jueves, 14 de enero de 2016

El “Chapo” ‘glamourizado’ antes de Hollywood.


No estábamos precisamente en el Triángulo Dorado donde se incuba el negocio de las drogas o en una ranchería perdida y escasa de oportunidades, sino en una escuela urbana y céntrica de la Ciudad de México. Los hiperactivos adolescentes no dejaban de gritar mientras yo intentaba contarles mi libro acerca de los efectos de la narcoviolencia. Frustrada, les pregunté para cambiar de estrategia sus planes de futuro y casi todos, hombres y mujeres, respondieron que querían ser como El Chapo. La maestra confirmó el dato avergonzada.

Repasamos entonces lo que sabían de su personaje favorito y de sus similares que aparecen en pantalla, glamourizados, paseando por la alfombra roja, inspirados en cualquier Pablo Escobar o Reina del Pacífico. Entonces les fui revelando detalles que desconocían de su vida real: cómo la esposa de uno fue asesinada, su cuerpo marcado como ganado, y el hijo veinteañero cosido a balazos; cómo a aquél lo encontraron paranoico en un agujero pestilente, desconfiado de su propia sombra.

Escucharon atentos. No habían oído acerca de la vida de esos famosos detrás de las cámaras . Esbozamos una idea: Chapo sólo hay uno entre millones, es como el Slim pero del negocio de las drogas, el beneficiado por los poderosos, útil al sistema; en cambio, las vidas de los ‘narcos’ que no tienen serie de televisión salen en la nota roja: son las de esos miles de muchachitos desechables que vemos colgados de puentes o esas chicas enterradas en baldíos. Su tiempo de vida se calcula en tres años.     Salí de esa escuela con un sabor de derrota que se repite cada que veo a los capos de la droga exhibidos en los medios a través de sus pistolas de oro con diamantes incrustados, su harem de reinas de belleza, su hilera de autos de colección, sus zoológicos con animales de exportación, como los muestra el gobierno. La información estará incompleta si no agregamos las miles de muertes que llevan en su contabilidad, las comunidades enteras forzadas a abandonar sus tierras huyendo de su guerra, las caravanas de familias que buscan a sus hijos desaparecidos en sus territorios, el lento juvenicidio de quienes venden su alma para saciar sus adicciones.

Me quedé con las ganas de que esos alumnos escucharan a Gloria y Ana Lozano, las hermanas que perdieron a sus dos únicos hijos en la masacre de 2008 en Creel, un pueblo turístico de Chihuahua donde la narcocultura envenenó el aire y la plebada suspira con los narcocorridos y las trocas del año, como aquellas que otros jóvenes llevaban el día que, protegidos por policías, rafaguearon a sus hijos con 10 jóvenes y un bebé que disfrutaban de unas carreras.

O presentarles a los periodistas que encuentro vagando como almas en pena en las redacciones de periódicos norteños o exiliados en Estados Unidos, obligados a empezar de nuevo y el susto atorado en las tripas, porque al señor de la plaza no le gustó lo que escribieron y mandó matarlos. Y no todos sus colegas sobrevivieron. Apenas la semana pasada, en las vías del tren que sale de Chihuahua a la sierra conocí unos migrantes llevados como esclavos a pizcar droga. No encontraron a los mentados narcos que regalan carretadas de dólares, mandan comprar medicinas a los enfermos, organizan fiestas para todos; a ellos les pagaron con golpizas.

En la mentalidad mexicana ganó la representación estilizada y aséptica de nuestros narcos. Esa representación que también ha sido moldeada con entrevistas a modo, hechas por periodistas o no, donde los mafiosos hablan como orgullosos hombres de negocios y los sicarios detallan como chefs sus métodos de muerte, donde gana la fascinación por el personaje y no se les pregunta sobre cómo es su alianza con el gobierno y, mucho menos, se les confronta con el dolor de sus víctimas.
PD. En Italia un día al año en plazas públicas, iglesias y escuelas se recuerda a las víctimas de la mafia. Sus familiares acuden a las cárceles para hacer saber a los asesinos del dolor que causan y dan su testimonio en escuelas donde los niños sueñan con ser mafiosos.
Sobre Marcela Turati.  Fundadora de la Red Periodistas de a Pie. Colaboradora en la revista Proceso. Autora de "Fuego Cruzado: las víctimas atrapadas en la guerra del narco". Ganadora de varios premios internacionales entre los que destaca el Premio de Excelencia de la FNPI, Premio Wola de Derechos Humanos y Premio a la conciencia e integridad en el periodismo de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard.

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