Este 3 de enero se cumplieron ocho años del asesinato de Matías Catrileo Quezada, estudiante de agronomía de la UFRO baleado por el cabo segundo de Carabineros Walter Ramírez en 2008. Sin obtener la justicia que deseaban por la condena que la Justicia Militar impuso al carabinero, en diciembre pasado se cerró la ardua batalla judicial, tras conseguir el triunfo en la demanda civil que presentaron contra el Estado chileno por daños morales. Con Mónica, su madre, y Catalina, su hermana, radicadas en Temuco, la familia pone sus esperanzas en la causa mapuche. Mario Catrileo, Mónica Quezada y la hija de ambos, Catalina, vivieron un nuevo Año Nuevo sin grandes celebraciones: estaban en las vísperas del octavo aniversario de la muerte de Matías Catrileo Quezada, muerto por un disparo del cabo segundo de Carabineros Walter Ramírez en el año 2008.
Para conmemorarlo, los tres se tomaron libres esos días. Mario, padre de Matías y trabajador en una compañía de seguros, dejó sus labores y viajó a Temuco. Allí lo esperaban Mónica, su exesposa, y Catalina, su otra hija, que postergó por unos días su viaje a la comunidad Juana Millahual -donde asesora profesionalmente a un grupo de mapuche que manejan un camping en tierras recuperadas-, para estar junto a su familia. El 3 de enero pasado participaron de una jornada de conversación sobre el tema mapuche y marcharon por Temuco en honor a Matías.
Después del asesinato de Matías y de liderar por cuatro años toda la batalla judicial –que terminó con el cabo segundo Walter Ramírez condenado por violencia innecesaria con resultado de muerte a tres años y un día de libertad vigilada–, su madre y su hermana, decidieron mudarse a Temuco en 2012. A Catalina, que estudió la carrera de ecoturismo en Santiago, nunca le gustó la ciudad y Temuco, el sitio elegido, los acercaba a Matías. “Aquí murió y aquí lo enterramos. De alguna manera, viviendo aquí, estamos más cerca de él”, dice la hermana menor del joven a The Clinic Online. Esa ciudad, capital de La Araucanía, fue el lugar que Matías escogió para vivir hace once años atrás. Después de abandonar el Liceo Lastarria en cuarto medio, estudió música y mapudungún. Llevaba un tiempo interesado en el tema mapuche, motivado entre otras cosas, por el asesinato de Alex Lemún en 2002.
Ya al cumplir dieciocho años, hizo el servicio militar. La familia, siempre crítica de la dictadura de Pinochet, intentó disuadirlo, pero él insistió. Según recuerda su hermana Catalina, se inscribió para “aprender del enemigo”. Después de cerca de un año en el regimiento, Matías decidió estudiar agronomía, porque quería vivir en el campo. Postuló a la Universidad de la Frontera (UFRO) en Temuco y se mudó a la casa de su tía, hermana de su papá, casada a su vez con Pedro Marimán, de una familia de historiadores. “Con nuestra tía vivió un año. Era un buen momento para él porque acá ya conocían hace años la realidad mapuche. Por ahí hay algunos que son historiadores, así que aprendió mucho”, dice Catalina.
Al poco tiempo, tras cambiarse a vivir con compañeros de la universidad, se emparejó y cumplió su expectativa: se trasladó al campo y comenzó a vivir en una casa en la localidad de Labranza, en la comuna de Temuco. En ese momento ya estaba mucho más involucrado con el movimiento mapuche y visitaba continuamente a las comunidades del sector, ayudando en lo que podía. Tuvo varios contactos con la Coordinadora Arauco Malleco y con algunos presos que mantuvieron huelgas de hambre. Fue tan fuerte el interés que esa actividad fue desplazando de a poco a sus estudios y Matías congeló su carrera en el segundo semestre de 2007.
Sólo unos meses después, el 3 de enero de 2008, una bala de una subametralladora UZI disparada por el carabinero Walter Ramírez lo alcanzó por la espalda cuando participaba de una toma del fundo Santa Margarita. Su padre se enteró de la noticia en el trabajo, en Santiago, cuando lo llamó su cuñado. “Hubo un accidente, alguien murió, parece que fue Matías”, fue lo que escuchó a través del teléfono. Desde ahí empezó un doloroso tránsito que en términos judiciales terminó en diciembre de 2015, cuando la Corte Suprema ratificó que Walter Ramírez era responsable de la muerte de Catrileo y entregó una indemnización a Mónica y Catalina, por $80 y $50 millones respectivamente. En una noticia que sorprendió a varios, la familia decidió donar, tanto ese monto como los $60 millones ganados por su padre en su demanda al Estado, a una ONG que está en construcción aún.
“Nosotros rechazamos totalmente la forma que tiene el Estado chileno de expiar sus culpas o intentar hacer algo a través de la plata. Pero como la gente necesita el dinero, hemos decidido donarlo a una ONG que apoya a las comunidades. La organización está aún en construcción y falta todavía para concretar ese aporte. Según los abogados el pago de la indemnización será como en seis meses más”, cuenta la hermana de Matías. Con el triunfo en la demanda civil contra el Estado por daños morales –que se suma a la ganada por su padre en 2013 que significó el pago de $60 millones–, se dio por cerrada la lucha legal en Chile en torno al asesinato de Matías. “Es una reparación simbólica que no tiene nada que ver con la justicia. La justicia se habría dado, probablemente, si hubieran juzgado al carabinero en tribunales civiles y no en la Justicia Militar”, dice Mario desde la cordillera de la IX región, donde pasa unos días de descanso.
El texto de la Corte Suprema que consagró la indemnización rezaba: “quedó establecido, además, en dicho proceso criminal que el cabo segundo Walter Ramírez Inostroza utilizó armas de fuego no existiendo un peligro real e inminente para su integridad, razón por lo que la violencia ejercida al momento de los hechos fue del todo innecesaria y no encuentra motivo racional que la justifique. A mayor abundamiento, no existe una equivalencia entre las agresiones percibidas por parte de los funcionarios policiales y los medios empleados para repelerlas, esto es, efectuar entre 5 y 6 disparos con un arma de fuego semi automática y de largo alcance”. Para Catalina, la constatación de lo ocurrido es lo que más valora tras años de lucha judicial. “Todo esto ha servido para demostrar con evidencia lo que pasó. Nos ha servido para que la prensa tenga que decir que fue un carabinero el que mató a Matías, tenga que decir que el Estado tiene responsabilidades en los hechos. Ha servido para revelar la verdad. Pero justicia no ha habido”, explica.
UNA FAMILIA MAPUCHE
Los Catrileo con los que se crió Mario, el padre de Matías, no eran una familia mapuche. Si bien lo eran tácitamente por tener el apellido, nunca tuvieron una relación estrecha con su herencia cultural. Su padre se crió en San Vicente de Tagua Tagua y él en Santiago, donde se radicó definitivamente al casarse con Mónica. En la capital crecieron Matías y Catalina, separados sólo por tres años de diferencia. Matías era el mayor. “La relación con mi herencia mapuche siempre fue distante”, recuerda Mario. “No fue una situación de vivencia cercana. Vivíamos muy lejos de la zona donde hay gran cantidad de mapuches, donde se conservan las costumbres. Éramos una familia común y corriente”, recuerda. Pero cuando Matías, en plena adolescencia, se comenzó a interesar en su origen el tema resurgió en el seno familiar. Junto a su hermana intentaron investigar sobre su apellido pero no pudieron llegar muy lejos. Valentín Catrileo, su bisabuelo, fue el pariente más lejano del que lograron averiguar y descubrieron que también había nacido en San Vicente de Tagua y Tagua. “Nunca supimos de donde viene el apellido. Perdimos nuestros orígenes, nuestro lof”, indica Catalina, refiriéndose al término en mapudungún para designar al clan familiar.
Cuando Matías fue a Temuco el 2005 a estudiar en la UFRO, los Catrileo Quezada tenían claro que lo hacía para estar más cerca de sus orígenes y entender bien el conflicto mapuche. Siete años después de su llegada, Mónica y Catalina se trasladaron para vivir a la misma ciudad. Mario se quedó en Santiago y se hace el tiempo en los primeros días de enero de cada año para visitar la zona y conmemorar la muerte de su hijo. Con Temuco como corazón, “el centro de Wallmapu”, la familia ha podido acercarse a su herencia, estableciendo relaciones con muchos mapuche involucrados en la causa de su pueblo.
“Todos estos años para mí y para nosotros como familia han significado un descubrimiento de todo lo que ocurre con el pueblo mapuche. Antes vivíamos en Santiago y si bien sabíamos a grandes rasgos lo que pasaba, era muy poco lo que sabíamos a ciencia cierta. Fue un impacto muy fuerte ver lo que ocurre, la realidad que se vive en el campo día a día. Para todos fue un cambio 360 grados, otro mundo que empezamos a descubrir y a conocer y que nos ha llevado también a entender por qué Matías estaba luchando”, dice Catalina.
“NO FUE EN VANO”
A ocho años de la muerte de Matías y luego que Walter Ramírez cumpliera la condena de la Justicia Militar, la familia Catrileo Quezada sigue el día a día. Mónica está cerca de jubilarse por sus años como estadística en la prensa económica, Mario continúa incansablemente con su trabajo en el mundo de los seguros y Catalina reparte sus tiempos entre pegas improvisadas en invierno y el ejercicio de su profesión –ecoturismo– en verano.
Con todo el escenario legal terminado en Chile –tras la condena y las indemnizaciones– lo único que les queda es esperar el resultado de su demanda ante la Corte Interamericana de los DDHH. “Se demoran como diez años eso sí. Allí, a partir del caso de Matías exponemos el problema de la Justicia Militar. No lo hacemos esperando justicia, porque sabemos que no vamos a obtenerla. Lo hacemos como una forma más de denunciar, en diez años más, cuando salga el resultado, que hubo un Matías Catrileo y que hay un pueblo que está en proceso de lucha y resistencia. Ya no tenemos mayores expectativas”, explica la hermana de Matías.
En todos estos años ninguna autoridad de gobierno ni de Carabineros de Chile, según cuentan, se les ha acercado para pedir una disculpa o hacer algún gesto concreto. Pero si algo han sacado en limpio de esta dura situación es lo que hoy significa la figura de Matías en el mundo mapuche. “Hay que ir superando y buscando dentro de todo lo malo las cosas que son más positivas, lo rescatable de todo esto”, dice su padre. “El asesinato de Matías no fue en vano. Ha trascendido más allá de su corta vida y ha ayudado a despertar en muchachos el interés por la causa de su pueblo”.
Para Catalina ahí radica la esperanza: “Hemos visto cómo han aumentado el número de comunidades que han tomado la conciencia que es por la vía de la movilización y la organización que se van logrando las cosas, a pesar de las consecuencias, que nosotros entendemos muy bien. Eso nos da fortaleza y nos da entender que la lucha de Matías siempre fue justa y necesaria”.
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