martes, 27 de enero de 2015

70 Aniversario de la liberación de Auschwitz




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Auschwitz, un campo que resume todo el horror nazi

El centro de exterminio, en el que fueron asesinadas más de un millón de personas, estuvo en el centro del Holocausto

El sistema de exterminio nazi implicó a todos los estamentos del Estado, toda la administración alemana colaboró de una forma u otra con la Shoah. Y todo se puede resumir en un solo lugar: Auschwitz-Birkenau, de cuya liberación se cumple este martes el 70 aniversario. “No digo que cada alemán, pero sí que cada Ministerio, cada elemento organizado de la sociedad, no importa lo pacífico que pareciese, tuvo su papel”, señaló el historiador Raul Hilberg en una entrevista con este diario. Hilberg (1926-2007), que colaboró en la recopilación de documentos para los juicios de Nuremberg, es autor del que se considera el estudio más importante para entender el Holocausto, La destrucción de los judíos de Europa (Akal), un trabajo monumental de 1.500 páginas al que dedicó toda su vida. El libro concede un gran espacio a los trenes porque Hilberg mantenía que “son los ferrocarriles los que mejor pueden explicar la historia”. Y la situación geográfica de Auschwitz, el más gigantesco campo de la muerte nazi, se explica precisamente porque allí se encontraba un importante nudo de comunicaciones ferroviario. “Auschwitz en su destructivo dinamismo era la encarnación física de los valores fundamentales del estado nazi”, escribió el historiador Laurence Rees en Auschwitz. Los nazis y la solución final (Crítica), un libro y un documental de la BBC. Sólo dos meses después de la llegada de Hitler al poder, los nazis abrieron el primer campo de concentración, en 1933. Pero cuando comenzaron a llevar a cabo la Solución Final, la exterminación de los judíos de Europa, el sistema de los Lager dio un salto en el horror. El Estado hitleriano instauró dos tipos de campos, los de concentración, destinados a matar con trabajo esclavo a todo tipo de enemigos políticos y a aquellos que consideraban elementos racialmente impuros, desde judíos hasta homosexuales, comunistas o republicanos españoles, y los de exterminio, destinados a la aniquilación directa de seres humanos en cámaras de gas, todos ellos situados en la Polonia ocupada.

En su obra magna, Hilberg explica la evolución del antisemitismo enfermizo de los nazis hasta el Holocausto: las primeras leyes raciales, las primeras persecuciones, los guetos y, desde el inicio de la II Guerra Mundial, los llamados Einsatzgruppen, los batallones de ejecución que en Polonia y en la antigua URSS asesinaron a millones de judíos a cielo abierto (se calcula que la mitad de los seis millones de muertos del Holocausto fueron asesinados en campos y que la otra mitad fueron ejecutados). Sin embargo, los arquitectos de la Solución Final consideraron este método insuficiente, por su lentitud y por la enorme presión psicológica que ejercía sobre los asesinos. Una de las muchas cosas que cuenta el gran escritor italiano Primo Levi (1919-1987) en el primer volumen de sus memorias de Auschwitz, Si esto es un hombre, es que los encuentros con los guardias de las SS eran escasos porque habían creado todo un sistema para mantenerse lo más lejos posible del horror directo. Esto forma parte de la “banalidad del mal” que describió Hannah Arendt –que, dicho sea de paso, mantuvo una larga polémica con Hilberg, aunque utilizó mucho su libro en su ensayo Eichmann en Jerusalén– y que con 50.000 guardas permitió sostener todo el sistema de los campos de la muerte.

Así, se surgió una de las ideas más diabólicas de la historia, el exterminio industrial de un grupo étnico a través de cámaras de gas. Se crearon seis campos de exterminio, todos en la Polonia ocupada, todos situados cerca de nudos de comunicaciones: Chelmo, Belzec, Treblinka, Sobibor, Maidanek y Auschwitz-Birkenau. Pero este último era diferente de los demás, por su gigantismo y porque era también un campo de concentración, del que dependían decenas de pequeños Lager. Birkenau, donde estaban las cámaras de gas y los hornos crematorios, era una ciudad de la muerte, que llegó a contener 70.000 presos a la vez. Pero existía todo un sistema de campos de concentración satélites, en los que se utilizaba el trabajo eslavo de los presos, sometidos también a todo tipo de tormentos de hambre, maltrato físico, miedo y terror.

Las cifras son tan salvajes que resultan casi imposibles de imaginar: por el complejo de Auschwitz pasaron 1,3 millones de deportados, de los que sobrevivieron 200.000. Un millón de los presos fueron judíos de casi todos los países de Europa, 450.000 de ellos húngaros. Murieron también gitanos, presos políticos polacos, prisioneros de guerra soviéticos, homosexuales, testigos de Jehová... Treblinka, que era un campo relativamente pequeño, estaba pensado sólo para matar. A diferencia de Auschwitz, no se producían habitualmente selecciones de presos para determinar quién debía morir y quién debía vivir. Todos estaban destinados a la muerte. Aquí, de nuevo, la cifra supera la razón: entre julio de 1942 y octubre de 1943, 750.000 seres humanos fueron asesinados.
En la citada entrevista con este diario, Hilberg explicaba así el sistema del exterminio: “Fuera de la URSS o de Polonia no se produjeron asesinatos masivos al aire libre, no se asesinaba a los judíos y se tiraban sus cadáveres al Rin. Había que llevárselos y que nadie supiese dónde iban o lo que pasaba con ellos. Quizá son los ferrocarriles los que mejor pueden explicar la historia. Me costó muchos años encontrar documentos sobre los ferrocarriles, pero finalmente hallé los archivos sobre la construcción de Auschwitz en Moscú. La famosa línea férrea que pasa por debajo de la llamada Puerta del Martirio hasta las cámaras de gas no entró en funcionamiento hasta abril de 1944, fecha a partir de la que fueron exterminadas el 60% de las personas asesinadas allí. Es fascinante la correspondencia entre los SS y los responsables del ferrocarril, ahí está todo. Los SS no podían presionar a los ferrocarriles, que tenían un enorme poder, ya que el esfuerzo bélico dependía de ellos y eran quienes decidían las prioridades. Los SS exigieron la construcción de esa línea hasta las cámaras de gas y entonces los ferrocarriles dijeron que de acuerdo, pero que debía ser pagada por las SS porque se trataba de una línea privada, un argumento que utilizaron acogiéndose a una ley de Baviera. Era el tipo de correspondencia que descubrí y es la forma de comprender la mentalidad de esa gente. Se pagaba por cada deportado, pero sólo la tarifa de ida, la mitad de la tarifa si eran niños o una tarifa de excursión si eran más de 500... Puede parecer muy extraño, pero es la forma en que se hizo. Ellos intentaban teñirlo todo de normalidad, como si hablasen de la organización de unas vacaciones, no del exterminio masivo de seres humanos”.


Auschwitz, que estuvo operativo entre junio de 1940 y el 27 de enero de 1945 cuando fue liberado por las tropas soviéticas, encarna todo ese sistema, que tenía como objetivo la aniquilación física, pero también moral de las víctimas. En eso todos los campos eran iguales. Como escribió Primo Levi, “en la práctica cotidiana de los campos nazis se realizaban el odio y el desprecio difundido por la propaganda nazi. Aquí no estaba presente sólo la muerte sino una multitud de detalles maníacos y simbólicos, tendentes todos a demostrar que los judíos, y los gitanos, y los eslavos, son ganado, desecho, inmundicia”.

La voz inagotable de los supervivientes de Auschwitz

Primo Levi, Elie Wiesel, Imre Kertész y Odette Elina escribieron obras maestras. Así era el mayor centro nazi de exterminio
GUILLERMO ALTARES  
En el 60 aniversario de la liberación de Auschwitz estuvieron presentes 1.500 supervivientes. Este año, una década después, se esperan 300. Los historiadores calculan que del millón trescientas mil personas deportadas, sobrevivieron en torno a 200.000. Setenta años después de la entrada de las tropas rusas en el campo de exterminio nazi, la era de los que estuvieron allí llega a su fin, los testigos, tanto las víctimas como los verdugos, se extinguen lentamente. Ya hace diez años, cuando publicó su monumental investigación sobre el campo, el historiador británico Laurence Rees se sentía apremiado por esa próxima ausencia inevitable. “En poco tiempo, el último superviviente y el último criminal se reunirán con quienes fueron asesinados en el campo”, escribe en Auschwitz (Crítica), un libro y un documental de la BBC. “Entonces no quedará nadie en esta tierra que haya conocido directamente lo ocurrido en ese lugar. Y existe el peligro de que, cuando esto suceda, la historia se funda con el pasado distante y se convierta apenas en un acontecimiento terrible entre muchos más”.

Existen cientos de testimonios grabados, miles de libros, museos de un rigor apabullante o fotos espeluznantes en su naturalidad —como la serie que se conserva de judíos húngaros seleccionados para las cámaras de gas que esperan charlando, sentados en un prado, la terrible suerte a la que son ajenos—. Y, claro, está el propio campo de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, patrimonio de la Humanidad de la Unesco, que se prepara para una gran transformación precisamente por la desaparición de los testigos. Los responsables de la gestión del antiguo campo nazi se enfrentan a su compleja restauración y a la adaptación del museo para generaciones que no vivieron la II Guerra Mundial. También, y no es asunto baladí, para una Europa que en algún momento pensó que se había librado de la sombra del fascismo y del antisemitismo cuando la realidad está demostrando exactamente lo contrario.
Sin embargo, Auschwitz, la Shoah, ofrece una forma de memoria única, imborrable, que retrasa en cierta medida, tal vez para siempre, la desaparición de los testigos: un puñado de obras literarias imborrables, testimonios vivos del horror, que logran contar lo que no se puede contar. Los libros de los que estuvieron ahí, algunos fallecidos, otros todavía vivos, Primo Levi (1919-1987) con su trilogía sobre Auschwitz, que arranca con Si esto es un hombre (Península); Elie Wiesel (1928) con La noche, el alba, el día (El Aleph), Imre Kertész (1929) con Sin destino o Kaddish por el hijo no nacido (Acantilado) y Odette Elina (1910-1991) —menos conocida aunque no menos importante que los anteriores, porque sólo escribió un libro, Sin flores ni coronas (Periférica)— representan cumbres de la literatura universal y, a la vez, testimonios imprescindibles de “la noche más negra de la humanidad, cuando millones de personas sufrían y morían bajo el terror nazi”, como escribió William Styron, autor de una notable novela sobre el campo, La decisión de Sophie.

Sin embargo, por muchos millones de ejemplares que haya vendido El niño del pijama a rayas (que muestra el inagotable interés del lector por el Holocausto), la ficción no puede ser el vehículo para entrar en la memoria del campo. A la lista anterior habría que añadir El diario de Ana Frank, la niña holandesa fallecida en Bergen Belsen tras pasar por Auschwitz cuyas memorias son uno de los pocos libros sobre los que se puede decir que son universales; Maus (Mondadori), el cómic de Art Spiegelman que relata la historia de su padre y que es una imborrable reflexión sobre los supervivientes del Holocausto; y Shoah, el documental de Claude Lanzmann, que relata el conjunto de los campos de la muerte.

“Que este testimonio pueda despertar en ellos el horror del nazismo, pero también la esperanza en el porvenir del hombre”, escribe Odette Elina, judía francesa, deportada también como resistente, que logra capturar lo indecible en menos de 100 páginas. Sin embargo, su libro, como los de Primo Levi, Kertész (premio Nobel de Literatura) o Wiesel (premio Nobel de la Paz), tiene un fondo profundo de desesperanza porque gira en torno al gran tema que plantea la Shoah: la superviviencia y la deshumanización, la destrucción de los seres humanos bajo el terror máximo del exterminio.

“El odio entre los detenidos, aquel odio surgido de la lucha por la vida”, asegura Elina. “Las bestias quieren arrebatarnos lo que nos resta de dignidad, quieren dejar en nosotros sólo los instintos animales”, prosigue. Wiesel relata cómo, cuando trataba de salvar a su padre muy enfermo, el jefe del barracón le dice: “Escúchame bien pequeño. No olvides que estás en un campo de concentración. Aquí cada uno debe luchar por sí mismo y no pensar en los demás. Ni siquiera en su padre. Aquí no hay padre que valga, ni hermano, ni amigo. Cada uno vive y muere para sí, solo. Te ofrezco un consejo: no des más tu ración de pan y sopa a tu viejo padre. No puedes hacer nada por él. Y te matas a ti mismo. Al contrario, deberías recibir su ración”. Primo Levi lo expresa así: “Es hombre quien mata, es hombre quien comete o sufre injusticias; no es hombre quien, perdido todo recato, comparte la cama con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino terminase de morir para quitarle un cuarto de pan, está, aunque sin culpa suya, más lejos del hombre pensante que el sádico más atroz”.

Son sólo pequeños fragmentos de obras literarias inmensas y a la vez testimonios documentales inagotables que nunca terminaremos de leer porque nunca terminaremos de entender. Como dijo Elie Wiesel en una entrevista con este diario: “Hay en la humanidad fuerzas tenebrosas, destructoras; dado que esas fuerzas están vivas y actúan, es ahí donde el desafío se presenta al hombre. Pero no basta con la vigilancia. El acontecimiento es ontológico, trascendente. No podemos decir que hay sólo una lección. Hay mil lecciones y no hay ninguna. Todavía no hemos conseguido abordar este tema. Se queda fuera de todo entendimiento, de toda percepción. Podemos comunicar algunos retazos, algunos fragmentos; pero no la experiencia. Lo que hemos vivido nadie lo conocerá, nadie lo comprenderá”.

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