sábado, 2 de enero de 2016

LA INFANCIA, LA NIÑEZ, LAS INTERRUPCIONES


LAINFANCIA, LA NIÑEZ, LAS INTERRUPCIONES
Carlos Skliar Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales FLACSO,  Argentina
Resumen

La infancia, la nuestra y la del mundo, tal como se ha visto  desde hace siglos por el ideal humanista no es, no existe, se fue, difícilmente vuelva, tal vez nunca existió. Esa alma sin lenguaje, afásica, vacilante, zozobrada, aturdida, desacomodada, coleccionadora, soñadora, ingenua, metida para sí misma en su propio mundo, enredada en sus propias sensaciones, corresponde a una época diferente a la de hoy. No sobrevivió a la globalización, a la escolarización cada vez más temprana, ni a las imágenes pervertidas de la publicidad, ni a las representaciones ingenuas que todos reproducimos. No sobrevive ni al hambre excesiva ni al consumo excesivo. Se convierte en otra cosa. Algo uniformemente informe. Algo que no es el "niño actual en la escuela". No alcanza, al menos para mí, disponer de un retrato elaborado de antemano o de una fotografía instantánea o de una cinematografía veloz y evanescente. El tema el niño, hoy, la escuela- que no es un tema sino un desborde de cuestiones, exige algo de detenimiento, de cuidado, pero al mismo tiempo de asumir riesgos, de
poner en juego percepciones extremas. No apenas el concepto de “niños hoy en  la  escuela”, rápido y certero que, luego será quizá subrayado por alguien  a  quien  desconozco.

Palabras clave: infancia, humanismo, escuela
  

LA INFANCIA, LA NIÑEZ, LAS INTERRUPCIONES

1.   Comienzo este texto exactamente por donde lo terminaré. No es un problema de optimismo o de pesimismo o de desazón. De amor o de desamor por los niños, de ilusión o desilusión por la escuela, por lo educativo. No se trata aquí de un carácter destructivo ni instructivo. Apenas se trata de la necesidad de pensar al niño (¿cuál?) hoy (¿cuándo, dónde?). No alcanza, al menos para mí, disponer de un retrato elaborado de antemano o de una fotografía instantánea o de una cinematografía veloz y evanescente. El tema el niño, hoy, la escuela- que no es un tema sino un desborde de cuestiones, exige algo de detenimiento, de cuidado, pero al mismo tiempo de asumir riesgos, de poner en juego percepciones extremas. No apenas el concepto de “niños hoy en la escuela”, rápido y certero que, luego será quizá subrayado por alguien a quien desconozco.
2.   La infancia, la nuestra y la del mundo, tal como la ha visto durante siglos el ideal humanista no está, no existe, se ha ido, difícilmente regrese, quizá nunca haya existido. Si alguna vez esa alma sin lenguaje, afásica, titubeante, zozobrante, atolondrada, desacompasada, coleccionista, soñadora, ingenua, metida para sí en su propio mundo, enroscada en sus propias sensaciones ha existido, corresponde a una época distinta a la de hoy. No ha sobrevivido ni a la globalización, ni a la escolarización cada vez más temprana, ni a las imágenes pervertidas de la publicidad, ni a las representaciones naif que continuamos reproduciendo entre todos. No sobrevive ni a la demasiada hambre ni al demasiado consumo. Se vuelve otra cosa. Algo uniformemente informe. Algo que no es el “niño hoy en la escuela”.

3.   Eso no quiere decir que no haya algo parecido a la infancia. Restos, residuos, retazos, jirones, que todavía podemos descubrir en algunos niños o en algunos adolescentes o en algunos adultos. Juegos, sobre todo gestos, partículas del lenguaje en ebullición, movimientos, acciones, miradas. La infancia es la memoria de la infancia. Una memoria muchas veces nostálgica que no  atinamos a describir ni a descubrir en las palabras de los adultos que somos. Ni mucho menos en dispositivos, planificaciones, didácticas, disciplinas, conceptos, teorías del desarrollo.



4.     Infancia y niños. Niñez e infancia. El momento en que ambas ideas o imágenes o discursos se separan, no coinciden, no se entrecruzan, ni siquiera se buscan para tejer alianzas vitales. Los niños son sujetos concretos, la infancia bien podría ser un estado, una condición, una duplicación que realizan los adultos sobre los niños. Porque los niños tienen rostros, edades, semblantes, gestos, acciones, días, noches, sueños, pesadillas, piernas, nombres. Cuando intentamos encajar a los niños a la infancia, algo, mucho, se pierde, se evapora. Pero cuando sustraemos a los niños de la infancia, también algo se pierde, algo se esfuma. Y en ambos casos permanece un cierto gesto de disgusto, de incomodidad, de dolor, de indiferencia.


5.   ¿Edad, generación, tiempo, temporalidad, condición o contingencia? La niñez es un estado germinal, el gusano del hombre que, como cruel paradoja, sólo puede ser mariposa durante el poco tiempo que le queda de infancia. Pero, al mismo tiempo, es el humano ya desarrollado es decir, ya hecho, ya adaptado- quien se arrastra como gusano, aceptando más o menos dócilmente las reglas mecánicas y mortuorias de los tejidos sociales consolidados. El niño no habla de la infancia, ni siquiera en secreto, no es una secta, una logia, no hay secreto ni misterio a revelar. La pregunta que siempre retorna y se hace cada vez más amenazante sería: no ver al niño por lo que es, sino por lo que podría llegar a ser”; el
juego menos divertido quizá es: “¿qué serás cuando seas   grande?”.



6.   Pero: ¿qué podría llegar a ser ese niño, esa niña que ahora juega, calla, piensa, imagina, dibuja, trabaja, recibe golpes, consume, mira televisión, se instala siglos frente al computador, tiene hambre, está enfermo, escucha gritar a los adultos en torno, se aburre, no quiere permanecer, se mueve, es mirado, es objeto de conocimiento, es desconocido? ¿Y quién podría ser ese niño, así en general, cuando luego comenzamos a mirar su suelo, su casa, su entorno, sus cosas, su barrio, su sexo? Cuando decimos algo de ese niño, el niño ya no está. Es lo inaprensible y por ello sólo podemos mencionar la estela de su rastro en nosotros. Una suerte de cometa fugaz cuya luminosidad se ha perdido en el umbral mismo del discurso sucesivo.


7.     Clarice Lispector (2005:17) lo escribe de este modo tan crudo, tan bello:  “¿Cómo conocer alguna vez a un niño? Para conocerlo tengo que esperar a que se deteriore, y recién entonces estará a mi alcance. Allá está él, un punto en el infinito.

Nadie conocerá su hoy. Ni él mismo (...) Un día lo domesticaremos como humano y
podremos dibujarlo. Pues así hicimos con nosotros y con Dios”.



8.    Esperar a que se deteriore, a que se vuelva adulto. Hacer que se ponga  a  nuestro alcance. Explicarlo. Domesticarlo para  dibujarlo,  para  trazar  su  contorno, para dar a entender su contenido. El hoy, el ahora del niño como la imposible comprensión, incluso, para el propio niño. Por eso tanto desatino en        la búsqueda de una respuesta a lo que es un niño. La mirada se posa, entonces,      en lo que podría llegar a ser, en su estado travestido de adulto. La escuela hace misión a partir del deterioro. Quisiera hacer otra cosa, pero insiste  en  fijar  la niñez en un punto quieto,  aletargado,  frondoso  en  representaciones,  inhábil  para el encuentro.


9.    Sin embargo, no es tanto lo que podría llegar a ser, sino lo que el niño está siendo. Es imposible imaginar otra fórmula, a no ser el del suponer la multiplicidad y la complejidad de lo que un niño, una niña están siendo. Y aún así, las palabras no tocan la niñez: ¿multiplicidad como “cada niño es un niño diferente”? ¿Complejidad como actual simplicidad que ya resolveremos? La niñez no es algo que pasa, sino  una duración, aunque más no sea una milésima
en el tiempo del mundo. La duración del estar siendo niño. Todo lo que ocurre durante y que, quizá, podrá ser recordado y olvidado. Gerundio, no infinitivo.   O bien, infinitivo sub-divisible una y otra vez, en acontecimiento1. El durante de los niños sería, por lo poco que sabemos y lo poco que sabremos todavía, un tiempo no lineal, no evolutivo, no unidimensional. Como bien lo escribe Walter Kohan (2011: 102): “Tal vez sea interesante precisar qué estamos otorgándole a  la
infancia cuando  le  damos  un  presente  en  el  tiempo,  si  un  límite,  una frontera, un
instante, una duración, una intensidad, una posibilidad, una fuerza o alguna otra cosa”.


10.     El tiempo de los niños no es lineal, sobre  todo  para  ellos  mismos.  Los  griegos lo llamaban aión. La intensidad de esa vida, en todas y cada una de sus condiciones divergentes, no entra en un relato fundado en el utilitarismo de las acciones efectivamente realizadas. El  acontecimiento  es  informe,  es  problema,  es un comenzar a pensar sin haber pensado. Un “no sé” no apenas legítimo,





1 “¿Cuál es este tiempo que no precisa ser infinito, sino solamente «infinitamente subdivisible»? Este tiempo es el Aión”. In Giles Deleuze ‘Lo lógica del sentido’ (2005: 27).


sino sobre todo implacable. No hay antes, durante y después  en  aquello  que  hacen los niños. Esa es una narrativa que buscamos  desesperadamente  los  adultos para detener lo irrefrenable. Ése es nuestro problema. Interrumpimos el tiempo  del  niño  preguntando:  “¿para qué sirve?; ¿porqué lo estás haciendo?;    ¿qué
sentido tiene?; ¿qué harás con ello?; ¿dame un sentido de lo que estás haciendo pero
dentro de mi lógica”, etcétera. No existe otra respuesta que: “para nada, para esto mismo, para esto mismo que ocurre ahora, ahora mismo. Fuera de aquí no tiene sentido, no existe, no está, no es”. Es el lenguaje que ya había pronunciado el gesto, la acción, la fuerza, el movimiento. El lenguaje del adulto siempre quiere más
explicación. No sobrevive sin ella. Así, ofrecemos una conversación que nos es imposible de sostener.


11.    El tiempo de los niños no es evolutivo. Si fuera evolutivo, si pasara de un estado primitivo a un estado terminal, acaba enseguida y muere. Si toda trayectoria se midiera como el pasaje de lo que no es a lo que será, lo que será ya no es niño. Todo lo evolutivo conduce a la muerte. Y lo peor es que los teóricos y prácticos de aquello que evoluciona lo saben pero ni siquiera lo nombran. Se detienen, siempre, un poco antes de la muerte. Creen en la perpetuidad y por eso son mezquinos con los niños. Les atribuyen inmadurez, precariedad, incapacidad, demasiada acción, agitación, inestabilidad, provisoriedad, debilidad.


12.   El tiempo de los niños no es unidimensional. No ocurre por concentración, disciplina, esfuerzo, aplicación, dedicación. Acontece por animalidad. Si se quiere, para no ofender a los demasiado humanos, acontece por una animalidad de afección perceptiva. Afección perceptiva: cuando los oídos están abiertos, cuando la mirada está abierta, cuando la piel está abierta, cuando el mundo llega incontinente a un cuerpo que lo recibe sin escrúpulos, sin trampas, sin jurisprudencia. El tiempo de los niños nos debería hacer notar esa animalidad que desperdiciamos, perdemos, subestimamos siempre y a la que debemos, por lo menos, infinito respeto. Porque la animalidad no es bestialidad ni monstruosidad ni inhumanidad. La animalidad pone a la humanidad en su lugar, aunque siempre parezca lo contrario.


13.    Pero hay un momento en el tiempo de la niñez en que el mensaje adulto llega decidido, indefectiblemente, más tarde o más temprano, con mejor o peor voz, bajo la forma de amenaza o de una extraña invitación: “basta de hacerte el

distraído, no te hagas más el tonto”, “cuándo vas a        comenzar a tomarte las cosas en
serio”, “no todo es juego”, “el lenguaje es un asunto que no se puede tomar en broma”, “es hora de comenzar a pensar en lo que habrías de hacer”, “la vida es cosa seria”, y otras frases del estilo. Una suerte de traición: el adulto le dice “basta” al niño. El imperio  del  ritual acontece.


14.      Lo que ocurre es una interrupción de la niñez y de la infancia. Ni continuidad ni evolución ni progreso ni circularidad ni elipsis: interrupciones. El tiempo del niño es una amenaza a la celeridad y la urgencia adultas y se ve amenazada continuamente amenazada por la detención irruptiva del tiempo niño. A veces la interrupción es una guerra, un exilio, una bomba. Otras veces ocurre bajo la forma del hambre, de la miseria, del abandono. Y otras veces la interrupción coincide con el inicio de la escolarización. Y es que también puede ocurrir con suavidad, necesidad y elegancia. Y no deja de ser una interrupción.


15.    Aquello que se interrumpe, entre otras cosas, es: el cuerpo, la atención, la ficción, el lenguaje. El cuerpo debe entrar en un orden (por eso la doble presión de la publicidad y la medicalización); la atención debe concentrarse, fijarse (por eso todos los niños son sospechosos de hiperactividad, de desatención); la ficción debe acabarse y reconducirse (por eso la institucionalización, la escolarización); el lenguaje debe dejarse de embromar, de hacer metáfora y pasar a ser más sintáctico (por eso la gramática y la retórica). Pero en todos los casos, siempre habrá una interrupción sobre el tiempo de los niños: “Qué largos
serían los días por aquel entonces. Cada hora invocaba una vida que se marchaba para
siempre”, escribe Fadanelli (2006:52) en su novela ‘Educar a los topos’. Ahora el tiempo se hace demasiado largo, está extendido hacia el aburrimiento, la insignificancia, la otra duración: la de la cronología simple y pura. Todo lo que era simultáneo, disyuntivo, inaprensible, se vuelve sucesión, principio y finalidad.


16.   La interrupción en el cuerpo de los niños. Su punto de partida, como intenté decir es  la  animalidad,  una  animalidad  gestual,  una  animalidad  del  movimiento, de la mirada, de la exploración, de la escucha. Una animalidad indefensa rodeada de cuidados y descuidos.  Una  animalidad  rodeada  de  palabras que hablan de ese cuerpo: lo que el cuerpo hace en efecto y las híper- interpretaciones acerca de lo que hace por defecto. El cuerpo de los niños es un cuerpo  que  está  en  el  mundo  recientemente  y  que  se  incorpora  a  él  como



producto de una tradición, sí. Pero la tradición apenas hace de un niño un adulto a imagen y semejanza de otro adulto. El cuerpo del niño debe comenzar, nuevamente, novedosamente, su travesía y su experiencia. Es un cuerpo que mira y no dice. La mirada está antes que las palabras. El gesto es una frase que no acaba de decirse, no por primitivo, sino por que ya comienza a ser leído por otro. Pero el cuerpo es sobre todo fricción, contacto, contigüidad, roce, toque, afección. El cuerpo del niño es interrumpido por los códigos cifrados de una distancia sideral con otros cuerpos. Es una enseñanza de posturas a partir de la impostura de un cuerpo que ya ha dejado de sentir. Y que enseña a ser cuerpo, dejando el cuerpo de lado, en otro lado.


17.    La interrupción en la atención de los niños. La mirada se dirige a todas partes, aunque algunas cosas sean más interesantes que otras porque se mueven, suenan, tocan, hablan, enfrían, calientan, llevan colores, asumen rugosidades, bordes, sensaciones. Es una atención dispersa, no por inmadurez sino quizá porque no hay orden en el mundo. Todo intento por ordenar el universo les hace reír y llorar animalmente. Atender es mirar y es escuchar. Y es comenzar a saborear, despacio, la infinitud complejidad del mundo. Atender no puede ser exigir decir. La atención es una disposición, no una virtud que se pueda medir. Pero es una disposición indispuesta, es decir, no tiene nada que ver con la recta disposición a atender, a escuchar lo que luego sobreviene en algunos órdenes pedagógicos. Es todo lo contrario de la sumisión, es la forma que asume la paciencia cuando es niña. Y la paciencia posibilita escuchar otras voces, atender otros cuerpos. La atención se presta, no se impone. Existir tantos niños desatentos es también una rebelión. ¿Atiende más el que hace que atiende o el que decide no atender? ¿Quién decide cuánto dura la atención de un niño? La frágil ecuación se resuelve con la interrupción médica o psicopedagógica:
“habrás de atender, sobre todo, aquello que no te es interesante”.


18.   La interrupción en la ficción de los niños. Se trata de una ficción de libertad, de lo ilimitado, de la totalidad y, por eso, también, del abismo, del salto al vacío. Ficción de lo que se abre, de lo que está en abierto. No hay duplicación aquí, no se trata del niño que se representa a mismo en otro lenguaje, con otra imagen, con otra composición. Es ficción porque es ensayo. El niño ensaya, hay la suposición de una libertad de espíritu o de libre albedrío. Las fronteras son configuradas por la palabra “no”. Del “no” también se aprende, es verdad, pero no a seguir en el interior de la ficción. La clausura de la ficción ocurre por encerramiento,  por  prisión  real  o  simbólica,  por  castigo,  por  golpe,        por

prohibiciones, por asfixia, por confinamiento de una lengua única, deshabitada, sin nadie detrás. Esa sensación de ahogo la narra muy bien Gonçalo Tavares (2012: 83-84): “Lo encerraban a menudo en aquel espacio que suspendía el lado lúdico (…) Era un espacio absolutamente neutro, donde las funciones de los gestos quedaban
anuladas: el movimiento era innecesario y casi ridículo. Las paredes no eran  superficies
estimulantes para un humano, mucho menos tratándose de un niño. Precisamente por ello, era un espacio que aplastaba la infancia –una masa pesada aplastando a otra mucho menos robusta-, por lo que resultaba imposible actuar o pensar de forma adecuada a la edad”. Lo contrario de la niñez es eso que podríamos nombrar como  “una  estancia sin gestos”. El adulto sabe como confinar la niñez, como derrotarla. Y tal vez esa estancia sin gestos sea una de las metáforas del educar. Una de las
más frecuentes. Una de las menos interesantes. Una de las más hirientes.



19.   La interrupción en el lenguaje de los niños. Un lenguaje perceptivo. No de conceptos. Como el de algunos buenos poetas y buenos narradores. Perciben el mundo, entran y salen por los sentidos eso que los adultos llamamos “informaciones”. Se trata de átomos sonoros, de sonidos como interjecciones, de voces con gente detrás; se trata de un lenguaje que, simplemente, acontece. Acompaña lo que se hace, el movimiento, el gesto. No es una planificación  utilitaria. Pero lejos está de un sinsentido. Puede ser un esbozo del lenguaje que vendrá. Pero lo que vendrá es el reemplazo de las percepciones por las concepciones. Ésa es una exigencia que  cualquier  niño  deberá  acatar.  Un lenguaje perceptivo lo condenará a los confines de la clase y a una multitud de sospechas. Existir un lenguaje de percepciones quiere decir pronunciar un  lenguaje hecho con el cuerpo. Un lenguaje  que  pasa  atravesado,  encarnado.  Y  hay quienes jamás recuperan esta posibilidad  y  se  instalan  en  la  amargura  de los lenguajes de única   dirección.


20.     Las interrupciones, entonces. Interrupciones sobre su cuerpo, sobre su atención, sobre su ficción, sobre su lenguaje. Esas interrupciones ocurren sobre todos los niños. Antes o después. En mayor o menor medida. Con más amorosidad o con más crueldad. Con más autoridad o con más autoritarismo. Con más homogeneidad o con más diversidad. Con más exclusión o con más inclusión. Lo mismo da. Se sobreentiende que la vida está interrumpida durante la vida. También la educación podría ser el dejarnos de interrumpir y dar paso a las irrupciones.



21.    El niño salvaje de Aveyron fue interrumpido. No era lobo, era niño. Y lo enderezaron, le dejaron beber sólo si así lo pedía en correcto francés adulto. Le permitieron pasear sólo si se calzaba los zapatos, se ponía la camisa y se alineaba el pelo. Lo aislaron para enseñarle a humanizarse. Le enseñaron el lenguaje y terminó sus días expuesto en un circo de la periferia. Por supuesto que eso ocurrió hace demasiado tiempo. Fue el momento en que lo desconocido quiso ser intensamente conocido. De lo infinitamente ignorado a lo abismalmente detallado. De la exclusión a la inclusión, del desconocer al juzgar. De ignorar a prometer. De la indiferencia a la domesticación.


22.      Los niños desatentos, sordos, ciegos, cojos, zurdos, pobres, callados, inmigrantes, autistas, espectrales, destartalados, son interrumpidos todo el tiempo. A veces, incluso hasta la muerte. Los niños que juegan a ser niñas y las niñas que juegan a ser niños son interrumpidos. Los niños que miran para otro lado y los miran fijamente son Interrumpidos. Los niños que no viven en casas bien construidas, son interrumpidos. Los niños a los que se los somete a un permanente “on-line” hogareño son interrumpidos. Interrumpidos con intromisiones que se han naturalizado y que carecen de toda naturalidad. La exclusión como indiferencia, la tolerancia como pensamiento frágil, debilitado, bien acomodado a la época.


23.   Algo más: el lenguaje del derecho acerca de los niños: ¿qué decir? A riesgo de ser mal comprendido, parece ser la coronación de un cierto tipo de lenguaje sobre el niño cuyo refinamiento le sirve sobre todo a la pluma del adulto. Claro que hay cuidar a los niños, protegerlos, alimentarlos, darles salud, familia, juego, educación, etcétera. Lo que está en discusión aquí es si de esto se trata todo lo que podríamos hacer; si no ocurre que una vez proclamados, nos retiramos satisfechos a continuar la escalada de desidia y abandono. Si, como ha pasado con otras declaraciones universales, no supone sólo una descripción paradojal de un mundo que se obstina en demostrar exactamente lo contrario, un mea culpa por las barbaries cometidas.


24.   También los discursos sobre la niñez, sobre la infancia, son  interrupciones.
¿Cómo ver a un niño, sin ver allí la infancia como sustantivo y lo infantil como adjetivo? Es decir: ¿cómo ver a un niño en sí, no esencialmente, sin atribuirle ni caracteres angelicales, ni dominios demoníacos, ni la planicie de la nada?



25.    La tradición, en este sentido, puede ser o bien filosófica, o pedagógica, o psicológica, o literaria, o cinematográfica, etcétera. Pero son tradiciones que no se cruzan, que no quieren mezclarse. A veces sí lo hace la filosofía y la  literatura; la literatura y el cine; el cine y la filosofía; y muchas veces lo hace la psicología y la pedagogía. Ver a un niño: ¿disputa entre conceptos o necesidad de desplazamiento del lenguaje con el que nombramos lo impreciso?


26.    La literatura es fecunda en imágenes sobre la infancia. Quizá porque ella quisiera recuperar lo imposible: su atmósfera. No sólo el tiempo mítico, sino el olor, el sabor, lo que toca la piel, los sonidos aún indescifrables, la soledad iluminada, la aventura sin límites. Y por eso insiste en escribir sobre ella. Muchas veces por medio de ese lenguaje perceptivo que fuera ya interrumpido tantas veces. Con ese lenguaje que se vuelve hacia la ficción de la memoria y que en ella encuentra si bien no esa misma atmósfera, sí algunos indicios, sí ciertos gestos, haciéndolos regresar a un tiempo actualizado.

27.   Uno de los escritores más nostálgicos en este sentido, Marcel Proust (2012: 59-60), reúne en sus recuerdos a su propio niño con sus propios libros, en una atmósfera posible: “Tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de
nuestros  libros  preferidos  (…)  Quién  no  recuerda  como  yo  esas  lecturas realizadas
durante las vacaciones, que ocultábamos sucesivamente en todas las horas del día lo bastante apacibles e inviolables como para poder acogerlas. Por la mañana, al volver del parque, cuanto todo el mundo había salido a dar un paseo, yo me colaba en el comedor, donde hasta la hora lejana del almuerzo no entraría nadie (…)”.

28.   Marcel Proust escribe sobre una niñez que no quiere ser interrumpida. Leer es no ser interrumpido. Proust, en busca del tiempo perdido; una pedagogía que debería comprenderse como una relación con los niños que no interrumpe la niñez. Ya hay aquí una fuerte señal: la pedagogía cuyo mérito no sería otro que el de no interrumpir. Pero además el de hacer durar la infancia todo el tiempo que fuera posible. Hacer durar sin artificios, dejar que la infancia sea infancia todo el tiempo posible, con toda la ambigüedad que esta frase encarna.

29.   Peter Handke camina por las calles, los pueblos, las ciudades, se sienta en un parque y mira a los niños a través de una escritura perceptiva que evita todo contacto con ese “ya lo sabía, ya lo conozco”. En su ya conocida ‘Canción por ser niño’, escribe: “¿Cómo es posible que yo, el que yo soy / no fuera antes de existir / y
que un día yo, el que yo soy, ya no seré más éste que soy?”. Handke mira y detiene el
tiempo con la escritura. Enseñar a escribir, enseñar a leer tal vez no tenga otro destino ni otro motivo: será para detener el tiempo, para no morir tan rápido, para no morir tan mortalmente, para no olvidar lo incompleto, para no disfrazar la inveterada desnudez con ropas multiculturales. Para percibir el presente en el presente, ahora mismo.


30.   De todas las interrupciones a la niñez, la escuela, la escolarización es la más conocida desde ese tiempo conocido como modernidad. La escuela es el sitio donde la mayoría de los niños van a hacerse adultos. Generalmente a hacerse adultos hombres, incluso las niñas. Sobre todo, a hacerse adultos hombres blancos normales con futuro laboral en tiempos de solemne desamparo. Los niños entran al mundo como expresión de lo nuevo y deben, cada vez más rápido, hacerse viejos: trabajar, adecuarse, normalizarse, vivir en las grandes ciudades, pensar seriamente, hablar por hablar, opinar e informarse.


31.    Por más que le demos vueltas al asunto, siempre habrá la sensación que educar en el mundo-tal-cual-es, tal como lo han hecho algunos adultos, contradice de lleno no sólo aquellos viejos ideales, sino aquellos que para algunos surgen como sentidos más recientes y valiosos: diversidad, emancipación, inclusión.


32.   Peter Sloterdijk, en “El extrañamiento del mundo”, habla de la finalidad de la educación, de la paideia, en términos de desdicha. O, para mejor decirlo, lo educativo comprendería una travesía de los niños caracterizada por el pasaje de una esfera de dicha a una esfera de desdicha; como si educar no fuera más que “adultizar” y como si la condición adulta fuera “desdichar”, sin ningún ánimo de metáfora.


33.   ¿Pero no hay también idealismo, ideal humanista, en hablar de la infancia en términos de dicha? Dos cosas son ciertas: uno, que en las grandes ciudades y en sus    instituciones    sociales    y    culturales    los    adultos    están desdichados,


literalmente; dos: que aún en las condiciones más crueles y desesperantes, los niños siguen siendo niños.


34.   Los modos educativos están afianzados y se han radicalizado en las últimas décadas. El lenguaje que pronuncian no pasa de un  conjunto  reducido  de  palabras que enmarcan la misión educativa alrededor de términos tales como “universalizar”, “incluir”, “hacer equitativa”, “producir igualdad”, “evaluar la calidad”, etcétera. No hay mucho más. Parece grandilocuente, pero no es más
que un maquillaje para un rostro demacrado. Al mismo tiempo que ingresan más niños, hay más cantidad de problemas de atención, de problemas de comportamiento, de problemas de aprendizaje. Los sistemas que han excluido hoy prometen la inclusión. Por doquier: a derecha y a izquierda. Pero los sistemas siguen siendo inequitativos porque los barrios lo son, las ciudades lo son, el mundo lo es. No hay igualdad, porque se la supone un punto lejano en el destino y no un punto de partida con el que mirar el mundo.


35.   Esos modos le exigen a la escuela una tarea virtuosa e ímproba: hacer de la escuela casi el único y último reducto de convivencia posible. Un laboratorio de pacificación, puesta en juego de valores y desarrollo de competencias cuya imagen futura, recordemos, ya está destruida por las sucesivas crisis nacionales e internacionales. Hoy está al borde de la muerte el joven y el adulto al cual se hace referencia cuando se educa a los niños: si se aprende a leer y a escribir, si se va a la escuela, si nos ponemos serios, luego habrá vida. Pero ya sabemos que no. Que la vida está y siempre estuvo en otra parte.


36.   Mientras tanto, los niños de la televisión insisten en ser saludables, felices e ingenuos, usan el móvil, se visten a la usanza  de la moda adulta, viven siempre     en casas con jardín, explican a sus padres heterosexuales cómo usar la computadora, son acompañados por razas de perros relucientes, practican deportes de más de once jugadores de campo y  la  mayoría  de  las  veces,  inclusive,  representan a  ejecutivos  en potencia.


37.   Si hay algo emancipatorio, aunque no de civilizatorio en la tarea de educar, ello podría ser el acto de desprender a los niños de razones de ser futuras tan improbables como en franco proceso de desmoronamiento.






38.    Por ello lo que es excepción, causa sorpresa, admiración, parece fuera del mundo. Los niños son esa excepción.  Al  menos  eso  debería  pensarse  un  poco. Un nacimiento comporta la duración de lo nuevo. Lo que no sabemos. Ese acontecimiento tan repetido por la filosofía y tan narrado por cierta literatura y cierta cinematografía. Pero: ¿se repite esto a sí mismo la educación? ¿Será capaz    la educación de narrarlo de esa manera en aquello que es lo institucionalmente educativo?


39.    La relación con los niños es una relación de alteridad. De extrañeza. De misterio. De temblor. De perplejidad. De perturbación. Depende de lo  que  hagamos con ello, la relación tendrá matices diversos. O ser completamente indiferente y brutal.  La  extrañeza  puede  pulverizarse  hasta  convertirse  en polvo. O no. El misterio  puede  develarse,  aunque  ya  conocemos  cómo  se reducen los misterios a pocas y soberbias fórmulas del saber. El temblor es sacudida  y  también emoción. La perplejidad puede reducirse a  pocos segundos.   O durar toda la vida. La perturbación puede molestar, incomodar, ofender. O comenzar a formar parte de uno    mismo.


40.    La educación debe a los niños algunos gestos que le han sido sustraídos. Gestos corporales, gestos de atención, gestos de ficción y gestos de lenguaje. Ya no es el caso de contentarnos con no interrumpir. Hay algo más: distender y alargar el tiempo de los niños. Si hubiera que decirlo en una única frase: la tarea de educar a los niños consiste en hacer durar la infancia todo el tiempo posible. Detenerse con ellos en un cuerpo que no sabe de divisiones ni de regiones de privilegio; detenerse con ellos en una atención que es plural, sensible; detenerse con ellos en una ficción de tradiciones, travesías y experiencias; detenerse con ellos en un lenguaje que quiere jugar al lenguaje.


41.      Termino este texto como lo he comenzado. No es un problema de optimismo o de pesimismo o de desazón. De amor o de desamor por los niños, de ilusión o desilusión por la escuela, por lo educativo. No se trata aquí de un carácter destructivo ni instructivo. Apenas se trata de la necesidad de pensar al niño (¿cuál?) hoy (¿cuándo, dónde?). No alcanza, al menos para mí, disponer de un retrato elaborado de antemano o de una fotografía instantánea o de una cinematografía veloz y evanescente. El tema el niño, hoy, la escuela- que no es


un tema sino un desborde de cuestiones, exige algo de detenimiento, de cuidado, pero al mismo tiempo de asumir riesgos, de poner en juego percepciones extremas. No apenas el concepto de “niños hoy en la escuela”, rápido y certero que, luego será quizá subrayado por alguien a quien desconozco.


Recebido em 03/05/2012 Aprovado em 22/06/2012





Referencias.


Deleuze, Giles. La lógica del sentido. Barcelona: Paidós Surcos, 2005.    Fadanelli,  Guillermo.  Educar a los topos.  Barcelona:  Editorial  Anagrama, 2006.
Kohan, Walter.    Filosofía y educación. La infancia y la política como pretexto. Alcaldía
de Caracas: Fondo Editorial Fundarte, 2011.

Lispector, Clarice. Revelación de un mundo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editores, 2005.
Proust, Marcel. Días de lectura. Madrid: Taurus Great Ideas, 2012. Sloterdïjk, Peter. Extrañamiento del mundo. Valencia: Pre-textos,  1998.
Tavares, Gonçalo. Aprender a rezar en la era de la técnica. Barcelona: Literatura Mondadori, 2012.

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