sábado, 4 de junio de 2016

Héctor y la odisea del cadáver de Víctor Jara 1




Universidad de Chile
Instituto de la Comunicación e Imagen Escuela de Periodismo
Memoria para optar al título de Periodista

Héctor y la odisea del cadáver de Víctor Jara

Alumna: Manuela Camila Beltrán de la Fuente Profesor guía: Gustavo González Rodríguez


Septiembre 2010


Índice

Capítulo 1:      Romerías de desagravio / “El derecho de vivir en paz”        3 Capítulo 2:                        Héctor / “Mis manos son lo único que tengo”                       14
Ø  Martes, 18 de septiembre (parte 1)                                        43
Capítulo 3:      Joan / “Paloma, quiero contarte”                                           51
Capítulo 4:      Héctor y Joan / “Juntos iremos unidos en la sangre”             62
Ø  Martes, 18 septiembre (parte 2)                                             63
Ø  Romerías de agravio                                                              75
Epílogo / “Vamos por ancho camino”                                                           84
Agradecimientos / Dedicatoria                                                                     100

Capítulo 1:

Romerías de desagravio / “El derecho de vivir en paz”


El Galpón Víctor Jara albergó un velorio durante dos días y la gente hizo eternas filas para poder entrar. Todos querían darle el último adiós a la leyenda. Durante 36 años hubo una deuda pendiente con la memoria de Víctor Jara y el pueblo chileno se desquitó de no haber podido despedirse materialmente. Fue una partida demasiado abrupta y oscura, y a pesar de que hubo un funeral simbólico el año 1998, aún faltaba algo. Un desenlace mortuorio, un descanso para el fantasma de Víctor. Su recuerdo está tan presente en el corazón de los chilenos que una parte de él permaneció en un purgatorio, en un limbo de infamia que por mucho tiempo fue la misma tierra chilena. La única solución a una muerte tan terrible fue hacer una ceremonia, una liberación espiritual de magnitudes similares. Víctor no murió solo, murió entre cinco mil personas cuyos fantasmas también siguen deambulando las calles de Santiago de Chile y del país entero. Su liberación, la ceremonia de Víctor debía tener una carga inversamente proporcional a su muerte.


Durante los primeros días de diciembre del año 2009, desde el jueves 3 hasta el sábado 5, el Galpón Víctor Jara ubicado en calle Huérfanos 2146 frente a la plaza Brasil, tuvo sus puertas siempre abiertas. Lo que suele ser el espacio de esparcimiento y entretención de la fundación del mismo nombre, era en aquellos días un velorio. Pero no un velorio cualquiera, un velorio póstumo y masivo que nunca tuvo connotación fúnebre. Más bien era un enorme homenaje, en el cual la consigna era “Víctor Jara Vive”.


Una larga fila de personas esperaba a las afueras del Galpón, pegadas al muro, las guiaba una rejilla que ordenaba la fila, avanzaban lentamente esperando su turno de entrar y rendir homenaje al cantautor. Al ingresar, la luz que afuera hace hervir el día, se desvanece e ilumina como un foco el centro del recinto, donde se encuentra el cuerpo de


Víctor. El ataúd en el que descansa es el mismo que 36 años antes su esposa Joan, con la ayuda de dos hombres, consiguió apresuradamente para enterrar clandestinamente el cuerpo de su marido.


El ataúd fue restaurado en esta oportunidad, por la hija mayor de Víctor y Joan Jara, que es bailarina y aficionada a la carpintería. Manuela se había iniciado en este oficio artístico como una terapia particular, cuando la atacó el cáncer al útero y tuvo que pasar muchas horas de rehabilitación fuera del país. El ataúd, que seguramente resultó en un luto personal, fue restaurado desde julio a diciembre del 2009, mientras el cuerpo de su padre permanecía en análisis de exhumación. Antes de cerrar el féretro, los restos de Víctor Jara, fueron cubiertos por una manta mapuche multicolor, tejida por Angelita Huenumán, una importante tejedora mapuche, que Víctor conoció en uno de sus viajes al sur y a quién le dedicó una canción.


El cofre yacía solemne en medio del Galpón, con la elegancia tibia de la madera oscura y madura, y a sus pies un poncho. El poncho negro de Víctor con decoraciones indígenas de color rojo. El mismo que vestía en sus recitales y en una de sus últimas fotografías: Aquella donde aparece al borde de un acantilado en Machu Picchu, con su guitarra en mano y su poncho al viento.


Y mientras la fila avanzaba una persona gritó y repitió varias veces: “¡Compañero Víctor Jara! ¡Presente! ¡Ahora y siempre! ¡Hasta la Victoria! ¡Siempre!” Y es verdad, sobre todo en aquel lugar. El Galpón Víctor Jara ha estado cargado siempre de su aura e inspiración, manteniendo su espíritu vivo. Al avanzar al lado de su cuerpo, vuelan flores   y


se posan sobre la madera del féretro y a los pies de este. También las hay en los arreglos florales y coronas a los costados, que recuerdan y homenajean a la Universidad Técnica del Estado (UTE), la Fundación Víctor Jara y el Comité Central del Partido Comunista.


Luego llega el turno de los personajes connotados de rendir homenaje al cantautor. De a uno o en comitiva llegaban los políticos y artistas: el músico Ángel Parra, el cineasta Andrés Wood, el actor Erto Pantoja. También políticos como la ministra Carolina Tohá, el entonces candidato presidencial Jorge Arrate, el presidente del Partido Comunista Guillermo Teillier, la ministra de Cultura Paulina Urrutia.


El día viernes 4, la entonces Presidenta Michelle Bachelet también dio sus respetos al cantautor y realizó una guardia de honor al lado del ataúd. Luego, en un discurso en la calle se aferró a la consigna popular: “Víctor Jara vive en el corazón de su pueblo y el homenaje que hoy empieza a recibir Víctor, desde las personas más sencillas, artistas, cultores, cantantes de micro, artistas de grandes conjuntos, hasta me decían que un niño pequeñito había rendido también un gran homenaje, a nuestro gran poeta, cantante,  luchador social, actor, un hombre tan integral, tan consecuente y tan coherente con los valores de la justicia social, los valores de la humanidad, los valores del respeto, los valores de la solidaridad, los valores de la justicia”.


Víctor Jara logró reunir a un espectro de gente que apunta a la misma construcción de un ser humano que la dictadura nunca logró errandicar. Sin embargo, la presidenta hace presente la otra gran razón de un homenaje tan significativo. “Hay muchas otras familias que también quieren descansar en paz y por eso es importante que sigamos avanzando en


verdad y justicia, para que Chile pueda descansar en paz”. El funeral de Víctor es masivo y el luto masivo que se hace por Víctor representa a toda la gente que murió con él.


La primavera se despedía y el verano apremiaba con 36° Celsius. Afuera del Galpón se agasajaban los días de otra manera, el alegre escenario puesto en medio de la plaza Brasil, era decorado con colores de murales impresos al estilo Brigada Ramona Parra y muchas imágenes multicolores de Víctor. Unos tras otros los artistas iban subiendo a tocar  y una diversidad enorme de instrumentos llenaban el tibio aire de diciembre con sus melodías: Charangos, violines, quenas, trompes, trompetas, tambores, trutrucas, baterías, marimbas, bajos, muchísimos instrumentos, y por supuesto cientos de guitarras. El público a veces sentado otras veces bailando, aplaudía y coreaba entusiasta.


Durante el día también hubo presentaciones de la academia de baile “El Espiral”, grupo dependiente de la misma Fundación Víctor Jara y creada por la viuda del cantautor, Joan Turner y el difunto bailarín Patricio Bunster. La danza basada en la memoria y obra de Víctor fue un homenaje representado con absoluto relajo, confianza y expresivo desplante, pues los mismos bailarines eran los locales ahí. Sus espectadores estaban trepados sobre los bancos de la plaza, donde usualmente se ve a los bailarines en sus recreos y horas de almuerzo. Bailaron en el mismo suelo que pisan y donde ensayan todos los días y que  Víctor mismo solía frecuentar. Los atuendos eran ligeros, un luto completamente blanco y saltarín, levantando polvo del piso con movimientos elásticos, agachándose y estirándose. Sus cuerpos eran la música en movimiento, música que, por cierto, era de Víctor.

El Funeral (sábado 5 de diciembre 2009) 


Miles de personas hacían irreconocible el amplio espacio que usualmente ocupa la plaza Brasil en el centro de Santiago. Los banquillos se transformaron en plataformas, los árboles en improvisados asientos en altura, las típicas esculturas de juegos diseñadas por Federica Matta, que se levantan como monstruosos toboganes en medio del parque, servían en aquella mañana del sábado 5, como platea alta para muchas personas. Todos los espacios de la plaza y la calle estaban ocupados, apenas había respeto por las flores y plantas que decoran el suelo de la plaza.


A eso de las 12 del día, comenzó a sonar una grabación que dejó mudos y retumbó en los corazones a todos los asistentes. Era la voz de Víctor Jara entonando “El Derecho de Vivir en Paz”. Mientras corría la canción, las grandes puertas del Galpón se abrieron, y el ataúd fue sacado a cuestas por un grupo de hombres, seguido de la familia y amigos. Cadenas humanas de muchachos con camisa color amaranto de las Juventudes Comunistas, resguardaban la romería oficial. Llevaron el cajón al carro fúnebre que lo conduciría hasta  el cementerio. De a poco la procesión avanzó. Comenzó a paso lento por las calles de Santiago, bajo el sol inclemente que no cesó de brillar en todo el día. La hora de almuerzo, la más calurosa, encontró a la mayoría sin agua, comida o protector solar. Aún así la  marcha nunca decayó, y como en toda concurrencia masiva en Chile, no faltaron los vendedores de todo tipo de refrescos.
En cada momento aparecía alguien que lanzaba un clavel y alguna flor sobre el  carro que llevaba el cuerpo. Numerosas organizaciones se hicieron presentes llegando en masa y avanzando ordenadas una atrás de la otra. O quizá no tan ordenadas. La romería fue encabezada por la escuela carnavalera Chin Chin Tirapié y una representación de las once agrupaciones Tinku, las que ejecutan danzas sagradas con las que se suelen sellar la paz entre comunidades enfrentadas en el altiplano. Nunca cesaron sus frenéticas danzas durante las cinco horas de procesión. Varios metros más atrás y bajo un silencio sepulcral, iba la carroza con el cuerpo de Víctor y justo atrás Manuela y Amanda Jara, las hijas de Víctor. A sus espaldas y a tranco firme, la viuda que a sus más de ochenta años marcaba el paso. Luego representantes del alto mando del gobierno y un sin fin de personas y agrupaciones  se hicieron presentes en la marcha. Desde la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, pasando por los Ciclistas Furiosos, incluso Los de Abajo. Era un mar de banderas rojas flameando con diferentes insignias.


Desde la plaza Brasil hasta el Cementerio General en avenida La Paz, fueron cinco horas bajo el sol. Pasando por las calles Brasil, Compañía, San Martín, San Pablo, Morandé y General Mackenna, siguiendo por un costado de la Estación Mapocho, hasta tomar avenida La Paz, donde recibió el primer homenaje de las pergoleras. En todo ese trayecto los vecinos del sector salían a sus balcones y levantaban carteles de apoyo y lanzaban chayas multicolores. Pero sobre todo desde lo alto, las voces se unían también al rugido masivo que se desataba en cada canción de Víctor. Una furgoneta, cubierta y coronada en flores, emitía canciones por un alto parlante, coreadas todas por la gente, de principio a fin. Cuando más atrás en la marcha, quedaban espacios de silencio sin animación organizada, los tambores, música y bailes eran remplazados por las voces de los mismos vecinos que comenzaban a cantar. Las miradas subían a lo alto de los edificios y al mismo  tiempo subían sus cantos y sus corazones. De manera espontánea, un rugido en contrapunto con  la


música de más adelante o de más atrás. Una emoción cuya capacidad de despertar sentimientos viene sobre todo de la misma música. Despierta una memoria emocional colectiva, creada a partir de acordes y melodías comunes. Es la potencia del folclore. Era un ambiente sobrecogedor, en muchas ocasiones el llanto era incontenible. Muchos santiaguinos que acostumbran siempre ocultar la mirada detrás de los lentes de sol, tenían suerte de poder ocultar también su llanto.


Como es habitual en Chile, aunque pacífica la marcha, intimidadores policías estaban pendientes ante cualquier desmán que pudiese provocar algún alma intranquila.  Pero su actitud vigilante y provocadora no alteró el espíritu de paz que reinaba en aquella marea humana. Por el contario el ambiente se iba poniendo cada vez más sobrecogedor y al llegar a la Pérgola de las Flores, los vendedores recibieron a la comitiva con una lluvia de pétalos multicolores y centenares de participantes también aprovecharon de lanzar sus rosas sobre el coche fúnebre. Al llegar al Cementerio General, a un costado de este, otro  escenario estaba puesto en la calle, y la cara de Víctor de telón de fondo. La romería culminó con grupo de Diablos Rojos entonando una versión orquestada y festiva de la canción “La Partida”, luego comenzó el acto solemne.


Joan arriba del escenario, se veía fuerte, sin la magulladura del cansancio. “Este extraño funeral de Víctor, 36 años después de su muerte, es un acto de amor, de duelo por todos nuestro muertos. Y sabemos que aquí entre esta multitud hay muchísimas familias que sufren el mismo dolor que sufrimos nosotros como familia”. Joan Turner comparte su luto y ofrece redención a las personas que sufren como ella, una muerte que ha durado de  36 años.  El  cuerpo de  Víctor Jara fue enterrado cerca del  nicho que lo  albergó desde   su


primer funeral, cerca también del patio 29 junto a todos los NN, víctimas de la dictadura, que perecieron junto a él. Pero esta vez se enterró en la tierra en un lugar nuevo, que albergará también la tumba de Joan cuando ella muera, para que puedan descansar los dos juntos siempre en paz.

El saludo de un amigo: 

Aquel mismo día, un amigo, un cantautor que se inspira en el legado de Víctor Jara, también quiso brindar homenaje al cantautor. Ese mismo día en España, se publica lo siguiente en el diario principal:
“Hoy entierran a Víctor Jara por segunda vez. Quien amó tanto la vida, 36 años después, vuelve a pasear su muerte.

A  quien  dice:  dejad  en  paz  a  los  muertos,  les  respondo:  ¿están  los  muertos  en  paz?

¿Estamos en paz con ellos?

Desde los suburbios de Santiago, desde la falda de su madre, cantora, desde los sueños de su pueblo con los que aliñaba sus canciones, Víctor Jara, como Margot Loyola, Violeta Parra o Héctor Pávez, recopiló y revalorizó los cantos campesinos. Su profunda identificación con el pueblo fue casi mística. Como la Violeta, que le mostró el camino, vivió con ellos, se hizo piel y sangre de ellos para, desde el hombre provinciano, alcanzar lo universal y de forma irrevocable, con profundas convicciones, asumir su condición de artista comprometido.

Así fue hasta que acallaron brutalmente su voz el 16 de septiembre de 1973 y algo quedó truncado para siempre.

Hoy vuelven a enterrar a Víctor Jara.


A diferencia de la primera vez en la que Joan Turner, su mujer, depositó sin responsos, a escondidas, sus maltratados restos en un nicho del Cementerio General de Santiago apenas acompañada por un amigo y el funcionario que reconoció el cadáver en la morgue, serán miles los que estarán a su lado. Ahí se han de juntar los viejos compañeros de lucha, supervivientes de la dictadura y del exilio con muchachas y muchachos que han crecido llevando sus canciones en la boca. Habrá hijos de reprimidos pero también de represores. Llegarán obreros de las poblaciones y campesinos de los valles a unirse a los mineros que, oliendo a cobre, bajarán desde Calama.


Mujeres y hombres de toda condición irán de la mano recordando a Amanda.

Esta vez Joan Turner no caminará sola. A su lado marchará una multitud que, nadie lo olvide, 36 años después del crimen, sigue clamando justicia”.

Joan Manuel Serrat. España, 5 de diciembre 2009. Diario El País.

Capítulo 2


Héctor / “Mis manos son lo único que tengo”

Sábado, 15 de septiembre

Pasaron tres noches desde que Héctor Herrera Olguín no despertaba en su casa. Estuvo detenido en la Primera Comisaría de Santiago con varios de sus colegas, los acusaban de “fraude electoral”. Estaban pagando por una gira realizada en la Cuarta Región, durante los años sesenta, en la que hicieron una especie de reconocimiento civil. Desde Los Molles hasta el interior de Salamanca, fueron inscribiendo casamientos, nacimientos con los registros de bautizos, y también inscribieron a la población con  derecho a voto en el registro electoral. Esto último fue lo que los perjudicó. Los comicios  de la Cuarta Región resultaron en un amplio apoyo al presidente Salvador Allende. A pesar de que lo culparon de inventar identidades y de inscribir a menores de edad para que pudieran sufragar, el 14 de septiembre de 1973 Héctor fue liberado y obligado a presentarse al trabajo al día siguiente.


Llegó temprano al viejo departamento de Carnet de Identidad del Registro Civil de Santiago. Atravesó calles llenas de militares armados en un trayecto tenso en micro, desde Recoleta hasta el centro de Santiago. Ingresó al gran edificio público, cuya oficina se encontraba en calle General Mackenna. Atravesó sus pasillos como de costumbre, pasando junto al mural que él mismo había pintado con sus compañeros de trabajo. Se quedó mirándolo, estaba lleno de colores y símbolos revolucionarios. Héctor se detuvo a pensar todo lo que aquella colorida pared aún significaba para él. Recuerda la época en que su jefe, un hombre de apellido Jaña, tuvo la idea de pintarlo. El jefe era un demócrata cristiano y  del tipo de hombres que debían tener perfectamente clara la posición política de todos sus colegas de trabajo. En el Gabinete no se compartía una sola postura necesariamente, pero se


respetaban mutuamente. Muchos trabajadores del Gabinete ayudaron en la obra, incluso el jefe, quién gustaba bastante de la pintura.


–Este mural es sobre la vida, el estudiante, la universidad, el trabajo, el futuro, todo por lo que nosotros luchamos– se escucha decir a Héctor, cuando recuerda aquellos días de principios de los setenta.


En esos días, era un joven de 23 años, un discreto militante de las Juventudes Comunistas que llegó el año 1969 al Gabinete de Identificación del Registro Civil. A pesar de que estuvo matriculado en la Universidad de Chile, decidió apoyar a su familia económicamente, ingresando al mundo laboral después del liceo. A su corta edad, ya había adoptado importantes responsabilidades como funcionario público  y encargado sindical.  Sin embargo aún estaba recién enfrentándose a la adultez cuando el golpe de estado lo tomó por sorpresa.


Su contemplación ante el mural se vio interrumpida cuando un ruido metálico de duras botas resonó en la oficina. Al ruido se sumaron alaridos y retos  espontáneos.  Al entrar Héctor se encontró con el director interino, un militar recién llegado, de pie arriba de una mesa. Inmediatamente y con agresiva autoridad, se apoderó de la atención de todas las miradas. Levantó su incisivo índice y apuntó “tú, tú, tú”, separando a una decena de personas sin decirles nada. Héctor fue uno de los seleccionados con el dedo, su primera reacción mental fue “me van a matar”, pero el militar se hizo entender oportunamente antes que cundiera el pánico.


–Se acabó la política aquí señores. ¡A trabajar!

Enseguida informó que los trabajadores de ese Gabinete habían sido elegidos como “voluntarios” para ser enviados en comisión especial al Servicio Médico Legal. La actividad en aquel lugar se encontraba desbordada, siendo necesaria la colaboración de los funcionarios del Registro Civil para realizar trabajos de identificación. El militar explicó vagamente la situación y terminó señalando que debían presentarse cuanto antes,  ese mismo día sábado en la mañana. Todos estaban muy ansiosos y asustados, Héctor sabía que incluso hasta sus compañeros que apoyaban el golpe sentían temor. Sin embargo aunque fuera una obligación, los seleccionados se inscribieron sin chistar para el trabajo especial, probablemente lo hubiesen hecho voluntariamente de todas maneras.


La mayoría del personal en el Gabinete era femenino, y existía un grupo de mujeres mayores que trabajaba con Héctor que en particular llevaban bastante tiempo como funcionarias, más de diez años para el golpe de Estado. Héctor las reconocía como “momias”, pero amigas, “amigas así de esas que uno se hace en todas partes del Gabinete”.


–Es horrible, es horroroso, yo no voy– le dijo una de ellas.



La mujer le contó que ya habían estado trabajando en el Servicio Médico Legal. Héctor asumió que los militares las pasaron a buscar a sus casas durante los días de toque  de queda. De ninguna otra manera ellas podrían haberle comentado de la actividad que ahora él mismo debía realizar. A pesar de que las actividades laborales se habían detenido por unos días, a causa del toque de queda, ya había numerosos procesos de identificación realizados. Incluso eran más fichas que de costumbre, algo completamente fuera de lo


normal. Héctor temió por lo que le esperaba, supo que sus colegas fueron delegadas porque “no servían” y se desmayaban frecuentemente. Él, siendo hombre, probablemente no  tendría relevo.


El Servicio Médico Legal hizo el llamado porque ya no daba abasto. Todo estaba repleto. Los congeladores se habían llenado hacía rato y los funcionarios no alcanzaban. Generalmente esa labor era exclusiva de la institución, con dos o tres personas trabajando, se tomaban unas cuantas horas para la determinación de muerte de un solo cadáver, salvo  en casos de homicidios u otras circunstancias judiciales. En tiempos “normales” al  encontrar muerta a una persona, el Servicio Médico Legal esperaba 48 horas antes de hacerle la autopsia y luego depositaba el cuerpo otras 48 horas en refrigeradores. Se podía guardar mucho más tiempo, pero en términos legales ese era el procedimiento. Aunque por lo general, en casos de asesinatos por ejemplo, no existe la necesidad de identificar cadáveres, porque el Servicio Médico Legal espera la identificación por parte de la familia. Pero si no es posible esa individualización, se llama a la Policía de Investigaciones. Sólo en ocasiones muy especiales recién se recurre al Registro Civil. A ninguno en el Gabinete de Identificación le había tocado esta responsabilidad antes. Esta sí que era una excepción.


Cerca del mediodía, Héctor ya se encontraba en Avenida la Paz, en la actual comuna de Recoleta, en el pórtico del Servicio Médico Legal, mejor conocida como la Morgue de Santiago. Estaba ahí con el grupo de diez personas, todos los voluntarios se presentaron como era debido.


Los escoltan. Los identificadores no ingresan por la puerta principal, sino por un costado. Una puerta por el lado del edificio que daba a un estacionamiento. Primero atraviesan un pasillo estrecho y muy blanco, la temperatura está muy fría y aislada. El pasillo termina en una puerta al fondo. Sin ninguna sutileza la puerta se abre y se encuentran en una sala de grandes proporciones, abierta, que da a un patio, muy amplia en altura y profundidad. Aunque toda la mañana se lo habían prevenido, y a pesar que Héctor asumía que algo horrible estaba pasando, no pudo evitar su impresión. El estacionamiento estaba  lleno  de  cadáveres,  era  el  espacio  suficiente  para  guardar  muchas ambulancias,
ausentes ahora para dar lugar a muchísimos cuerpos. Héctor no supo calcular cuantas personas sin vida tenía frente suyo1. Cientos de cuerpos, ordenados simétricamente en filas en las paredes y esquinas. A simple vista, se reconocen hombres, mujeres con niños, ancianos, y jóvenes, muchos jóvenes. El hedor era insoportable, de inmediato todos los recién  llegados  llevaron  sus  pañuelos  o  el  cuello  de  la  ropa  a  sus  narices  y  así
permanecieron, no había absolutamente ninguna medida de higiene, ni tampoco los previnieron que llevaran las propias.


Héctor quedó anonadado y muy afligido, pero no podía permanecer quieto,  cualquier reacción podría parecer peligrosa, así que decidió asumir su papel de funcionario y se limitó a concentrarse en su trabajo. En principio todo el grupo tuvo una actitud de contar. Los cuerpos estaban alineados en filas de treinta a cincuenta personas. “Contar significa mirar, mirar caras, rostros y entonces ya llegó un segundo en el que yo no pude




1 El número estimativo de trescientas personas muertas es algo que Héctor Herrera calcula 36 años después del suceso. El 2009 el juez del caso Víctor Jara le pide un número estimativo para que quede constancia en la declaración. “Estaba repleto de occisos, calculando unas trescientas personas, ordenadas simétricamente, sin diferenciar sexo y edad, porque incluso habían bebés, niños, mujeres y hombres adultos”. No obstante, en el testimonio realizado pocos años después del golpe, Héctor simplemente no se atrevió a dar una cifra.


seguir contando, porque empecé a fijarme en gente. Lo encuentro parecido a alguien, y uno empieza a fijarse en detalles ¿ve? No, no se puede contar una cosa así. No podría decir, si la Morgue se llenó yo no sé cuantos cadáveres realmente… Realmente no se puede hacer un cálculo”.


El jefe Jaña estaba con el grupo. Se veía muy confuso, muy nervioso. Su impresión era algo parecida a la del resto de los funcionarios. Un horror paralizante que fue  finalmente superado y digerido a regañadientes, porque, después de todo, ellos estaban ahí para hacer un trabajo bajo el ojo de los militares. Jaña se limitó a dar instrucciones:


–De aquí para allá les toca a ustedes. Tómenles las medidas a las personas, el color de la piel, el color de los ojos, y después les abren los puños y comienzan a tomar  las huellas digitales.


Héctor se sentía personalmente afectado ante la espantosa impresión. “Era ¡horrible! Y más para nosotros ¡pucha! La gente que éramos todos compañeros, de saber que toda esa gente eran compañeros nuestros. Cada una de esas personas era un compañero nuestro, era gente que una vez había saltado el que no salta es momio, y bueno, supóngase que ahí usted en ese momento se encuentra, da vuelta un pasillo muy blanco y de repente se encuentra con este espectáculo”.


–¡Pucha cabro, para ti debe ser terrible!– dice Jaña.

–No sólo para mí, sino para todos. Es siniestro todo esto.


Héctor apenas contestó, realmente estaba muy perturbado. Casi no hablaba. Estaba pálido. Aún así tuvieron que comenzar a trabajar. Al poco rato, Jaña volvió muy apurado, tenía que partir. Les dejó instrucciones a Héctor y al grupo de no moverse del lugar y seguir trabajando, hizo un gesto diciendo: “Qué vamos a hacer, nosotros aquí somos funcionarios. Nada más. Ni a favor ni en contra”. Pero ni la resignación ni nada consolaba el ambiente ingrato de aquella sala.


Veían caras. El grupo se enfrentaba a cientos de rostros repartidos por todas partes. Héctor comenzó a fijarse en detalles. Cómo estaban. Se impresionaba por el estado físico  de cada uno. La mayoría estaba con los ojos abiertos, “la gente que mataron vio a aquel chileno que le disparó”, pensaba Héctor. Y todo el mundo con las manos empuñadas, muy empuñadas. Otros con las manos atrás amarradas con sus propias correas del pantalón y generalmente jóvenes. Muchos jóvenes que se notaban eran obreros por la vestimenta. Él simplemente seguía trabajando esperando no encontrarse con nadie conocido.


La situación de la Morgue era de completo desborde. Los refrigeradores y las salas de operaciones estaban llenos y al colmarse todos los contenedores, los pusieron en las orillas, No pasó mucho tiempo hasta que se llenaron los pasillos y hasta las escaleras. Tanto se colmó el lugar que los cuerpos fueron acarreados al estacionamiento donde llegó a trabajar Héctor y el grupo de diez. Ahí era donde los cuerpos llegaban en camiones, apilándose aún más. Fueron puestos biombos en las entradas para que desde la calle, no se viera lo que había del otro lado. “Como se concentró tanto cadáver en esos días en el Servicio Médico Legal, qué hicieron los médicos, dijeron, nosotros no podemos entregar estos cadáveres al Cementerio porque ya los tomó la burocracia. Entrando un cadáver al


instituto Médico Legal hay que identificarlo, saber quién es, lo que se sabe por su carta o carnet de identidad”. Héctor, conocedor de los trámites administrativos de identificación, sabía que si él no los ayudaba quizás donde acabarían. Evidentemente, ninguno de los cadáveres tenía documentos. Ninguno. Héctor se fijó hasta si llevaban anillos para descifrar algún nombre, datos, algo. Pero la mayoría de las veces, cualquier búsqueda de una pista  era en vano. Hasta ese momento todavía no llegaba ningún familiar a buscar a su gente. “Claro, había toque de queda y no se sabía qué pasaba todavía: si el compañero cayó o no cayó o a lo mejor estaría en otra parte”.
El grupo se dedicó todo el día a tomar los datos de los cuerpos. Tenían unos formularios entregados por el Servicio de Registro Civil e Identificación, donde anotaban el número de ficha, la altura, color de piel, edad aproximada y las diez huellas digitales con tinta. Era una concentración de características físicas, tratando de salvar los últimos conceptos de identidad, sin saber realmente quienes eran las personas.
El atuendo y las facciones físicas daban la mayoría de las veces, una idea de donde provenía la gente. Obreros, estudiantes, mujeres con las uñas pintadas. Incluso en su propio cadáver, la gente puede revelar pistas de su quehacer. Una especie de quiromancia física que poco servía de registro oficial, pero que le daba a Héctor una idea de quienes podrían ser esas personas. “Ahí lo que era más chocante en esa gran sala, era que usted encontraba muchos cadáveres vestidos, semi vestidos, desnudos y unos destrozados. Gente que nosotros no pudimos identificar porque tenían las manos destrozadas o el rostro”, confiesa Héctor.
Había un grupo en particular que intrigó a Héctor. Una fila de gente muy joven, alrededor de veinticinco hombres y mujeres desnudos. Estaban apartados y lo que más los diferenciaba de los demás cuerpos eran sus cabezas rapadas. Estaban muy maltrechos, muertos de bala, como la mayoría ahí, pero ¿por qué ellos eran los únicos calvos?
Los camiones del ejército llegaban constantemente, cada vez con más cuerpos. Durante todo el día. El estacionamiento se repletaba, era el infierno en la tierra. Los conscriptos los traían y arrojaban los cuerpos al suelo. La gente del Servicio con algo más de delicadeza los recibía y acomodaba en cualquier parte del mismo estacionamiento.

–¡Llegó más mercadería!– gritaban los funcionarios de la Morgue.

Acostumbrados a trabajar con muertos, para los del Servicio no era ningún problema. Nadie más estaba aterrorizado como Héctor y sus compañeros. Ellos andaban con cuidado, tocando lo justo y necesario, esquivando la sangre que estaba regada por todas partes. Ellos no. “La gente que trabajaba en la Morgue es la gente más fría que yo he  podido ver”, comenta Héctor. “¡Claro! Ellos pisaban por todas partes y venía un tipo así muy despreocupadamente, andaban haciendo su trabajo con su carro metálico, así se paraban, tomaban a uno y ¡pum! Lo echaban arriba, después tomaban a otro, lo sostenían por los pies, y lo echaban arriba y se los llevaban a la sala de operaciones”.

Héctor se acercaba cada cierto rato a los médicos del Servicio. Tenía que preguntarles cosas ya que a veces el formulario le resultaba incompleto y la causa de  muerte era varias veces  ambigua. Tres balas, cuatro balas, salida de    proyectil…  “Habían
cadáveres que realmente no podíamos determinar por qué estaban tan destrozados, no podíamos saber cuántas balas les habían tocado. O si les tiraron una bomba o una granada, porque era gente con la cara completamente destruida”. Pero para Héctor, más lamentable que el rostro, era no poder determinar identidades. Las manos, muchas veces Héctor se encontró con manos cuyas huellas eran indescifrables. “Me acuerdo de un señor que tenía las manos crispadas, no sé si se estaría afirmando o lo estarían persiguiendo, pero se notaba que trató de tomarse de algo, y le caería un proyectil, pero tuvo las manos muy destrozadas, fue un cadáver que nosotros no pudimos identificar, o sea un NN, o sea un desaparecido porque nadie lo puede ubicar después”. Héctor se convirtió en un verdadero decodificador de identidades, tratando de descifrar la vida y la muerte de cada uno, con las pistas que eran más evidentes.
Ese día cada uno de los funcionarios enviados, debió haber tomado los datos de alrededor de unos treinta cuerpos. Es decir entre todos en un día, abarcaron cerca de trescientas personas. Alrededor de las 16:00 horas Héctor se fue, el toque de queda empezaba a las 18:00 horas y era preferible no andar corriendo. Las fichas con que se anotaban los datos, fueron entregados a Jaña, quien por procedimiento administrativo debía pasarlas al servicio de Dactiloscopia para la identificación del NN, ya que todos los cuerpos llegaban en esa calidad, sin carné de identidad y sin objetos de valor.

Domingo, 16 de septiembre 

Aquel domingo, Héctor hizo turno. Todo era un verdadero caos en esos días y los militares no diferenciaban entre jornadas de descanso, aunque nadie lograría descansar con tanta tensión. Héctor llegó a Avenida la Paz cerca de las 10 de la mañana. Las calles  estaban vacías, sólo en el interior de la Morgue seguía la misma intensa y cruda actividad del día anterior. Varios cuerpos habían sido trasladados, pero había aún algunos que desde el día sábado seguían en el mismo lugar. Héctor se puso a trabajar.
De nuevo las caras y de nuevo las manos, el tormento parecía no acabar. En el suelo yacían un grupo de mujeres, de “compañeras” para Héctor. Tomó la fina y pesada mano de una, bañó la yema de sus dedos en tinta y las presionó en la ficha. Tenía las uñas pintadas y estaba fría como la nieve. En esa desdichada labor estaba, cuando una voz con acento sureño lo llama.
–Héctor, ven. Tengo que decirte algo.

Era Kiko, un colega y compañero de Héctor del Departamento de Identificación del Registro Civil. Un chilote de 30 años en quién Héctor confiaba plenamente. Kiko lo toma por el brazo y lo aparta del cuerpo de la mujer que estaba reconociendo. Le habla de cerca, para que nadie más lo escuche.

–¡Héctor ven!
–¿Qué?
–Está allá un compañero nuestro.
–¿Quién?
–El compañero Víctor Jara…
–¿Qué? No, no. No puede ser.
–Sí.
–No. Pero, ¿Cómo cayó?
–Mira ahí está.
Juntos, se apartaron hacia el lugar que indicaba Kiko. Héctor estaba pálido igual que el día anterior y Kiko lo notó.
–Pucha, Héctor, tienes que ser más fuerte – lo animó Kiko.
Atravesaron un pasillo largo con centenares de cadáveres en una sección asignada a Kiko para identificar. Había mucha gente joven, Héctor divisó varios hombres que vestían uniformes de obreros. Asumió que los demás debían ser de la Universidad por su aspecto juvenil. Era una sola corrida de 30 personas, el que indicaba Kiko era el cuarto.

–¿Ves que es él?– aseguraba Kiko, insistiendo.

–No. no es nada.

–Si se parece.

–Se parece, claro… Pero está tan golpeado.


Tenía los pómulos hinchados, uno bastante moreteado. Al parecer, llevaba cuatro o cinco días muerto. Estaba de espaldas. Llevaba una chaqueta común, pero le quedaba estrecha, y la tenía levantada por la espalda. Vestía una camiseta azul con cuello redondo  de rayitas blancas, de esas líneas tenues que se pierden con la mirada. La chaqueta y la camiseta estaban levantadas completamente hasta la altura de las axilas, dejaba todo el pecho al descubierto. A sus blue jeans le habían bajado la bragueta y se le veía el calzoncillo azul marino. Tenía los pantalones puestos todavía y los zapatos y calcetines negros. Su cabello estaba apelmazado de sangre y tierra.

El pecho descubierto mostraba la mayoría de las profundas heridas que le habían inferido de frente. Desde el pecho al estómago tenía un gran agujero, destruido, ametrallado, cada impacto de bala con un intervalo de uno a tres centímetros, en la posición en que estaba. Tenía una herida en la frente y sus ojos, si bien estaban  serenamente abiertos, su mirada era desafiante.

–Le dieron duro– exclamó Héctor luego de observarlo.

–Tienen que haberlo rematado después de muerto– observó Kiko.

–No me parece que fuera él – reiteró Héctor incrédulo.

–Sí, es él, fíjate bien– dijo el chilote.

Muchas veces Héctor lo había visto en el teatro Caupolicán cantando en vivo, en televisión y en presentaciones. No se parecía en nada a la imagen que él tenía de Víctor Jara. Simplemente no era la persona que él había observado, aunque la verdad nunca tuvo  la oportunidad de estar cerca de él. Lo había admirado siempre, “como compañero que cantaba muy bien”, pero Héctor sólo lo identificaba por las fotos. Así, golpeado como estaba, nadie podría ser reconocido. Realmente no creía, ¿Era posible que ese hombre maltrecho fuese el alegre y brillante trovador que había escuchado tantas veces en peñas y conciertos?


–Sea quien sea, lo tienen que haber arrastrado, porque, mira, su pelo está lleno de tierra, apelmazado– observó Héctor ante el cuerpo que tenía enfrente.
–¿En que parte lo habrán encontrado que está así?– preguntó Kiko.

–Fíjate en la muñeca, ahí aparece.

La mayoría de los cuerpos tenían una marca, un papel amarrado con una cuerda de cáñamo o un alambre en el que se señalaba “procedencia”. A cada cuerpo que llegaba en  los camiones, los funcionarios del Servicio Médico Legal ponían tal marca antes de ingresarlos a la Morgue. El cartón podía indicar tanto el lugar de muerte o el lugar de Santiago donde fue encontrado el cuerpo. Todo era muy confuso, poco preciso o a veces ambiguo. Al tomar la mano de Víctor, el pedazo de cartón mal cortado decía “octava comisaría”.

–¿No debería decir “Universidad Técnica” o algo así?– preguntó Héctor.

–No sé. Quizás dónde lo encontraron.

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