La existencia de un mercado en un servicio social, como es en la educación, no se da naturalmente. Para ello se requiere “inventar la competencia” entre ofertantes. En otras palabras, con el fin de que un mercado escolar funcione se deben crear dispositivos materiales y simbólicos que produzcan diferencia entre establecimientos.
La igualdad en el mercado escolar no es una aspiración sino un problema. En este esquema, la publicación y ordenación del Simce entre escuelas es clave, pues permite crear distinción y jerarquía.
En meses de aplicación Simce es necesario volver a debatir sobre el lugar de esta evaluación estandarizada en el modelo actual y preguntarse sobre su aporte. Es importante saber que la Ley de Aseguramiento de la Calidad de la Educación (2011) establece rankear el desempeño de los establecimientos sobre la base de cuatro categorías –desde el nivel alto al insuficiente–, a partir de los resultados Simce, sumados a la evaluación de los “otros indicadores de la calidad”, tales como convivencia escolar y autoestima académica.
Argumentos en contra ha habido múltiples, pero quisiera detenerme en uno: la política no establece un horizonte de igualdad. Los rankings y el ordenamiento de escuelas pueden en parte reflejar las inequidades del sistema escolar, pero a la vez las producen e intensifican. Los números no son neutrales, también nos constituyen.
Pensemos: ¿pueden todos los establecimientos ser clasificados como una buena escuela de “alto nivel”? ¿Pueden todas las escuelas estar en semáforo verde? No, ni está como objetivo en el imaginario político. Por el contrario, es justamente una fórmula que tiene el propósito de comparar y distinguir.
Los rankings y el ordenamiento de escuelas pueden en parte reflejar las inequidades del sistema escolar, pero a la vez las producen e intensifican. Los números no son neutrales, también nos constituyen.
Más allá del debate sobre qué o cuánto evaluamos y los procedimientos estadísticos sobre cómo controlar mejor el nivel socioeconómico del estudiantado, el punto crítico es que el modelo basa su mecanismo de mejoramiento en torno a la diferenciación, comparación y jerarquización.
La política pública además ha dado señales contradictorias. Mientras se les pide a los establecimientos que sean inclusivos, se premia y celebra a aquellos que preparan focalizadamente a sus estudiantes para rendir las pruebas estandarizadas y adquieren ventaja evidente aquellos que efectúan prácticas selectivas y excluyentes. Aunque haya una Ley de Inclusión (2015), se traspasa una tensión a las escuelas al intentar generar una educación inclusiva y, por otra parte, esforzarse por acumular un capital simbólico en el mercado por medio de puntajes Simce y una clasificación favorable de “escuela de excelencia”.
Aspirar a una educación equitativa requiere terminar con la publicación del Simce y el ordenamiento de las escuelas. Establecer un horizonte de igualdad implica que los esfuerzos del Estado estén centrados no en evaluar, rankear y sancionar, sino que en mejorar sustantivamente las condiciones de los establecimientos escolares, la calidad de la formación docente y el acompañamiento profesional.
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