parecía que su conciencia se iba a otras partes. Era una autómata al volante, hablando por hablar.
–Bueno, Víctor cayó por lo que siempre creyó… –decía Joan.

Héctor no quiso ser descortés, le hablaba de su vida personal también. Sobre su numerosa familia que residía en Conchalí y como habían llegado todos a habitar juntos en  la misma casa en esos días terribles. Coincidió que el auto transitaba rápido y solitario cerca de su barrio en la actual comuna de Independencia. Comentaron también acerca de  personas y amigos de quienes tenían noticia.
–Detuvieron a Ángel.

–¿Ángel Parra?

–Sí, me avisaron que lo fueron a buscar a su casa y se lo llevaron detenido al

Estadio Nacional… y ¿qué será de Pablo? – se pregunta Joan.



La mujer guardaba cariño a muchas personas de distintas procedencias, recordó desde gente muy humilde, hasta los más grandes artistas. Conocía personalmente a Pablo Neruda, con Víctor habían sido invitados un par de veces a su casa; Héctor también tuvo la oportunidad de conocerlo, gracias a la militancia de su padre estuvo incluso en su hogar. Ambos  sabían que  la salud  del  poeta había decaído  gravemente  y no podían pensar cual

sería el trato que los militares darían para una figura tan importante y a la vez tan controversialmente comunista.


Cerca de las once de la mañana estacionaron el auto a unas cuadras de la Morgue. Permanecieron en el auto un momento. Joan tenía aspecto muy decaído, la noticia la había afectado muchísimo. Héctor reiteró la horrorosa descripción que comenzara advirtiéndole en su casa. Debía estar preparada con lo que se encontraría en aquel lugar. Las  instrucciones de no llamar la atención venían implícitas al compromiso de ayudarla.


–Usted tiene que ser fuerte. Valiente ¿me oyó? No se me vaya a desmayar ¿Mire  que qué voy a hacer yo si la tengo que cargar a usted? – previene Héctor.


Era un joven de 23 años, de altura mediana, bastante delgado y fino. Joan, por el contario, era una bailarina alta y fornida de 46, una caucásica europea, rubia que no dejaba de llamar la atención por muy neutra que fuera su vestimenta. Joan asintió y prometió hacerle caso, se armó de fuerzas y se levantó como si la parte exhausta de su mente se guardara en otro lado.


En la entrada lateral del Servicio Médico Legal, la misma por donde Héctor había entrado la primera vez, un carabinero con casco negro hacía guardia de pie muy firme con una metralleta en las manos. Afortunadamente era el policía que estuvo los días en que Héctor se presentó a trabajar. Lo saludó formalmente y sacó su credencial de funcionario, pero no la mostró sabiendo que ya lo conocía.

–La colega también es funcionaria.

–Pasen –dijo el policía.



Con naturalidad, ingresaron sin despertar sospechas. Pasaron por el pasillo blanco que los conducía al estacionamiento de ambulancias. El sol que entraba por los ventanales a esa hora del día se reflejaba en el pasillo de entrada y los encandilaba. Al salir de aquella galería y recuperar la vista, Joan no pudo contener una expresión de horror. Era el infierno que Héctor describía. Cientos de cuerpos apilados en el suelo, gente lanzando cadáveres de camiones como si fueran sacos en una feria, sangre por todas partes… “Sé que mi garganta emite incoherentes ruidos de protesta”, recuerda Joan. Inmediatamente, Héctor reaccionó,  la tomó del brazo y la empujó suavemente hacia atrás, y recordándole su acuerdo de mantener la calma, por muy difícil que fuera. Él, siendo tan sensible, sabía que lo que le estaba pidiendo era casi imposible.


–¡Shhh! No puedes decir nada, recuerda que tienes que ser fuerte, sino vamos a  tener problemas –le susurra.


Ambos se calmaron y nadie notó su leve barullo en el recinto. Sólo una mujer con delantal blanco y mascarilla se acercó a la pareja que seguía hablando despacio y algo escondida cerca del pasillo. Era Anita, colega de Héctor. Este la saludó, la reconocía como una mujer madura de izquierda, socialista acérrima. No había nada que temer, ella sólo se acercaba saludar a Héctor.


–Hola ¿Te tocó turno de nuevo? – dijo Anita.



La funcionaria entonces se percató de la presencia de Joan, de lo mal que estaba y lo mucho que contrastaba con su propio aspecto de delantal blanco. Joan vestía de café, tenía el cabello tomado y lentes oscuros. Sin espacio para preguntas y sabiendo que no haría daño, Héctor reveló su identidad.


–Es la compañera de Víctor Jara, venimos a buscar su cuerpo –aclara.



Anita miró a través de los lentes oscuros un momento y luego la abrazó cálidamente sin decir nada. Héctor pensó que era el primer pésame real que le brindaban a Joan, pero después de todo su discurso sobre la valentía y las recomendaciones de mantener la calma, se veía algo incómodo con ese abrazo. No sabía como romper el momento de emoción. En el auto, le había exigido a Joan que, en ese minuto, “tendría derecho a tener todas las emociones, pero no tenía el derecho a llorar ni de expresar su dolor”. Joan recibió ese abrazo, pero no lo prolongó y su rostro no expresó mueca alguna. Anita le deseó suerte, se despidió y se dirigió de vuelta a su puesto. Héctor y Joan siguieron sus pasos. Ambos funcionarios comenzaron a señalarle a Joan detalles de los muertos que iban pasando en su camino. Los que se encontraban vestidos, los desnudos, los jóvenes, los viejos. Héctor le mostró a Joan el grupo que llegó desde la Universidad Técnica, pero no se detuvieron a observar. Más adelante, siguieron su paso entre cadáveres y Héctor hizo una mueca de profundo desagrado al ver el patético trato contra un individuo: era un hombre obeso y moreteado, con su uniforme de obrero roto a medio poner y su casco, coronando la escena encima su enorme estómago.

Pasaron al siguiente pasillo, que los llevó al sector del recinto donde estaba Víctor el día anterior, pero al llegar al lugar el cuerpo no estaba. La larga fila de cincuenta personas, fue remplazada por otras cincuenta y no había rastro de las que Kiko encontró. A Héctor le dio un vuelco el corazón, se puso muy nervioso.


–¡Pero si estaba aquí! No se preocupe, lo debieron haber trasladado. Quédese aquí, yo vuelvo altiro.


Héctor dejó sola a Joan unos minutos. No fue muy lejos a hablar con otros funcionarios que conocía. Eran colegas de oficina suyos, pero sin cerciorarse que fueran confiables, les preguntó por los cuerpos que estaban ahí enfilados el día domingo. Sus colegas no respondieron, quisieron saber la raíz de la pregunta. Héctor estaba alterado y no fue tan locuaz para inventar algo. Confesó apremiado, pero con un tono de voz seguro, como si fuera un trámite que estaba haciendo.


–Soy muy amigo de Víctor Jara, estudié con su señora y está allá al fondo. El cadáver, lo venimos a buscar y no sé adonde está ¿Ustedes saben donde está? – preguntó Héctor. Hubo un silencio incómodo por un momento.
–Mira, al grupo de esa gente se lo llevaron al segundo piso. Yo te acompaño si quieres –le dijo un colega.


Entraron los tres al edificio, Joan en medio de los dos funcionarios apoyada del brazo de Héctor. Ingresaron por un pasillo lleno de ordenados cadáveres, en que el sol iluminaba sus cabezas en la esquina inferior. Joan apretó su brazo, pero Héctor la soltó

despacio. La dejó de pie a la entrada del pasillo, para que no tuviera que ver uno a uno  todos esos cuerpos. Héctor buscó a Víctor en la fila. Cuando lo encontró, buscó a Joan con la mirada, le asintió con la cabeza y le hizo un gesto de llamada. Joan contó cerca de veinte personas desde donde estaba. Se detuvo junto a Héctor, frente al cadáver homogéneo de quién parecía otro cuerpo más, pero aquel era su marido. Siguió firme e inexpresiva como  le había pedido Héctor, con una entereza que sorprendía a sus acompañantes.


Joan sintió que algo dentro de ella moría. Lo vio demacrado “¿Qué te han hecho?” susurró, apenas lo reconoció. Ahí en el piso se agachó, y con el borde de su chaqueta limpió su rostro, le besó la mejilla y lo abrazó. Héctor sentía mucha pena, estaba enternecido con aquella escena. El aspecto de Víctor no había cambiado, seguía con el cabello lleno de  tierra y con la ropa desordenada. Se quedaron ahí un momento, hasta que los otros funcionarios se retiraron. Héctor les agradeció, sabía que no podían quedarse ahí mucho tiempo. Un momento después, tocó la espalda de Joan y le pidió que siguieran. Se disponía a comenzar los trámites para sacar el cuerpo de la Morgue.


Caminaron por otros pasillos del edifico hasta llegar al mostrador donde se encontraban las oficinas administrativas. Joan retuvo a Héctor que se dirigía con paso firme hacia la ventanilla.


–Héctor, no puedo más –le dijo Joan.



Esta vez Héctor la dejó sola, la sentó en una silla de la sala de espera y se dirige a la oficina. Sin dificultad él podría encargarse de esta parte, sabía el procedimiento, pero los

mesones de atención estaban desiertos. Héctor no tardó en buscar personalmente a una funcionaria que lo atendiera.


–Oiga, ya no es hora. Son pasadas las doce del día, usted sabe que hoy es feriado y no se entregan los cadáveres. Va a tener que volver mañana – le dice la funcionaria.
–Pero es que no es cualquier persona, es Víctor Jara – le susurra - es amigo mío y  ahí está su viuda. Mírela, ella está muy mal. Mañana yo ya no puedo hacer este trámite. Además yo soy funcionario y estoy trabajando acá, este es el momento para hacer esto, por favor. – le suplicó Héctor. Hubo un silencio.
–Bueno, sólo porque es él se lo vamos a entregar. Y sólo porque usted es funcionario, pero no vaya a decir que fui yo la que se lo entregó. Tampoco me vaya a llegar con más personas, porque sino todos van a querer sacar a los suyos y ahí si que queda la tendalada.


La funcionaria accedió sacar a Víctor legalmente. Buscó un lápiz y juntos completaron los datos del formulario.


–¿Nombre? –preguntó la funcionaria.

–Víctor Lidio Jara Martínez –respondió Héctor.

–¿Profesión?



Héctor se dio vuelta para ver a Joan, quizá ella sería la indicada para responder esa pregunta. Víctor Jara era un artista bastante completo y multifacético, era difícil determinar cuál era su actividad principal, o cuál era la considerada oficial. Joan estaba sentada al  otro

lado de la sala, en un rincón. Héctor la llamó, le habló fuerte y le preguntó cual era la profesión de su marido. No hubo repuesta. Joan parecía no escuchar nada. Héctor no quiso insistir.


–Músico –respondió Héctor finalmente a la funcionaria.

–¿Causa de muerte? –preguntó ella.



La pregunta le parecía ridícula, No sabía qué responder. Se quedó en silencio mirando a la funcionaria, esperando a que ella sola encontrara la respuesta más adecuada a su propia pregunta. Al no haber reacción, Héctor cambió la cara de interrogación por una  de asombro un tanto confuso.


–Pero si lo encontramos aquí ¿No es evidente de qué murió? –dijo Héctor con tono irónico.
–No me venga con eso –replicó la funcionaria– tiene que decirme una causa de muerte, porque sino yo no puedo seguir llenando la ficha y ahí usted no puede sacar el cuerpo.
–Bueno. Por herida de bala será –respondió Héctor sin escándalo.

–¿Fecha de muerte?



Héctor no estaba seguro. Había calculado más o menos una fecha de la muerte, cuando venían en el auto con Joan. A partir de la última llamada telefónica que ella había recibido en la casa, se sabía con certeza que hasta el día 13 Víctor estaba vivo en el Estadio Chile. Y el domingo 16 de septiembre, cuando fue encontrado su cuerpo en la Morgue,

tenía el aspecto de llevar muerto varios días. Héctor hizo un cálculo y eligió la data, su muerte tuvo que haber sido entre esa fecha.


–Murió,  lo  mataron,  no    como  llamarlo,  el  viernes  14  de  septiembre  1973 –

respondió finalmente.

–¿Hora? –siguió la funcionaria.

–¿La hora en que lo encontraron muerto? –preguntó Héctor.



Otra encrucijada, en esta no había pensado.



–Cinco de la mañana – respondió Héctor.



No tenía idea de cual podría ser la hora. Inventar fue lo único que se le ocurrió. Se le vino a la mente un poema que hablaba de un hombre que moría a las cinco de la tarde. Un torero español corneado en la plaza del pueblo ante la multitud por el energético toro. El autor era Federico García Lorca, otro fusilado víctima del fascismo. A Héctor le pareció  más que oportuna la referencia. Pero pensó que los fusilamientos de este estilo han sido históricamente en la madrugada, cuando nadie se da cuenta, en el cobijo cobarde y oculto del miedo civil a la oscuridad. Decidió hacer una mezcla entre las cinco de la tarde y las cinco de la mañana.


Los funcionarios siguieron llenando los datos que correspondían a esa parte del trámite. Luego estamparon un par de timbres y el documento estaba hecho.

–Ya, aquí tiene el certificado de defunción y la autorización de la Morgue, ahora tiene que ir a que le den la autorización del Cementerio para que puedan trasladar el cuerpo del occiso desde el Servio Médico Legal y lo puedan enterrar ¿Me comprende? Para eso tiene que comprar una urna. Eso lo puede hacer por aquí, afuera hay varios locales que venden. No sé si estarán abiertos hoy, como es feriado, pero puede ir a preguntar.
–Okey, muchísimas gracias.



Héctor sacó a Joan de su ensimismamiento. El trámite requería un documento para comprobar su relación con Víctor, lo que significaba traer su certificado de matrimonio. Le explicó también que debían comprar un ataúd, lo cual no era barato.


La funcionaria los guió a otra salida del edificio. Les indicó los negocios del sector para preguntar por urnas y la entrada del Cementerio General, cuya autorización tendrían que conseguir luego. Héctor divisó la enorme cúpula de la fachada. Estaba muy cerca y sabía que no sería necesaria una carroza para transportar el cuerpo, ese era un servicio demasiado caro. Joan se dio cuenta de que no traía suficiente dinero, tendría que ir a buscar la chequera a su casa, pero tampoco tenía como para pagarlo todo. De alguna manera se las debía ingeniar para cubrir los gastos. Quedaron en que Joan tendría que contactar a algún amigo que la ayudara, aún cuando de la mayoría no se sabía nada.


Se dirigieron al Cementerio en busca de la autorización. Al lado de la entrada estaba la administración. En ese momento atendía una joven muy bien vestida, parecía tan joven como  Héctor.  Mientras  tanto,  Joan  se  quedó  en  el  auto,  aceptó  el  ofrecimiento  de su

compañero de encargarse él de todos los trámites. Héctor se acercó y la chica salió algo nerviosa de la oficina. Todo estaba muy silencioso. Las piedras de las paredes parecían mantener todos los ruidos de la ciudad fuera del lugar. Era pasado el mediodía, el aire  estaba cálido y había árboles que daban sombra, en un claro contraste con el ambiente de donde venían. El lugar parecía fuera de peligro, neutro, a pesar de los militares que pasaron frente a la entrada. Ellos no entraban, por superstición tal vez o quizá por órdenes superiores. Héctor lo ignoraba, pero sabía que no estaban lejos.


Como de costumbre, le entregó a la chica su credencial plastificada y se presentó como funcionario del Servicio Nacional de Registro Civil e Identificación. Su pase de entrada a todas partes.


–Mire, yo soy funcionario y tengo aquí la autorización de la Morgue para traer un cuerpo, porque nos dieron el certificado y el pase de sepultación.
–¿Es un familiar suyo?- pregunta la chica.

–No, es un amigo, pero su esposa está esperando en el auto, muy choqueada.

–Se supone que no trabajamos hoy, aunque no ha llegado mucha gente en estos días.

Sólo hay un funeral hoy, para un milico, un general parece que es…

–¿Pero no se puede hacer nada, señorita? Si tengo la autorización de la morgue y todo.


La chica recibió los documentos y comenzó a leerlos. Héctor la miró fijamente, mientras sus ojos pasaban por el papel, esperaba encontrar en ella una expresión que le  diera esperanza de poder concretar el procedimiento y que toda la odisea no fuera en   vano.

La chica se tomó su tiempo para leer. Héctor atento a su rostro vio cómo sus cejas se levantaron de impresión. En seguida ella lo miró de vuelta, pero ninguno pronunció  palabra. La chica levantó el papel e hizo el gesto de tocar una guitarra de aire con las  manos. Héctor se quedó mirándola y puso expresión de interrogación. Luego comprendió y en silencio, repitió el mismo gesto delante de ella, asintiendo con la cabeza mientras rasgueaba su propia guitarra de aire.

Romería de agravio


(Martes, 18 de septiembre en la tarde)



Joan volvió a cruzar Santiago en auto, Héctor iba a su lado. El día se le hacía interminable y aún quedaba la mitad de la miserable jornada. Al llegar a la casa se encontró con sus hijas, pero no quiso hablarles. La Morgue no era un lugar para infantes y no quería que supieran todavía que su padre había muerto. Mucha gente la había llamado por  teléfono, varios colegas y alumnos querían saber cómo estaban ella y Víctor. Uno de ellos insistió y llamó de nuevo, uno que se catalogaba a sí mismo de “momio”, por extraña coincidencia su nombre también era Héctor, Héctor Ibaceta, bailarín del taller de Joan. Hablaron un rato en privado, Joan se encerró en la pieza, le contó lo que había pasado esa mañana, la visita del joven funcionario, la morgue, el cuerpo de Víctor. Su amigo estaba impresionado, se ofreció para pagar por los gastos e insistió en acompañarla a terminar los trámites para sacar el cuerpo. Joan le dijo que lo pasaría a buscar de inmediato.


Con el certificado de matrimonio y los otros documentos en la mano, emprendieron rumbo hacia el centro de Santiago. Pasaron a buscar al otro Héctor a la esquina de calle Agustinas con Enrique Mac-Iver. El bailarín estaba esperando en la esquina. Subió al asiento trasero de la renoleta. Joan los presentó, ambos Héctor no emitieron muchos comentarios acerca de su coincidencia de nombres. Partieron nuevamente rumbo al Servio Médico Legal, y como la vez anterior le explicaron al recién llegado el panorama con que  se encontraría en la morgue; las mismas instrucciones y advertencias que Joan crudamente asimiló.

–¿Usted ha visto alguna vez un muerto o le ha tocado enterrar a alguien? – preguntó Héctor.
–Sí – le dijo Ibaceta.

–¿Es lo suficientemente fuerte como para aguantar lo que le expliqué?

–Sí, no hay problema – le respondió algo intranquilo.

–Bueno, le advierto porque vamos a entrar al mismo infierno- sentenció Héctor.



Al llegar a la Morgue, Joan ya no pronunciaba palabras, estaba muy mal, seguía pálida como la muerte. No quería entrar, ni volver a pasar entre todos esos cadáveres cuyo hedor frío la consumió completamente. Acordaron que ella se quedaría en el auto, entraría sólo cuando fuese necesario y les entregó sus papeles para que ellos continuaran con los trámites administrativos.


Eran pasadas las tres de la tarde, una vez más Héctor Herrera Olguín, funcionario  del Registro Civil, entró a la Morgue por la puerta del costado, lugar de ingreso de los enviados en servicio especial. Esta vez Héctor Ibaceta iba a su lado, y no detuvo nunca el paso detrás de Héctor cuando pasaron juntos al estacionamiento. Pero de a poco su paso se lo aminoró. Sus piernas y todo su cuerpo comenzaron a desvanecerse entre todos estos cadáveres. Al percatarse Héctor lo sujeta.


–¡Usted me dijo que era fuerte! – le dijo Héctor.



Hizo que se pusiera de pie y juntos fueron hasta el lugar de la Morgue donde debían ir a buscar el cajón. Rápidamente, sin que nadie se diera cuenta de su expresión de  espanto,

se sentaron para que Ibaceta se calmara, mientras Héctor fue a hablar con los otros funcionarios. Ibaceta recuperó el aliento, pero no tuvo tiempo de descansar mucho cuando ya era tiempo de pagar. Sólo se dijeron lo necesario entre ellos, no se conocían, tampoco tenían mucho de qué hablar. Héctor observó cómo la firma que coincidía con su nombre quedaba impresa en el recibo. Entre los dos llevaron el cajón al lugar donde estaba el  cuerpo de Víctor, en medio de un pasillo en el segundo piso del edificio.


El ataúd era pesado, pero como estaba vacío, entre los dos pudieron levantarlo perfectamente. Mientras lo cargaban por la escalera hacia el pasillo, Héctor se dio cuenta que el ataúd se caía del otro lado, Ibaceta estaba por desmayarse de nuevo. Héctor decidió dejar el cajón al lado de la escalera, como si fuera un mueble más del recinto mortuorio, y a Ibaceta apoyado en la pared como un solitario y decaído cuerpo más, frente a una hilera de cadáveres. Rápidamente subió a cerciorarse de que el cuerpo estuviera en su lugar. Cruzó el pasillo por donde la vez anterior lo llevó su colega, pero esta vez no divisó el cadáver. Nuevamente se había perdido. Héctor dio dos vueltas por el pasillo, mirando una a una las caras de las personas que tenía en frente. Más que desesperación estaba colmado de impaciencia de que siguiera desapareciendo.


Héctor volvió donde el funcionario que le vendió la urna y le preguntó, sin perder su aliento ni causar sospecha, por la hilera de cuerpos del segundo piso de aquella mañana. El hombre, quién ya sabía que era el cuerpo de Víctor Jara por los papeles que tenían, se levantó y llevó a Héctor a la sala de operaciones, donde se suponía le efectuarían la autopsia.

–Todavía no terminan de hacerle la autopsia –dijo el funcionario.

–Pero, ya hice los trámites con su colega en la administración y como funcionario del Servicio del Registro Civil me dieron la autorización para llevarme el cuerpo  del occiso –le replicó Héctor.


Probablemente, si algún mando militar se hubiese enterado que el cuerpo de Víctor era examinado, habría desaparecido completamente. El empleado no alegó y los dos Héctor le siguieron el paso llevando el ataúd cada uno en una mano. Abrió una puerta y encendió luces de neón que se iluminaron intermitentes, entraron a una sala sin ventanas, con sucios azulejos blancos.


–Ahí está el cuerpo – informó fríamente el funcionario.



Víctor yacía solo, completamente desnudo, sobre un mesón. Su ropa estaba a sus pies. Dejaron el ataúd al lado del mesón y los tres hombres se quedaron contemplándolo en silencio unos segundos. Las heridas parecían más evidentes en ese cuerpo desprovisto de vestimenta. Una imagen muy fuerte que no duró mucho, porque Héctor pidió que lo ayudasen a introducir a Víctor en la urna. Entre los tres lo tomaron con cuidado y lo acomodaron. Luego le pidió a Ibaceta que sacara el poncho de Joan que él llevaba, Héctor  lo tomó y lo cubrió con él. Acomodó su ropa en los pies. Pusieron la mortaja y cerraron el ataúd, que emitió un áspero eco al cerrarse.


–¿Tiene  un  lugar  privado  donde  podamos  dejar  este  ataúd  durante  un  rato? 

preguntó Héctor al hombre.

–¿Cuánto rato?

–Tengo que ir a buscar el transporte para llevarnos el ataúd. No creo que sea  mucho.
–Si, acá al lado hay –respondió el funcionario.



Entre los tres tomaron el ataúd y el empleado los llevó a otra sala. Era parecida a aquella donde estaban, pero no era utilizada y carecía de luz. Héctor reclamó que no podían dejar el cuerpo en la oscuridad. El funcionario ya había previsto la situación y buscó en la sala unas ampolletas, prendió cuatro en toda la sala, pero aún así quedaba muy oscura. Las bombillas, de muy bajo voltaje, no evidenciaban más de 40 watts por cada una. La iluminación le dio a la sala un aspecto aún más lúgubre a la tétrica y sombría carga que tenía aquel lugar.


Ibaceta fue a buscar a Joan, y la llevó a su velorio privado en aquella horrible habitación. Después de mucho rato, el amigo de Joan logró hablar con ella y la consoló. Aquella improvisada capilla servía para que ella hiciera su duelo tranquila. Ibaceta la besó en la mejilla, salió y cerró la puerta. Héctor estaba afuera, esperándolo para dirigirse al Cementerio.


A pocos metros del Servicio Médico Legal se encontraba el Cementerio General de Santiago. Ambos Héctor hicieron el trayecto por avenida La Paz a pie. Estaban muy cerca de sacar el cuerpo de Víctor. En el trayecto, Héctor le contó a Ibaceta que la secretaria del Cementerio se había portado de maravilla con él. Al enterarse de que era Víctor el que querían enterrar, la chica accedió a prestar toda la ayuda que pudiera. No sólo le reservó  un

nicho, sino que les prestaría un carrito para que no tuvieran que pagar por una carroza u  otro tipo de transporte. Estaba completamente prohibido sacar los carritos del cementerio, pero siendo una ocasión especial, un trabajador iría con ellos para acompañarlos hasta la morgue para ayudarlos a cargar el féretro.


Cuando llegaron, vieron a un grupo de trabajadores del cementerio. Todos juntos en grupo, estaban afuera de la oficina de la secretaria que atendió a Héctor. La chica apareció al verlos ingresar. Se saludaron y Héctor le presentó al otro Héctor. Le explicó que él pagaría por el nicho. La chica lo hizo pasar a una oficina donde tendría que llenar unos papeles y entregar el dinero. Mientras, los trabajadores siguieron observando a Héctor, así que este los saludó también.


–¿Uno de ustedes me va a acompañar a la Morgue? –preguntó Héctor.



Los hombres asintieron y comenzaron a darle palmadas en la espalda a uno de ellos. No era el más viejo del grupo, pero tampoco aparentaba ser el más fuerte. Al parecer fue elegido entre sus compañeros para ir a buscar a Víctor Jara. Héctor se quedó con ellos un momento, hasta que Ibaceta salió de la oficina con los papeles en la mano. Los trabajadores le desearon suerte a su compañero que llevaba con nobleza un simple carrito entre las manos. Las ruedas sonaban ásperas contra el pavimento, mientras los tres volvieron a la Morgue a pie.


Cuando volvieron, la entrada estaba llena de gente y se encontraron evadiendo a la multitud con el carrito. Al salir no se habían dado cuenta de la cantidad de personas que   se

había reunido fuera de la Morgue. Lograron ingresar por la puerta principal, mostrando los documentos que llevaban con la autorización del Servicio Médico Legal y del Cementerio, además, por supuesto, de la credencial de funcionario de Héctor. Llegaron hasta la oscura sala donde se encontraba Joan, tocaron la puerta y la encontraron junto al ataúd abierto. Los tres hombres entraron con cautela y la acompañaron contemplando el cuerpo en silencio.


Tuvieron que subir el ataúd a cuestas por las escaleras entre los cuatro, se encontraban en ese momento en el sótano. Luego lo pusieron en el carrito y lo llevaron  hasta la entrada principal. Cuando se abrió la puerta y por fin salieron a la luz del día, cientos de personas se quedaron mirando extrañadas. No se veían muchos ataúdes salir del edificio. Todos estaban en la puerta viendo la lista de difuntos publicada por el Servicio Médico Legal y el Registro Civil. La gente tuvo que apartarse para dejarlos pasar. Ante el flujo de miradas, emprendieron la caminata hacia el Cementerio por Avenida La Paz.


Caminaron en una pequeña procesión silenciosa, no se escuchaba más que el rechinar de las ruedas del carro. Cruzaron el umbral del cementerio y pasaron entre sus calles vacías. Se toparon con un funeral aparentemente militar, algunos de los asistentes vestían uniforme. Héctor los observó con cierta sensación de rencor, la cantidad de flores que decoraba esa tumba era enorme y ellos no llevaban ninguna. “¿Para qué tantas muertes, para qué?”, pensó. Siguieron su camino, hasta el final del recinto. El funcionario del cementerio los llevó por la parte del cementerio donde las lápidas formaban laberintos fúnebres llenos de tumbas en las paredes. En medio de una de las paredes del fondo había un espacio vacío, se detuvieron e hicieron un descanso.

Con la última gota de esfuerzo, entre todos lo levantaron. Con sus propias manos introdujeron el ataúd en el espacio que encajaba justo en una de las corridas superiores de la pared. Héctor empujó el ataúd con sus delgadas manos, hacia adentro en un gesto de despedida. El hombre del cementerio selló el espacio y sacó una pequeña corona de flores que guardaba y la colocó en el nicho. Todos en silencio. No eran más que cuatro personas en aquel humilde funeral clandestino. En aquel lugar donde los muertos descansan, Héctor se quebró, pero su llanto cesó ante las palabras de Joan.


–No hay que recordar este minuto de Víctor. Sino el minuto en que Víctor cantó, su canto que se oyó en tantas partes.


La tarea al fin se había completado. Antes que terminara la tarde, estaban de vuelta en sus casas. Joan los fue a dejar a todos en auto.  Antes de despedirse Héctor le pidió a  Joan que si tenía que contar lo que acaban de vivir, mantuviera su identidad en completo anonimato. No quería tener problemas con los militares y por su seguridad era mejor que fuera un secreto. Se cercioró que en ninguno de los papeles que tan afanosamente ayudó a tramitar apareciera su nombre. Todas las firmas se estamparon del puño de Héctor Ibaceta y de Joan, él quería ser tan sólo un fantasma en esta historia.
 

LA COGIDA Y LA MUERTE


Federico García-Lorca A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte a las cinco de la tarde.

El viento se llevó los algodones a las cinco de la tarde.

Y el óxido sembró cristal y níquel a las cinco de la tarde.

Ya luchan la paloma y el leopardo a las cinco de la tarde.

Y un muslo con un asta desolada a las cinco de la tarde.

Comenzaron los sones del bordón a las cinco de la tarde.

Las campanas de arsénico y el humo a las cinco de la tarde.

En las esquinas grupos de silencio a las cinco de la tarde.

¡Y el toro, sólo corazón arriba! a las cinco de la tarde.

cuando la plaza se cubrió de yodo a las cinco de la tarde,

la muerte puso huevos en la herida a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.
A las cinco en punto de la tarde.


Un ataúd con ruedas es la cama a las cinco de la tarde.

Huesos y flautas suenan en su oído a las cinco de la tarde.

El toro ya mugía por su frente a las cinco de la tarde.

El cuarto se irisaba de agonía a las cinco de la tarde.

A lo lejos ya viene la gangrena a las cinco de la tarde.

Trompa de lirio por las verdes ingles a las cinco de la tarde.

Las heridas quemaban como soles a las cinco de la tarde,

y el gentío rompía las ventanas a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.

¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde! 9


Cuando el sudor de nieve fue llegando                                                                 

a las cinco de la tarde,

9 GARCÍA LORCA, Federico “Obras completas”,
Aguilar. México, D.F. 1991.

No hay comentarios:

Publicar un comentario


Seguidores