Universidad de Chile
Instituto de la Comunicación
e Imagen Escuela de Periodismo
Memoria
para optar al título de Periodista
Héctor y la odisea del cadáver de Víctor Jara
Alumna: Manuela Camila Beltrán de la Fuente Profesor guía: Gustavo González Rodríguez
Septiembre 2010
Índice
Capítulo 1: Romerías
de desagravio / “El derecho de vivir en paz” 3
Capítulo 2: Héctor / “Mis manos son lo único que tengo” 14
Ø Martes, 18 de septiembre (parte 1) 43
Capítulo 3: Joan / “Paloma, quiero contarte” 51
Capítulo 4: Héctor y Joan / “Juntos iremos unidos en la sangre” 62
Ø Martes, 18 septiembre (parte 2) 63
Ø Romerías de agravio 75
Epílogo / “Vamos por ancho camino” 84
Agradecimientos / Dedicatoria 100
Capítulo
1:
Romerías de desagravio / “El derecho de vivir en paz”
El Galpón
Víctor Jara albergó un velorio durante dos días y la gente hizo eternas filas
para poder entrar. Todos querían darle el último adiós a la leyenda. Durante 36
años hubo una deuda pendiente con la memoria de Víctor Jara y el pueblo chileno
se desquitó de no haber podido despedirse materialmente. Fue una partida
demasiado abrupta y oscura, y a pesar de que hubo un funeral simbólico el año
1998, aún faltaba algo. Un desenlace mortuorio, un descanso para el fantasma de
Víctor. Su recuerdo está tan presente en el corazón de los chilenos que una
parte de él permaneció en un purgatorio, en un limbo de infamia que por mucho
tiempo fue la misma tierra chilena. La única solución a una muerte tan terrible
fue hacer una ceremonia, una liberación espiritual de magnitudes similares.
Víctor no murió solo, murió entre cinco mil personas cuyos fantasmas también
siguen deambulando las calles de Santiago de Chile y del país entero. Su
liberación, la ceremonia de Víctor debía tener una carga inversamente
proporcional a su muerte.
Durante los
primeros días de diciembre del año 2009, desde el jueves 3 hasta el sábado 5,
el Galpón Víctor Jara ubicado en calle Huérfanos 2146 frente a la plaza Brasil,
tuvo sus puertas siempre abiertas. Lo que suele ser el espacio de esparcimiento
y entretención de la fundación del mismo nombre, era en aquellos días un
velorio. Pero no un velorio cualquiera, un velorio póstumo y masivo que nunca
tuvo connotación fúnebre. Más bien era un enorme homenaje, en el cual la
consigna era “Víctor Jara Vive”.
Una larga fila
de personas esperaba a las afueras del Galpón, pegadas al muro, las guiaba una
rejilla que ordenaba la fila, avanzaban lentamente esperando su turno de entrar
y rendir homenaje al cantautor. Al ingresar, la luz que afuera hace hervir el
día, se desvanece e ilumina como un foco el centro del recinto, donde se
encuentra el cuerpo de
Víctor. El ataúd en el que descansa
es el mismo que 36 años antes su esposa Joan, con la ayuda de dos hombres,
consiguió apresuradamente para enterrar clandestinamente el cuerpo de su
marido.
El ataúd fue
restaurado en esta oportunidad, por la hija mayor de Víctor y Joan Jara, que es
bailarina y aficionada a la carpintería. Manuela se había iniciado en este
oficio artístico como una terapia particular, cuando la atacó el cáncer al
útero y tuvo que pasar muchas horas de rehabilitación fuera del país. El ataúd,
que seguramente resultó en un luto personal, fue restaurado desde julio a
diciembre del 2009, mientras el cuerpo de su padre permanecía en análisis de
exhumación. Antes de cerrar el féretro, los restos de Víctor Jara, fueron
cubiertos por una manta mapuche multicolor, tejida por Angelita Huenumán, una
importante tejedora mapuche, que Víctor conoció en uno de sus viajes al sur y a
quién le dedicó una canción.
El cofre yacía
solemne en medio del Galpón, con la elegancia tibia de la madera oscura y
madura, y a sus pies un poncho. El poncho negro de Víctor con decoraciones
indígenas de color rojo. El mismo que vestía en sus recitales y en una de sus últimas
fotografías: Aquella donde aparece al borde de un acantilado en Machu Picchu,
con su guitarra en mano y su poncho al viento.
Y mientras la
fila avanzaba una persona gritó y repitió varias veces: “¡Compañero Víctor
Jara! ¡Presente! ¡Ahora y siempre! ¡Hasta la Victoria! ¡Siempre!” Y es verdad,
sobre todo en aquel lugar. El Galpón Víctor Jara ha estado cargado siempre de
su aura e inspiración, manteniendo su espíritu vivo. Al avanzar al lado de su
cuerpo, vuelan flores y
se posan sobre la madera del
féretro y a los pies de este. También las hay en los arreglos florales y
coronas a los costados, que recuerdan y homenajean a la Universidad Técnica del
Estado (UTE), la Fundación Víctor Jara y el Comité Central del Partido
Comunista.
Luego llega el
turno de los personajes connotados de rendir homenaje al cantautor. De a uno o
en comitiva llegaban los políticos y artistas: el músico Ángel Parra, el
cineasta Andrés Wood, el actor Erto Pantoja. También políticos como la ministra
Carolina Tohá, el entonces candidato presidencial Jorge Arrate, el presidente
del Partido Comunista Guillermo Teillier, la ministra de Cultura Paulina Urrutia.
El día viernes
4, la entonces Presidenta Michelle Bachelet también dio sus respetos al
cantautor y realizó una guardia de honor al lado del ataúd. Luego, en un
discurso en la calle se aferró a la consigna popular: “Víctor Jara vive en el
corazón de su pueblo y el homenaje que hoy empieza a recibir Víctor, desde las
personas más sencillas, artistas, cultores, cantantes de micro, artistas de
grandes conjuntos, hasta me decían que un niño pequeñito había rendido también
un gran homenaje, a nuestro gran poeta, cantante, luchador social, actor, un hombre tan
integral, tan consecuente y tan coherente con los valores de la justicia
social, los valores de la humanidad, los valores del respeto, los valores de la
solidaridad, los valores de la justicia”.
Víctor Jara
logró reunir a un espectro de gente que apunta a la misma construcción de un
ser humano que la dictadura nunca logró errandicar. Sin embargo, la presidenta
hace presente la otra gran razón de un homenaje tan significativo. “Hay muchas otras
familias que también quieren descansar en paz y por eso es importante que
sigamos avanzando en
verdad y justicia, para que Chile pueda
descansar en paz”. El funeral de Víctor es masivo y el luto masivo que se hace
por Víctor representa a toda la gente que murió con él.
La primavera se
despedía y el verano apremiaba con 36° Celsius. Afuera del Galpón se agasajaban
los días de otra manera, el alegre escenario puesto en medio de la plaza
Brasil, era decorado con colores de murales impresos al estilo Brigada Ramona
Parra y muchas imágenes multicolores de Víctor. Unos tras otros los artistas
iban subiendo a tocar y una diversidad
enorme de instrumentos llenaban el tibio aire de diciembre con sus melodías:
Charangos, violines, quenas, trompes, trompetas, tambores, trutrucas, baterías,
marimbas, bajos, muchísimos instrumentos, y por supuesto cientos de guitarras.
El público a veces sentado otras veces bailando, aplaudía y coreaba entusiasta.
Durante el día
también hubo presentaciones de la academia de baile “El Espiral”, grupo
dependiente de la misma Fundación Víctor Jara y creada por la viuda del
cantautor, Joan Turner y el difunto bailarín Patricio Bunster. La danza basada en la memoria y obra de
Víctor fue un homenaje representado con absoluto relajo, confianza y expresivo
desplante, pues los mismos bailarines eran los locales ahí. Sus espectadores
estaban trepados sobre los bancos de la plaza, donde usualmente se ve a los
bailarines en sus recreos y horas de almuerzo. Bailaron en el mismo suelo que
pisan y donde ensayan todos los días y que
Víctor mismo solía frecuentar. Los atuendos eran ligeros, un luto
completamente blanco y saltarín, levantando polvo del piso con movimientos
elásticos, agachándose y estirándose. Sus cuerpos eran la música en movimiento,
música que, por cierto, era de Víctor.
El Funeral (sábado 5 de diciembre 2009)
Miles de
personas hacían irreconocible el amplio espacio que usualmente ocupa la plaza
Brasil en el centro de Santiago. Los banquillos se transformaron en
plataformas, los árboles en improvisados asientos en altura, las típicas
esculturas de juegos diseñadas por Federica Matta, que se levantan como
monstruosos toboganes en medio del parque, servían en aquella mañana del sábado
5, como platea alta para muchas personas. Todos los espacios de la plaza y la
calle estaban ocupados, apenas había respeto por las flores y plantas que
decoran el suelo de la plaza.
A eso de las 12
del día, comenzó a sonar una grabación que dejó mudos y retumbó en los
corazones a todos los asistentes. Era la voz de Víctor Jara entonando “El
Derecho de Vivir en Paz”. Mientras corría la canción, las grandes puertas del
Galpón se abrieron, y el ataúd fue sacado a cuestas por un grupo de hombres,
seguido de la familia y amigos. Cadenas humanas de muchachos con camisa color
amaranto de las Juventudes Comunistas, resguardaban la romería oficial.
Llevaron el cajón al carro fúnebre que lo conduciría hasta el cementerio. De a poco la procesión avanzó.
Comenzó a paso lento por las calles de Santiago, bajo el sol inclemente que no
cesó de brillar en todo el día. La hora de almuerzo, la más calurosa, encontró
a la mayoría sin agua, comida o protector solar. Aún así la marcha nunca decayó, y como en toda
concurrencia masiva en Chile, no faltaron los vendedores de todo tipo de refrescos.
En cada momento
aparecía alguien que lanzaba un clavel y alguna flor sobre el carro que llevaba
el cuerpo. Numerosas organizaciones se hicieron
presentes llegando en masa y avanzando ordenadas una
atrás de la otra. O quizá no tan ordenadas. La
romería fue encabezada por la escuela carnavalera Chin Chin Tirapié y
una representación de las once agrupaciones Tinku, las que ejecutan danzas
sagradas con las que se suelen sellar la paz entre comunidades enfrentadas en
el altiplano. Nunca cesaron sus frenéticas danzas durante las cinco horas de
procesión. Varios metros más atrás y bajo un silencio sepulcral, iba la carroza
con el cuerpo de Víctor y justo atrás Manuela y Amanda Jara, las hijas de
Víctor. A sus espaldas y a tranco firme, la viuda que a sus más de ochenta años
marcaba el paso. Luego representantes del alto mando del gobierno y un sin fin
de personas y agrupaciones se hicieron
presentes en la marcha. Desde la Agrupación de Familiares de Detenidos
Desaparecidos, pasando por los Ciclistas Furiosos, incluso Los de Abajo. Era un
mar de banderas rojas flameando con diferentes
insignias.
Desde la plaza
Brasil hasta el Cementerio General en avenida La Paz, fueron cinco horas bajo
el sol. Pasando por las calles Brasil, Compañía, San Martín, San Pablo, Morandé
y General Mackenna, siguiendo por un costado de la Estación Mapocho, hasta
tomar avenida La Paz, donde recibió el primer homenaje de las pergoleras. En
todo ese trayecto los vecinos del sector salían a sus balcones y levantaban
carteles de apoyo y lanzaban chayas multicolores. Pero sobre todo desde lo
alto, las voces se unían también al rugido masivo que se desataba en cada
canción de Víctor. Una furgoneta, cubierta y coronada en flores, emitía
canciones por un alto parlante, coreadas todas por la gente, de principio a
fin. Cuando más atrás en la marcha, quedaban espacios de silencio sin animación
organizada, los tambores, música y bailes eran remplazados por las voces de los
mismos vecinos que comenzaban a cantar. Las miradas subían a lo alto de los
edificios y al mismo tiempo subían sus
cantos y sus corazones. De manera espontánea, un rugido en contrapunto con la
música de más adelante o de más atrás.
Una emoción cuya capacidad de despertar sentimientos viene sobre todo de la
misma música. Despierta una memoria emocional colectiva, creada a partir de
acordes y melodías comunes. Es la potencia del folclore. Era un ambiente
sobrecogedor, en muchas ocasiones el llanto era incontenible. Muchos
santiaguinos que acostumbran siempre ocultar la mirada detrás de los lentes de
sol, tenían suerte de poder ocultar también su llanto.
Como es
habitual en Chile, aunque pacífica la marcha, intimidadores policías estaban
pendientes ante cualquier desmán que pudiese provocar algún alma
intranquila. Pero su actitud vigilante y
provocadora no alteró el espíritu de paz que reinaba en aquella marea humana.
Por el contario el ambiente se iba poniendo cada vez más sobrecogedor y al
llegar a la Pérgola de las Flores, los vendedores recibieron a la comitiva con
una lluvia de pétalos multicolores y centenares de participantes también
aprovecharon de lanzar sus rosas sobre el coche fúnebre. Al llegar al
Cementerio General, a un costado de este, otro
escenario estaba puesto en la calle, y la cara de Víctor de telón de
fondo. La romería culminó con grupo
de Diablos Rojos entonando una versión orquestada y festiva de la canción “La
Partida”, luego comenzó el acto solemne.
Joan arriba del
escenario, se veía fuerte, sin la magulladura del cansancio. “Este extraño
funeral de Víctor, 36 años después de su muerte, es un acto de amor, de duelo
por todos nuestro muertos. Y sabemos que aquí entre esta multitud hay
muchísimas familias que sufren el mismo dolor que sufrimos nosotros como
familia”. Joan Turner comparte su luto y ofrece redención a las personas que
sufren como ella, una muerte que ha durado de
36 años. El cuerpo de
Víctor Jara fue enterrado cerca del
nicho que lo albergó desde su
primer funeral, cerca también del
patio 29 junto a todos los NN, víctimas de la dictadura, que perecieron junto a
él. Pero esta vez se enterró en la tierra en un lugar nuevo, que albergará
también la tumba de Joan cuando ella muera, para que puedan descansar los dos
juntos siempre en paz.
El saludo de un amigo:
Aquel mismo
día, un amigo, un cantautor que se inspira en el legado de Víctor Jara, también
quiso brindar homenaje al cantautor. Ese mismo día en España, se publica lo
siguiente en el diario principal:
“Hoy entierran
a Víctor Jara por segunda vez. Quien amó tanto la vida, 36 años después, vuelve
a pasear su muerte.
A
quien dice: dejad
en paz a
los muertos, les
respondo: ¿están los
muertos en paz?
¿Estamos en paz con ellos?
Desde los suburbios de Santiago,
desde la falda de su madre, cantora, desde los sueños de su pueblo con los que
aliñaba sus canciones, Víctor Jara, como Margot Loyola, Violeta Parra o Héctor
Pávez, recopiló y revalorizó los cantos campesinos. Su profunda identificación
con el pueblo fue casi mística. Como la Violeta, que le mostró el camino, vivió
con ellos, se hizo piel y sangre de ellos para, desde el hombre provinciano,
alcanzar lo universal y de forma irrevocable, con profundas convicciones,
asumir su condición de artista comprometido.
Así fue hasta que acallaron
brutalmente su voz el 16 de septiembre de 1973 y algo quedó truncado para
siempre.
Hoy vuelven a enterrar a Víctor Jara.
A diferencia de la primera vez en
la que Joan Turner, su mujer, depositó sin responsos, a escondidas, sus
maltratados restos en un nicho del Cementerio General de Santiago apenas
acompañada por un amigo y el funcionario que reconoció el cadáver en la morgue,
serán miles los que estarán a su lado. Ahí se han de juntar los viejos
compañeros de lucha, supervivientes de la dictadura y del exilio con muchachas
y muchachos que han crecido llevando sus canciones en la boca. Habrá hijos de
reprimidos pero también de represores. Llegarán obreros de las poblaciones y
campesinos de los valles a unirse a los mineros que, oliendo a cobre, bajarán
desde Calama.
Mujeres y hombres de toda condición irán de la
mano recordando a Amanda.
Esta vez Joan Turner no caminará
sola. A su lado marchará una multitud que, nadie lo olvide, 36 años después del
crimen, sigue clamando justicia”.
Joan Manuel Serrat. España, 5 de diciembre
2009. Diario El País.
Capítulo 2
Héctor / “Mis manos son lo único que tengo”
Sábado, 15 de septiembre
Pasaron tres
noches desde que Héctor Herrera Olguín no despertaba en su casa. Estuvo
detenido en la Primera Comisaría de Santiago con varios de sus colegas, los
acusaban de “fraude electoral”. Estaban pagando por una gira realizada en la
Cuarta Región, durante los años sesenta, en la que hicieron una especie de
reconocimiento civil. Desde Los Molles hasta el interior de Salamanca, fueron
inscribiendo casamientos, nacimientos con los registros de bautizos, y también
inscribieron a la población con derecho
a voto en el registro electoral. Esto último fue lo que los perjudicó. Los
comicios de la Cuarta Región resultaron
en un amplio apoyo al presidente Salvador Allende. A pesar de que lo culparon
de inventar identidades y de inscribir a menores de edad para que pudieran
sufragar, el 14 de septiembre de 1973 Héctor fue liberado y obligado a
presentarse al trabajo al día siguiente.
Llegó temprano
al viejo departamento de Carnet de Identidad del Registro Civil de Santiago.
Atravesó calles llenas de militares armados en un trayecto tenso en micro,
desde Recoleta hasta el centro de Santiago. Ingresó al gran edificio público,
cuya oficina se encontraba en calle General Mackenna. Atravesó sus pasillos
como de costumbre, pasando junto al mural que él mismo había pintado con sus
compañeros de trabajo. Se quedó mirándolo, estaba lleno de colores y símbolos
revolucionarios. Héctor se detuvo a pensar todo lo que aquella colorida pared
aún significaba para él. Recuerda la época en que su jefe, un hombre de
apellido Jaña, tuvo la idea de pintarlo. El jefe era un demócrata cristiano
y del tipo de hombres que debían tener
perfectamente clara la posición política de todos sus colegas de trabajo. En el
Gabinete no se compartía una sola postura necesariamente, pero se
respetaban mutuamente. Muchos trabajadores del
Gabinete ayudaron en la obra, incluso el jefe, quién gustaba bastante de la
pintura.
–Este mural es sobre la vida, el
estudiante, la universidad, el trabajo, el futuro, todo por lo que nosotros
luchamos– se escucha decir a Héctor, cuando recuerda aquellos días de
principios de los setenta.
En esos días,
era un joven de 23 años, un discreto militante de las Juventudes Comunistas que
llegó el año 1969 al Gabinete de Identificación del Registro Civil. A pesar de
que estuvo matriculado en la Universidad de Chile, decidió apoyar a su familia
económicamente, ingresando al mundo laboral después del liceo. A su corta edad,
ya había adoptado importantes
responsabilidades como funcionario público
y encargado sindical. Sin embargo
aún estaba recién enfrentándose a la adultez cuando el golpe de estado lo tomó
por sorpresa.
Su
contemplación ante el mural se vio interrumpida cuando un ruido metálico de
duras botas resonó en la oficina. Al ruido se sumaron alaridos y retos espontáneos.
Al entrar Héctor se encontró con el director interino, un militar recién
llegado, de pie arriba de una mesa. Inmediatamente y con agresiva autoridad, se
apoderó de la atención de todas las miradas. Levantó su incisivo índice y
apuntó “tú, tú, tú”, separando a una decena de personas sin decirles nada.
Héctor fue uno de los seleccionados con el dedo, su primera reacción mental fue
“me van a matar”, pero el militar se hizo entender oportunamente antes que
cundiera el pánico.
–Se acabó la política aquí señores. ¡A trabajar!
Enseguida
informó que los trabajadores de ese Gabinete habían sido elegidos como
“voluntarios” para ser enviados en comisión especial al Servicio Médico Legal.
La actividad en aquel lugar se encontraba desbordada, siendo necesaria la
colaboración de los funcionarios del Registro Civil para realizar trabajos de
identificación. El militar explicó vagamente la situación y terminó señalando
que debían presentarse cuanto antes, ese
mismo día sábado en la mañana. Todos estaban muy ansiosos y asustados, Héctor
sabía que incluso hasta sus compañeros que apoyaban el golpe sentían temor. Sin
embargo aunque fuera una obligación, los seleccionados se inscribieron sin
chistar para el trabajo especial, probablemente lo hubiesen hecho
voluntariamente de todas maneras.
La mayoría del
personal en el Gabinete era femenino, y existía un grupo de mujeres mayores que
trabajaba con Héctor que en particular llevaban bastante tiempo como
funcionarias, más de diez años para el golpe de Estado. Héctor las reconocía
como “momias”, pero amigas, “amigas así de esas que uno se hace en todas partes
del Gabinete”.
–Es horrible, es horroroso, yo no voy– le dijo una de ellas.
La mujer le
contó que ya habían estado
trabajando en el Servicio Médico Legal. Héctor asumió que los militares las
pasaron a buscar a sus casas durante los días de toque de queda. De ninguna otra manera ellas
podrían haberle comentado de la actividad que ahora él mismo debía realizar. A
pesar de que las actividades laborales se habían detenido por unos días, a
causa del toque de queda, ya había
numerosos procesos de identificación realizados. Incluso eran más fichas que de costumbre, algo completamente fuera de lo
normal. Héctor temió por lo que le
esperaba, supo que sus colegas fueron delegadas porque “no servían” y se
desmayaban frecuentemente. Él, siendo hombre, probablemente no tendría relevo.
El Servicio
Médico Legal hizo el llamado porque ya no
daba abasto. Todo estaba repleto. Los congeladores se habían llenado hacía rato
y los funcionarios no alcanzaban. Generalmente esa labor era exclusiva de la
institución, con dos o tres personas trabajando, se tomaban unas cuantas horas
para la determinación de muerte de un solo cadáver, salvo en casos de homicidios u otras circunstancias
judiciales. En tiempos “normales” al
encontrar muerta a una persona, el Servicio Médico Legal esperaba 48
horas antes de hacerle la autopsia y luego depositaba el cuerpo otras 48 horas
en refrigeradores. Se podía guardar mucho más tiempo, pero en términos legales
ese era el procedimiento. Aunque por lo general, en casos de asesinatos por
ejemplo, no existe la necesidad de identificar cadáveres, porque el Servicio
Médico Legal espera la identificación por parte de la familia. Pero si no es
posible esa individualización, se llama a la Policía de Investigaciones. Sólo
en ocasiones muy especiales recién se recurre al Registro Civil. A ninguno en
el Gabinete de Identificación le había tocado esta responsabilidad antes. Esta
sí que era una excepción.
Cerca del
mediodía, Héctor ya se encontraba en Avenida la Paz, en la actual comuna de
Recoleta, en el pórtico del Servicio Médico Legal, mejor conocida como la
Morgue de Santiago. Estaba ahí con el grupo de diez personas, todos los
voluntarios se presentaron como era debido.
Los escoltan.
Los identificadores no ingresan por la puerta principal, sino por un costado.
Una puerta por el lado del edificio que daba a un estacionamiento. Primero
atraviesan un pasillo estrecho y muy blanco, la temperatura está muy fría y
aislada. El pasillo termina en una puerta al fondo. Sin ninguna sutileza la
puerta se abre y se encuentran en una sala de grandes proporciones, abierta,
que da a un patio, muy amplia en altura y profundidad. Aunque toda la mañana se
lo habían prevenido, y a pesar que Héctor asumía que algo horrible estaba
pasando, no pudo evitar su impresión. El estacionamiento estaba lleno
de cadáveres, era
el espacio suficiente
para guardar muchas ambulancias,
ausentes ahora para dar lugar a
muchísimos cuerpos. Héctor no supo calcular cuantas personas sin vida tenía
frente suyo1. Cientos de cuerpos,
ordenados simétricamente en filas en las paredes y esquinas. A simple vista, se
reconocen hombres, mujeres con niños, ancianos, y jóvenes, muchos jóvenes. El
hedor era insoportable, de inmediato todos los recién llegados
llevaron sus pañuelos
o el cuello
de la ropa
a sus narices
y así
permanecieron, no había
absolutamente ninguna medida de higiene, ni tampoco los previnieron que
llevaran las propias.
Héctor quedó
anonadado y muy afligido, pero no podía permanecer quieto, cualquier reacción podría parecer peligrosa,
así que decidió asumir su papel de funcionario y se limitó a concentrarse en su
trabajo. En principio todo el grupo tuvo una actitud de contar. Los cuerpos
estaban alineados en filas de treinta a cincuenta personas. “Contar significa mirar, mirar caras, rostros y entonces ya llegó un segundo en el que yo no pude
1 El número estimativo
de trescientas personas muertas es algo que Héctor Herrera calcula 36 años
después del suceso. El 2009 el juez del caso Víctor Jara le pide un número
estimativo para que quede constancia en la declaración. “Estaba repleto de
occisos, calculando unas trescientas personas, ordenadas simétricamente, sin
diferenciar sexo y edad, porque incluso habían bebés, niños, mujeres y hombres
adultos”. No obstante, en el testimonio realizado pocos años después del golpe,
Héctor simplemente no se atrevió a dar una cifra.
seguir contando, porque empecé a
fijarme en gente. Lo encuentro parecido a alguien, y uno empieza a fijarse en
detalles ¿ve? No, no se puede contar una cosa así. No podría decir, si la
Morgue se llenó yo no sé cuantos cadáveres realmente… Realmente no se puede
hacer un cálculo”.
El jefe Jaña
estaba con el grupo. Se veía muy confuso, muy nervioso. Su impresión era algo
parecida a la del resto de los funcionarios. Un horror paralizante que fue finalmente superado y digerido a
regañadientes, porque, después de todo, ellos estaban ahí para hacer un trabajo
bajo el ojo de los militares. Jaña se limitó a dar instrucciones:
–De aquí para allá les toca a
ustedes. Tómenles las medidas a las personas, el color de la piel, el color de
los ojos, y después les abren los puños y comienzan a tomar las huellas
digitales.
Héctor se
sentía personalmente afectado ante la espantosa impresión. “Era ¡horrible! Y
más para nosotros ¡pucha! La gente que éramos todos compañeros, de saber que
toda esa gente eran compañeros nuestros. Cada una de esas personas era un
compañero nuestro, era gente que una vez había saltado el que no salta es momio, y bueno, supóngase que ahí usted en ese
momento se encuentra, da vuelta un pasillo muy
blanco y de repente se encuentra con este espectáculo”.
–¡Pucha cabro, para ti debe ser terrible!– dice
Jaña.
–No sólo para mí, sino para todos. Es siniestro
todo esto.
Héctor apenas
contestó, realmente estaba muy perturbado. Casi no hablaba. Estaba pálido. Aún
así tuvieron que comenzar a trabajar. Al poco rato, Jaña volvió muy apurado,
tenía que partir. Les dejó instrucciones a Héctor y al grupo de no moverse del
lugar y seguir trabajando, hizo un gesto diciendo: “Qué vamos a hacer, nosotros
aquí somos funcionarios. Nada más. Ni a favor ni en contra”. Pero ni la
resignación ni nada consolaba el ambiente ingrato de aquella sala.
Veían caras. El
grupo se enfrentaba a cientos de rostros repartidos por todas partes. Héctor
comenzó a fijarse en detalles. Cómo estaban. Se impresionaba por el estado
físico de cada uno. La mayoría estaba
con los ojos abiertos, “la gente que mataron vio a aquel chileno que le
disparó”, pensaba Héctor. Y todo el mundo con las manos empuñadas, muy
empuñadas. Otros con las manos atrás amarradas con sus propias correas del
pantalón y generalmente jóvenes. Muchos jóvenes que se notaban eran obreros por
la vestimenta. Él simplemente seguía trabajando esperando no encontrarse con
nadie conocido.
La situación de
la Morgue era de completo desborde. Los refrigeradores y las salas de
operaciones estaban llenos y al colmarse todos los contenedores, los pusieron
en las orillas, No pasó mucho tiempo hasta que se llenaron los pasillos y hasta
las escaleras. Tanto se colmó el lugar que los cuerpos fueron acarreados al
estacionamiento donde llegó a trabajar Héctor y el grupo de diez. Ahí era donde
los cuerpos llegaban en camiones, apilándose aún más. Fueron
puestos biombos en las entradas para que desde la calle, no se viera lo que
había del otro lado. “Como se concentró tanto cadáver en esos días en el
Servicio Médico Legal, qué hicieron los médicos, dijeron, nosotros no podemos
entregar estos cadáveres al Cementerio porque ya los tomó la burocracia.
Entrando un cadáver al
instituto Médico Legal hay que identificarlo, saber
quién es, lo que se sabe por su carta o carnet de identidad”. Héctor, conocedor
de los trámites administrativos de identificación, sabía que si él no los
ayudaba quizás donde acabarían. Evidentemente, ninguno de los cadáveres tenía
documentos. Ninguno. Héctor se fijó hasta si llevaban anillos para descifrar
algún nombre, datos, algo. Pero la mayoría de las veces, cualquier búsqueda de
una pista era en vano. Hasta ese momento
todavía no llegaba ningún familiar a buscar a su gente. “Claro, había toque de
queda y no se sabía qué pasaba todavía: si el compañero cayó o no cayó o a lo
mejor estaría en otra parte”.
El grupo se dedicó todo el día a
tomar los datos de los cuerpos. Tenían unos formularios entregados por el
Servicio de Registro Civil e Identificación, donde anotaban el número de ficha,
la altura, color de piel, edad aproximada y las diez huellas digitales con
tinta. Era una concentración de características físicas, tratando de salvar los
últimos conceptos de identidad, sin saber realmente quienes eran las personas.
El atuendo y las facciones físicas
daban la mayoría de las veces, una idea de donde provenía la gente. Obreros,
estudiantes, mujeres con las uñas pintadas. Incluso en su propio cadáver, la
gente puede revelar pistas de su quehacer. Una especie de quiromancia física
que poco servía de registro oficial, pero que le daba a Héctor una idea de
quienes podrían ser esas personas. “Ahí lo que era más chocante en esa gran
sala, era que usted encontraba muchos cadáveres vestidos, semi vestidos,
desnudos y unos destrozados. Gente que nosotros no pudimos identificar porque
tenían las manos destrozadas o el rostro”, confiesa Héctor.
Había un grupo en particular que
intrigó a Héctor. Una fila de gente muy joven, alrededor de veinticinco hombres
y mujeres desnudos. Estaban apartados y lo que más los diferenciaba de los
demás cuerpos eran sus cabezas rapadas. Estaban muy maltrechos, muertos de
bala, como la mayoría ahí, pero ¿por qué ellos eran los únicos calvos?
Los camiones del ejército llegaban
constantemente, cada vez con más cuerpos. Durante todo el día. El
estacionamiento se repletaba, era el infierno en la tierra. Los conscriptos los
traían y arrojaban los cuerpos al suelo. La gente del Servicio con algo más de
delicadeza los recibía y acomodaba en cualquier parte del mismo estacionamiento.
–¡Llegó más
mercadería!– gritaban los funcionarios de la Morgue.
Acostumbrados a trabajar con
muertos, para los del Servicio no era ningún problema. Nadie más estaba
aterrorizado como Héctor y sus compañeros. Ellos andaban con cuidado, tocando
lo justo y necesario, esquivando la sangre que estaba regada por todas partes.
Ellos no. “La gente que trabajaba en la Morgue es la gente más fría que yo he
podido ver”, comenta Héctor. “¡Claro! Ellos pisaban por todas partes y
venía un tipo así muy despreocupadamente, andaban haciendo su trabajo con su
carro metálico, así se paraban, tomaban a uno y ¡pum! Lo echaban arriba,
después tomaban a otro, lo sostenían por los pies, y lo echaban arriba y se los
llevaban a la sala de operaciones”.
Héctor se acercaba cada cierto rato
a los médicos del Servicio. Tenía que preguntarles cosas ya que a veces el formulario le resultaba
incompleto y la causa de muerte era
varias veces ambigua. Tres balas, cuatro
balas, salida de proyectil… “Habían
cadáveres que realmente no podíamos determinar por qué
estaban tan destrozados, no podíamos saber cuántas balas les habían tocado. O
si les tiraron una bomba o una granada, porque era gente con la cara
completamente destruida”. Pero para Héctor, más lamentable que el rostro, era
no poder determinar identidades. Las manos, muchas veces Héctor se encontró con
manos cuyas huellas eran indescifrables. “Me acuerdo de un señor que tenía las
manos crispadas, no sé si se estaría afirmando o lo estarían persiguiendo, pero
se notaba que trató de tomarse de algo, y le caería un proyectil, pero tuvo las
manos muy destrozadas, fue un cadáver que nosotros no pudimos identificar, o
sea un NN, o sea un desaparecido porque nadie lo puede ubicar después”. Héctor
se convirtió en un verdadero decodificador de identidades, tratando de
descifrar la vida y la muerte de cada uno, con las pistas que eran más
evidentes.
Ese día cada uno de los funcionarios
enviados, debió haber tomado los datos de alrededor de unos treinta cuerpos. Es
decir entre todos en un día, abarcaron cerca de trescientas personas. Alrededor
de las 16:00 horas Héctor se fue, el toque de queda empezaba a las 18:00 horas
y era preferible no andar corriendo. Las fichas con que se anotaban los datos,
fueron entregados a Jaña, quien por procedimiento administrativo debía pasarlas
al servicio de Dactiloscopia para la identificación del NN, ya que todos los
cuerpos llegaban en esa calidad, sin carné de identidad y sin objetos de valor.
Domingo, 16 de septiembre
Aquel domingo,
Héctor hizo turno. Todo era un verdadero caos en esos días y los militares no
diferenciaban entre jornadas de descanso, aunque nadie lograría descansar con
tanta tensión. Héctor llegó a Avenida la Paz cerca de las 10 de la mañana. Las
calles estaban vacías, sólo en el
interior de la Morgue seguía la misma intensa y cruda actividad del día
anterior. Varios cuerpos habían sido trasladados, pero había aún algunos que
desde el día sábado seguían en el mismo lugar. Héctor se puso a trabajar.
De nuevo las
caras y de nuevo las manos, el tormento parecía no acabar. En el suelo yacían
un grupo de mujeres, de “compañeras” para Héctor. Tomó la fina y pesada mano de
una, bañó la yema de sus dedos en tinta y las presionó en la ficha. Tenía las
uñas pintadas y estaba fría como la nieve. En esa desdichada labor estaba,
cuando una voz con acento sureño lo llama.
–Héctor, ven. Tengo que decirte algo.
Era Kiko, un
colega y compañero de Héctor del Departamento de Identificación del Registro
Civil. Un chilote de 30 años en quién Héctor confiaba plenamente. Kiko lo toma
por el brazo y lo aparta del cuerpo de la mujer que estaba reconociendo. Le
habla de cerca, para que nadie más lo escuche.
–¡Héctor ven!
–¿Qué?
–Está allá un compañero nuestro.
–¿Quién?
–El compañero Víctor Jara…
–¿Qué? No, no. No puede ser.
–Sí.
–No. Pero, ¿Cómo
cayó?
–Mira ahí está.
Juntos, se apartaron hacia el lugar que indicaba Kiko.
Héctor estaba pálido igual que el día anterior y Kiko lo notó.
–Pucha, Héctor,
tienes que ser más fuerte – lo animó Kiko.
Atravesaron un pasillo largo con
centenares de cadáveres en una sección asignada a Kiko para identificar. Había
mucha gente joven, Héctor divisó varios hombres que vestían uniformes de
obreros. Asumió que los demás debían ser de la Universidad por su aspecto
juvenil. Era una sola corrida de 30 personas, el que indicaba Kiko era el
cuarto.
–¿Ves que es
él?– aseguraba Kiko, insistiendo.
–No. no es
nada.
–Si se parece.
–Se parece,
claro… Pero está tan golpeado.
Tenía los
pómulos hinchados, uno bastante moreteado. Al parecer, llevaba cuatro o cinco
días muerto. Estaba de espaldas. Llevaba una chaqueta común, pero le quedaba
estrecha, y la tenía levantada por la espalda. Vestía una camiseta azul con
cuello redondo de rayitas blancas, de
esas líneas tenues que se pierden con la mirada. La chaqueta y la camiseta
estaban levantadas completamente hasta la altura de las axilas, dejaba todo el
pecho al descubierto. A sus blue jeans le habían bajado la bragueta y se le veía
el calzoncillo azul marino. Tenía los pantalones puestos todavía y los zapatos
y calcetines negros. Su cabello estaba apelmazado de sangre y tierra.
El pecho
descubierto mostraba la mayoría de las profundas heridas que le habían inferido
de frente. Desde el pecho al estómago tenía un gran agujero, destruido,
ametrallado, cada impacto de bala con un intervalo de uno a tres centímetros,
en la posición en que estaba. Tenía una herida en la frente y sus ojos, si bien
estaban serenamente abiertos, su mirada
era desafiante.
–Le dieron duro– exclamó Héctor luego de observarlo.
–Tienen que haberlo rematado después de muerto– observó Kiko.
–No me parece que fuera él – reiteró Héctor incrédulo.
–Sí, es él, fíjate bien– dijo el chilote.
Muchas veces
Héctor lo había visto en el teatro Caupolicán cantando en vivo, en televisión y
en presentaciones. No se parecía en nada a la imagen
que él tenía de Víctor Jara. Simplemente no era la persona que él había
observado, aunque la verdad nunca tuvo
la oportunidad de estar cerca de él. Lo había admirado
siempre, “como compañero que cantaba muy bien”, pero Héctor sólo lo identificaba por
las fotos. Así, golpeado como estaba, nadie podría ser reconocido. Realmente no
creía, ¿Era posible que ese hombre maltrecho fuese el alegre y brillante
trovador que había escuchado tantas veces en peñas y conciertos?
–Sea quien sea, lo tienen que haber arrastrado,
porque, mira, su pelo está lleno de tierra, apelmazado– observó Héctor ante el
cuerpo que tenía enfrente.
–¿En que parte lo habrán encontrado que está así?– preguntó Kiko.
–Fíjate en la muñeca, ahí aparece.
La mayoría de
los cuerpos tenían una marca, un papel amarrado con una cuerda de cáñamo o un
alambre en el que se señalaba “procedencia”. A cada cuerpo que llegaba en los camiones, los funcionarios del Servicio
Médico Legal ponían tal marca antes de ingresarlos a la Morgue. El cartón podía
indicar tanto el lugar de muerte o el lugar de Santiago donde fue encontrado el
cuerpo. Todo era muy confuso, poco preciso o a veces ambiguo. Al tomar la mano
de Víctor, el pedazo de cartón mal cortado decía “octava comisaría”.
–¿No debería decir “Universidad Técnica” o algo así?– preguntó Héctor.
–No sé. Quizás dónde lo encontraron.
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