LAINFANCIA, LA NIÑEZ, LAS INTERRUPCIONES
Carlos Skliar
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales – FLACSO,
Argentina
Resumen
La
infancia, la nuestra y la del mundo, tal como se ha visto desde hace siglos por el ideal humanista no
es, no existe, se fue, difícilmente vuelva, tal vez nunca existió. Esa alma sin
lenguaje, afásica, vacilante, zozobrada, aturdida, desacomodada, coleccionadora,
soñadora, ingenua, metida para sí misma en su propio mundo, enredada en sus
propias sensaciones, corresponde a una época diferente a la de hoy. No
sobrevivió a la globalización, a la escolarización cada vez más temprana, ni a
las imágenes pervertidas de la publicidad, ni a las representaciones ingenuas
que todos reproducimos. No sobrevive ni al hambre excesiva ni al consumo
excesivo. Se convierte en otra cosa. Algo uniformemente informe. Algo que no es
el "niño actual en la escuela". No alcanza, al menos para mí,
disponer de un retrato elaborado de antemano
o de una fotografía instantánea o de una cinematografía veloz y evanescente. El tema –el niño, hoy, la escuela- que no es un tema sino un desborde de
cuestiones, exige algo de detenimiento, de cuidado, pero al mismo tiempo de asumir riesgos,
de
poner en juego percepciones extremas. No
apenas el concepto de “niños hoy
en la
escuela”, rápido y
certero que, luego será quizá subrayado por alguien a
quien desconozco.
Palabras clave:
infancia, humanismo, escuela
LA
INFANCIA, LA NIÑEZ, LAS INTERRUPCIONES
1. Comienzo este texto exactamente por donde lo terminaré. No es un problema
de optimismo o de pesimismo o de desazón. De amor o de desamor por los niños,
de ilusión o desilusión por la escuela, por lo educativo. No se trata aquí de
un carácter destructivo ni instructivo. Apenas se trata de la necesidad de
pensar al niño (¿cuál?) hoy (¿cuándo, dónde?). No alcanza, al menos para mí,
disponer de un retrato elaborado de antemano o de una fotografía instantánea o de una cinematografía veloz y evanescente. El tema –el niño, hoy, la escuela- que no es un tema sino un desborde de
cuestiones, exige algo de detenimiento, de cuidado, pero al mismo tiempo de
asumir riesgos, de poner en juego percepciones extremas. No apenas el concepto
de “niños hoy en la escuela”, rápido y certero que, luego será quizá
subrayado por alguien a quien desconozco.
2. La infancia, la nuestra y la del mundo, tal como
la ha visto durante siglos el ideal humanista no está, no existe, se ha ido,
difícilmente regrese, quizá nunca haya existido. Si alguna vez esa alma sin
lenguaje, afásica, titubeante, zozobrante, atolondrada, desacompasada,
coleccionista, soñadora, ingenua, metida para sí en su propio mundo, enroscada
en sus propias sensaciones ha existido, corresponde a una época distinta a la
de hoy. No ha sobrevivido ni a la globalización, ni a la escolarización cada
vez más temprana, ni a las imágenes pervertidas de la publicidad, ni a las
representaciones naif que continuamos reproduciendo entre todos. No sobrevive
ni a la demasiada hambre ni al demasiado consumo. Se vuelve otra cosa. Algo
uniformemente informe. Algo que no es el “niño hoy en la escuela”.
3. Eso no quiere
decir que no haya algo parecido a la infancia. Restos, residuos, retazos,
jirones, que todavía podemos descubrir en algunos niños o en algunos
adolescentes o en algunos adultos. Juegos, sobre todo gestos, partículas del
lenguaje en ebullición, movimientos, acciones, miradas. La infancia es la
memoria de la infancia. Una memoria muchas veces nostálgica que no atinamos a describir ni a descubrir en las
palabras de los adultos que somos. Ni mucho menos en dispositivos,
planificaciones, didácticas, disciplinas, conceptos, teorías del desarrollo.
4. Infancia y niños.
Niñez e infancia. El momento en que ambas ideas o imágenes o discursos se separan, no coinciden, no se entrecruzan, ni siquiera se buscan para tejer alianzas vitales.
Los niños son sujetos concretos, la infancia bien podría ser un estado, una
condición, una duplicación que realizan los adultos sobre los niños. Porque los
niños tienen rostros, edades, semblantes, gestos, acciones, días, noches,
sueños, pesadillas, piernas, nombres. Cuando intentamos encajar a los niños a
la infancia, algo, mucho, se pierde, se evapora. Pero cuando sustraemos a los
niños de la infancia, también algo se pierde, algo se esfuma. Y en ambos casos
permanece un cierto gesto de disgusto, de incomodidad, de dolor, de indiferencia.
5. ¿Edad, generación, tiempo, temporalidad,
condición o contingencia? La niñez es un estado germinal, el gusano del hombre
que, como cruel paradoja, sólo puede ser mariposa durante el poco tiempo que le
queda de infancia. Pero, al mismo tiempo, es el humano ya desarrollado –es decir, ya hecho, ya adaptado- quien se arrastra como gusano,
aceptando más o menos dócilmente las reglas mecánicas y mortuorias de los tejidos
sociales consolidados. El niño no habla de la infancia, ni siquiera en secreto,
no es una secta, una logia, no hay secreto ni misterio a revelar. La pregunta
que siempre retorna y se hace cada vez más amenazante sería: “no ver al niño por lo que es, sino por lo que podría llegar
a ser”; el
juego menos divertido quizá es: “¿qué serás
cuando seas grande?”.
6. Pero: ¿qué podría llegar a ser ese niño, esa niña que ahora
juega, calla, piensa, imagina, dibuja, trabaja, recibe
golpes, consume, mira televisión, se instala siglos frente al computador, tiene
hambre, está enfermo, escucha gritar a los adultos en torno, se aburre, no
quiere permanecer, se mueve, es mirado, es objeto de conocimiento, es
desconocido? ¿Y quién podría ser ese niño, así en general, cuando luego
comenzamos a mirar su suelo, su casa, su entorno, sus cosas, su barrio, su
sexo? Cuando decimos algo de ese niño, el niño ya no está. Es lo inaprensible y
por ello sólo podemos mencionar la estela de su rastro en nosotros. Una suerte
de cometa fugaz cuya luminosidad se ha perdido en el umbral mismo del discurso sucesivo.
7.
Clarice Lispector (2005:17) lo escribe de este
modo tan crudo, tan bello: “¿Cómo
conocer alguna vez a un niño? Para conocerlo tengo que esperar a que se
deteriore, y recién entonces estará
a mi alcance. Allá está él, un punto en el infinito.
Nadie conocerá su hoy. Ni él mismo (...) Un día lo domesticaremos como humano y
podremos
dibujarlo. Pues así hicimos con nosotros y con
Dios”.
8. Esperar a que se deteriore, a que se
vuelva adulto. Hacer que se ponga a nuestro alcance. Explicarlo. Domesticarlo
para dibujarlo, para
trazar su contorno, para dar a entender su contenido.
El hoy, el ahora del niño como la imposible comprensión, incluso, para el
propio niño. Por eso tanto desatino en
la búsqueda de una respuesta a lo que es un niño. La mirada se posa,
entonces, en lo que podría llegar a
ser, en su estado travestido de adulto. La escuela hace misión a partir del
deterioro. Quisiera hacer otra cosa, pero insiste en
fijar la niñez en un punto
quieto, aletargado, frondoso
en representaciones, inhábil
para el encuentro.
9. Sin embargo, no es tanto lo que podría llegar a
ser, sino lo que el niño está siendo. Es imposible imaginar otra fórmula, a no
ser el del suponer la multiplicidad y la complejidad de lo que un niño, una
niña están siendo. Y aún así, las palabras
no tocan la niñez: ¿multiplicidad como “cada niño es un niño
diferente”? ¿Complejidad como actual simplicidad que ya resolveremos? La niñez no es algo que pasa,
sino una duración, aunque más no sea una milésima
en el tiempo
del mundo. La duración del estar siendo niño. Todo lo que ocurre durante y que,
quizá, podrá ser recordado y olvidado. Gerundio, no infinitivo. O bien, infinitivo sub-divisible una y otra
vez, en acontecimiento1. El durante de los niños
sería, por lo poco que sabemos y lo poco que sabremos todavía, un tiempo no
lineal, no evolutivo, no unidimensional. Como bien lo escribe Walter Kohan (2011: 102): “Tal vez sea interesante precisar qué estamos otorgándole
a la
infancia
cuando le damos
un presente en
el tiempo, si
un límite, una frontera, un
instante, una duración, una
intensidad, una posibilidad, una fuerza o alguna otra cosa”.
10.
El tiempo de los niños no es lineal, sobre todo
para ellos mismos.
Los griegos lo llamaban aión. La intensidad de esa vida, en todas y
cada una de sus condiciones divergentes, no entra en un relato fundado en el
utilitarismo de las acciones efectivamente realizadas. El acontecimiento es informe, es
problema, es un comenzar a pensar sin haber pensado.
Un “no sé” no apenas
legítimo,
1 “¿Cuál
es este tiempo que no precisa ser infinito, sino solamente «infinitamente
subdivisible»? Este tiempo es el Aión”. In
Giles Deleuze ‘Lo lógica del sentido’ (2005:
27).
sino sobre todo implacable. No hay antes, durante y
después en aquello
que hacen los niños. Esa es una
narrativa que buscamos
desesperadamente los adultos para detener lo irrefrenable. Ése es
nuestro problema. Interrumpimos el tiempo
del niño preguntando:
“¿para qué sirve?; ¿porqué lo estás
haciendo?; ¿qué
sentido tiene?;
¿qué harás con ello?; ¿dame
un sentido de lo que estás haciendo
pero
dentro de mi lógica”, etcétera. No existe otra
respuesta que: “para nada, para esto mismo, para esto mismo
que ocurre ahora,
ahora mismo. Fuera
de aquí no tiene sentido, no existe, no está, no es”. Es el lenguaje que ya había pronunciado el gesto, la acción, la fuerza, el movimiento. El lenguaje del adulto siempre
quiere más
explicación. No sobrevive
sin ella. Así, ofrecemos una conversación que nos es imposible de sostener.
11.
El tiempo de los niños no es evolutivo. Si fuera
evolutivo, si pasara de un estado primitivo a un estado terminal, acaba
enseguida y muere. Si toda trayectoria se midiera
como el pasaje
de lo que no es a lo que sí será, lo que será ya no es niño. Todo lo evolutivo
conduce a la muerte. Y lo peor es que los teóricos y prácticos de aquello que
evoluciona lo saben pero ni siquiera lo nombran. Se detienen, siempre, un poco
antes de la muerte. Creen en la perpetuidad y por eso son mezquinos con los
niños. Les atribuyen inmadurez, precariedad, incapacidad, demasiada acción,
agitación, inestabilidad, provisoriedad, debilidad.
12.
El tiempo de los niños no es unidimensional. No ocurre por
concentración, disciplina, esfuerzo, aplicación, dedicación. Acontece por
animalidad. Si se quiere, para no ofender a los demasiado
humanos, acontece por una animalidad de afección perceptiva. Afección
perceptiva: cuando los oídos están abiertos, cuando la mirada está abierta,
cuando la piel está abierta, cuando el mundo llega incontinente a un cuerpo que
lo recibe sin escrúpulos, sin trampas, sin jurisprudencia. El tiempo de los
niños nos debería hacer notar esa animalidad que desperdiciamos, perdemos,
subestimamos siempre y a la que debemos, por
lo menos, infinito respeto. Porque la animalidad no es bestialidad ni
monstruosidad ni inhumanidad. La animalidad pone a la humanidad en su lugar, aunque siempre parezca
lo contrario.
13.
Pero hay un momento en el
tiempo de la niñez en que el mensaje adulto llega decidido, indefectiblemente,
más tarde o más temprano, con mejor o peor voz, bajo la forma de amenaza
o de una extraña invitación: “basta de hacerte el
distraído,
no te hagas más el tonto”, “cuándo vas a
comenzar a tomarte las cosas en
serio”, “no todo
es juego”, “el lenguaje es un asunto que no se puede tomar en broma”, “es hora
de comenzar a pensar en lo que habrías de hacer”, “la vida es cosa seria”, y otras
frases del estilo. Una suerte de traición: el adulto le dice “basta” al niño.
El imperio del
ritual acontece.
14.
Lo que ocurre es una interrupción de la niñez y de la
infancia. Ni continuidad ni evolución ni progreso ni circularidad ni elipsis:
interrupciones. El tiempo del niño es una amenaza a la celeridad y la urgencia
adultas y se ve amenazada continuamente amenazada por la detención irruptiva
del tiempo niño. A veces la interrupción es una guerra, un exilio, una bomba.
Otras veces ocurre bajo la forma del hambre, de la miseria, del abandono. Y
otras veces la interrupción coincide con el inicio de la escolarización. Y es
que también puede ocurrir con suavidad,
necesidad y elegancia. Y no deja de ser una interrupción.
15.
Aquello que se interrumpe,
entre otras cosas, es: el cuerpo, la atención, la ficción, el lenguaje. El
cuerpo debe entrar en un orden (por eso la doble presión de la publicidad y la medicalización); la atención debe concentrarse, fijarse
(por eso todos los niños son sospechosos de hiperactividad, de
desatención); la ficción debe acabarse y reconducirse (por eso la
institucionalización, la escolarización); el lenguaje debe dejarse de embromar,
de hacer metáfora y pasar a ser más sintáctico (por eso la gramática y la
retórica). Pero en todos los casos, siempre habrá una interrupción sobre el tiempo
de los niños: “Qué largos
serían los días por aquel entonces.
Cada hora invocaba una vida que se marchaba para
siempre”, escribe Fadanelli (2006:52) en su novela ‘Educar
a los topos’. Ahora el tiempo se hace demasiado largo, está extendido
hacia el aburrimiento, la insignificancia, la otra duración: la de la
cronología simple y pura. Todo lo que era simultáneo, disyuntivo, inaprensible,
se vuelve sucesión, principio y finalidad.
16.
La
interrupción en el cuerpo de los niños. Su punto de partida, como intenté decir
es la
animalidad, una animalidad
gestual, una animalidad
del movimiento, de la mirada, de
la exploración, de la escucha. Una animalidad indefensa rodeada de cuidados y
descuidos. Una animalidad
rodeada de palabras que hablan de ese cuerpo: lo que el
cuerpo hace en efecto y las híper- interpretaciones acerca de lo que hace por
defecto. El cuerpo de los niños es un
cuerpo que está en el mundo recientemente y que se incorpora
a
él
como
producto de una tradición,
sí. Pero la tradición apenas hace de un niño un adulto a imagen y semejanza de
otro adulto. El cuerpo del niño debe comenzar, nuevamente, novedosamente, su
travesía y su experiencia. Es un cuerpo que mira y no dice. La mirada está
antes que las palabras. El gesto es una frase que no acaba de decirse, no por
primitivo, sino por que ya comienza a ser leído por otro. Pero el cuerpo es
sobre todo fricción, contacto, contigüidad, roce, toque, afección. El cuerpo
del niño es interrumpido por los códigos cifrados de una distancia sideral con
otros cuerpos. Es una enseñanza de posturas a partir de la impostura de un
cuerpo que ya ha dejado de sentir. Y que enseña a ser cuerpo, dejando el cuerpo
de lado, en otro lado.
17.
La interrupción en la atención de los niños. La mirada se
dirige a todas partes, aunque algunas cosas sean más interesantes que otras
porque se mueven, suenan, tocan, hablan, enfrían, calientan, llevan colores,
asumen rugosidades, bordes, sensaciones. Es una atención dispersa, no por
inmadurez sino quizá porque no hay orden en el mundo. Todo intento por ordenar
el universo les hace reír y llorar animalmente. Atender es mirar y es escuchar. Y es
comenzar a saborear, despacio, la infinitud complejidad del mundo. Atender no
puede ser exigir decir. La atención es una disposición, no una virtud que se
pueda medir. Pero es una disposición indispuesta, es decir, no tiene nada que
ver con la recta disposición a atender, a escuchar lo que luego sobreviene en
algunos órdenes pedagógicos. Es todo lo contrario de la sumisión, es la forma
que asume la paciencia cuando es niña. Y la paciencia posibilita escuchar otras
voces, atender otros cuerpos. La atención se presta, no se impone.
Existir tantos niños desatentos es también una rebelión. ¿Atiende
más el que hace que atiende
o el que decide no atender? ¿Quién decide cuánto dura la atención de un niño?
La frágil ecuación se resuelve
con la interrupción médica o psicopedagógica:
“habrás
de atender, sobre todo, aquello que no te es
interesante”.
18.
La interrupción en la ficción
de los niños. Se trata de una ficción de libertad, de lo ilimitado, de la
totalidad y, por eso, también, del abismo, del salto al vacío. Ficción de lo
que se abre, de lo que está en abierto. No hay duplicación aquí, no se trata del niño que se representa a sí mismo en otro lenguaje, con otra imagen, con otra composición. Es ficción
porque es ensayo. El niño ensaya, hay la suposición de una libertad de espíritu
o de libre albedrío. Las fronteras son configuradas por la palabra “no”.
Del “no” también
se aprende, es verdad, pero no a seguir en el interior de la ficción. La clausura de la ficción
ocurre por encerramiento, por prisión
real o simbólica,
por castigo, por
golpe, por
prohibiciones, por asfixia, por confinamiento de una
lengua única, deshabitada, sin nadie detrás. Esa sensación de ahogo la narra
muy bien Gonçalo Tavares (2012: 83-84): “Lo encerraban a menudo en aquel espacio
que suspendía el lado lúdico (…) Era un espacio
absolutamente neutro, donde las funciones
de los gestos quedaban
anuladas:
el movimiento era innecesario y casi ridículo. Las paredes no eran superficies
estimulantes para
un humano, mucho menos tratándose de un niño. Precisamente por ello, era un
espacio que aplastaba la infancia –una masa pesada aplastando a otra mucho
menos robusta-, por lo que resultaba imposible actuar o pensar de forma
adecuada a la edad”. Lo contrario de la niñez es eso que podríamos
nombrar como
“una estancia sin gestos”. El
adulto sabe como confinar la niñez, como derrotarla. Y tal vez esa estancia
sin gestos sea una de las metáforas del educar. Una de las
más frecuentes. Una de las menos interesantes. Una de las más hirientes.
19.
La interrupción en el lenguaje de los niños. Un
lenguaje perceptivo. No de conceptos. Como el de algunos buenos poetas y buenos
narradores. Perciben el mundo, entran y salen por los sentidos eso que los adultos
llamamos “informaciones”. Se trata de átomos
sonoros, de sonidos como interjecciones, de voces con gente detrás; se trata de
un lenguaje que, simplemente, acontece. Acompaña lo que se hace, el movimiento,
el gesto. No es una planificación
utilitaria. Pero lejos está de un sinsentido. Puede ser un esbozo del
lenguaje que vendrá. Pero lo que vendrá es el reemplazo de las percepciones por
las concepciones. Ésa es una exigencia que
cualquier niño deberá
acatar. Un lenguaje perceptivo lo
condenará a los confines de la clase y a una multitud de sospechas. Existir un
lenguaje de percepciones quiere decir pronunciar un lenguaje hecho con el cuerpo. Un
lenguaje que pasa
atravesado, encarnado. Y hay
quienes jamás recuperan esta posibilidad
y se instalan
en la amargura
de los lenguajes de única dirección.
20.
Las interrupciones, entonces. Interrupciones sobre su
cuerpo, sobre su atención, sobre su ficción, sobre su lenguaje. Esas
interrupciones ocurren sobre todos
los niños. Antes o después. En mayor o menor medida. Con más amorosidad o con
más crueldad. Con más autoridad o con más autoritarismo. Con más homogeneidad o
con más diversidad. Con más exclusión o con más inclusión. Lo mismo da. Se sobreentiende que la vida está interrumpida durante la vida. También la educación podría ser el dejarnos de
interrumpir y dar paso a las irrupciones.
21.
El niño salvaje de Aveyron fue interrumpido. No era lobo,
era niño. Y lo enderezaron, le dejaron beber sólo si así lo pedía en correcto
francés adulto. Le permitieron pasear sólo si se calzaba los zapatos, se ponía
la camisa y se alineaba el pelo. Lo aislaron para enseñarle a humanizarse. Le
enseñaron el lenguaje y terminó sus días expuesto en un circo de la periferia.
Por supuesto que eso ocurrió
hace demasiado tiempo.
Fue el momento en que lo desconocido quiso ser intensamente
conocido. De lo infinitamente ignorado a lo abismalmente detallado. De la
exclusión a la inclusión, del desconocer al
juzgar. De ignorar a prometer. De la indiferencia a la domesticación.
22.
Los niños desatentos, sordos,
ciegos, cojos, zurdos, pobres, callados, inmigrantes, autistas, espectrales,
destartalados, son interrumpidos todo el tiempo. A veces, incluso hasta la
muerte. Los niños que juegan a ser niñas y las niñas que juegan a ser niños son
interrumpidos. Los niños que miran para otro lado y los miran fijamente son
Interrumpidos. Los niños que no viven en casas bien construidas, son
interrumpidos. Los niños a los que se los somete a un permanente “on-line” hogareño son interrumpidos. Interrumpidos con intromisiones que se han naturalizado y que carecen
de toda naturalidad. La exclusión como indiferencia, la tolerancia como
pensamiento frágil, debilitado, bien acomodado a la época.
23.
Algo más: el lenguaje del derecho acerca de los niños: ¿qué
decir? A riesgo de ser mal comprendido, parece ser la coronación de un cierto
tipo de lenguaje sobre el niño cuyo refinamiento le sirve sobre todo a la pluma
del adulto. Claro que hay cuidar a los niños, protegerlos, alimentarlos, darles
salud, familia, juego, educación, etcétera. Lo que está en discusión aquí es si
de esto se trata todo lo que podríamos hacer; si no ocurre que una vez
proclamados, nos retiramos satisfechos a continuar la escalada de desidia y abandono. Si, como ha pasado con otras declaraciones
universales, no supone sólo una descripción paradojal de un mundo que se
obstina en demostrar exactamente lo contrario, un mea culpa por las barbaries cometidas.
24.
También
los discursos sobre la niñez, sobre la infancia, son interrupciones.
¿Cómo ver a un niño, sin ver
allí la infancia como sustantivo y lo infantil como adjetivo? Es decir: ¿cómo
ver a un niño en sí, no esencialmente, sin atribuirle ni caracteres angelicales, ni dominios demoníacos, ni la planicie
de la nada?
25.
La tradición, en este sentido, puede ser o bien
filosófica, o pedagógica, o psicológica, o literaria, o cinematográfica,
etcétera. Pero son tradiciones que no se cruzan, que no quieren mezclarse. A
veces sí lo hace la filosofía y la
literatura; la literatura y el cine; el cine y la filosofía; y muchas
veces lo hace la psicología y la pedagogía. Ver a un niño: ¿disputa entre
conceptos o necesidad de desplazamiento del lenguaje con el que nombramos lo impreciso?
26.
La literatura es fecunda en imágenes sobre la infancia.
Quizá porque ella quisiera recuperar lo imposible: su atmósfera. No sólo el
tiempo mítico, sino el olor, el sabor, lo que toca la piel, los sonidos aún
indescifrables, la soledad iluminada, la aventura sin límites. Y por eso
insiste en escribir sobre ella. Muchas veces por medio de ese lenguaje
perceptivo que fuera ya interrumpido tantas veces. Con ese lenguaje que se
vuelve hacia la ficción de la memoria y que en ella encuentra si bien no esa
misma atmósfera, sí algunos indicios, sí ciertos gestos, haciéndolos regresar
a un tiempo actualizado.
27.
Uno de los escritores más nostálgicos en este
sentido, Marcel Proust (2012: 59-60), reúne en sus recuerdos a su propio niño
con sus propios libros, en una atmósfera posible: “Tal vez no haya días más plenamente
vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar
pasar sin vivirlos,
aquellos que pasamos
con uno de
nuestros libros
preferidos (…) Quién
no recuerda como yo esas lecturas realizadas
durante las
vacaciones, que ocultábamos sucesivamente en todas las horas del día lo
bastante apacibles e inviolables como para poder acogerlas. Por la mañana, al
volver del parque, cuanto todo el mundo había salido a dar un paseo, yo me
colaba en el comedor, donde hasta la hora lejana del almuerzo no entraría nadie (…)”.
28.
Marcel Proust escribe sobre una niñez que no quiere ser
interrumpida. Leer es no ser interrumpido. Proust, en busca del tiempo perdido;
una pedagogía que debería comprenderse como una relación con los niños que no
interrumpe la niñez. Ya hay aquí una fuerte señal: la pedagogía cuyo mérito no
sería otro que el de no interrumpir. Pero además el de hacer durar la infancia
todo el tiempo que fuera posible. Hacer durar sin artificios, dejar que la
infancia sea infancia todo el tiempo posible,
con toda la ambigüedad que esta frase encarna.
29.
Peter Handke camina por las calles,
los pueblos, las ciudades, se sienta en un
parque y mira a los niños a través de una escritura perceptiva que evita todo contacto con ese “ya lo sabía, ya lo conozco”.
En su ya conocida ‘Canción
por ser niño’, escribe: “¿Cómo es posible que
yo, el que yo soy
/ no fuera antes de existir / y
que un día yo, el que yo soy, ya no seré más éste que soy?”. Handke mira y detiene el
tiempo con la escritura.
Enseñar a escribir, enseñar a leer tal vez no tenga otro destino ni otro
motivo: será para detener el tiempo, para no morir tan rápido, para no morir
tan mortalmente, para no olvidar lo incompleto, para no disfrazar la inveterada
desnudez con ropas multiculturales. Para percibir el presente en el presente, ahora mismo.
30.
De todas las interrupciones a la niñez, la escuela, la
escolarización es la más conocida desde ese tiempo conocido como modernidad. La
escuela es el sitio donde la mayoría de los niños van a hacerse adultos.
Generalmente a hacerse adultos hombres, incluso las niñas. Sobre todo, a
hacerse adultos hombres blancos normales con futuro laboral en tiempos de
solemne desamparo. Los niños entran al mundo como expresión de lo nuevo y
deben, cada vez más rápido, hacerse viejos: trabajar, adecuarse, normalizarse,
vivir en las grandes ciudades, pensar seriamente, hablar por hablar,
opinar e informarse.
31.
Por más que le demos vueltas al asunto, siempre habrá la
sensación que educar en el mundo-tal-cual-es, tal como lo han hecho algunos
adultos, contradice de lleno no sólo aquellos viejos ideales, sino aquellos que
para algunos surgen como sentidos más recientes y valiosos: diversidad,
emancipación, inclusión.
32.
Peter Sloterdijk, en “El extrañamiento del mundo”, habla de la
finalidad de la educación, de la paideia, en términos de desdicha. O, para
mejor decirlo, lo educativo comprendería una travesía de los niños
caracterizada por el pasaje de una esfera de dicha a una esfera de desdicha;
como si educar no fuera más que “adultizar” y
como si la condición adulta fuera “desdichar”, sin ningún ánimo de metáfora.
33.
¿Pero no hay también idealismo, ideal humanista, en hablar de la infancia en términos de dicha? Dos cosas
son ciertas: uno, que en las grandes ciudades y en sus instituciones sociales
y culturales los
adultos están desdichados,
literalmente; dos: que aún
en las condiciones más crueles y desesperantes, los niños siguen siendo niños.
34.
Los modos educativos están afianzados y se han
radicalizado en las últimas décadas. El lenguaje que pronuncian no pasa de
un conjunto reducido
de palabras que enmarcan la
misión educativa alrededor de términos tales como “universalizar”,
“incluir”, “hacer equitativa”, “producir igualdad”, “evaluar la calidad”, etcétera. No hay mucho más. Parece
grandilocuente, pero no es más
que un maquillaje para un
rostro demacrado. Al mismo tiempo que ingresan más niños, hay más cantidad de
problemas de atención, de problemas de comportamiento, de problemas de
aprendizaje. Los sistemas que han excluido hoy prometen la inclusión. Por doquier:
a derecha y a izquierda. Pero los sistemas siguen siendo inequitativos porque
los barrios lo son, las ciudades lo son, el mundo lo es. No hay igualdad,
porque se la supone un punto lejano en el destino y no un punto de partida con
el que mirar el mundo.
35.
Esos modos le exigen a la escuela una tarea virtuosa e
ímproba: hacer de la escuela casi el único y último reducto de convivencia
posible. Un laboratorio de pacificación, puesta en juego de valores y
desarrollo de competencias cuya imagen futura, recordemos, ya está destruida
por las sucesivas crisis nacionales e
internacionales. Hoy está al borde de la muerte el joven y el adulto al cual se
hace referencia cuando se educa a los niños: si se aprende a leer y a escribir,
si se va a la escuela,
si nos ponemos serios, luego
habrá vida. Pero ya sabemos
que no. Que la vida está y siempre estuvo en otra parte.
36.
Mientras
tanto, los niños de la televisión insisten en ser saludables, felices e
ingenuos, usan el móvil, se visten a la usanza
de la moda adulta, viven siempre
en casas con jardín, explican a sus padres heterosexuales cómo usar la
computadora, son acompañados por razas de perros relucientes, practican
deportes de más de once jugadores de campo y
la mayoría de
las veces, inclusive,
representan a ejecutivos en potencia.
37.
Si hay algo emancipatorio, aunque no de civilizatorio en
la tarea de educar, ello podría ser el acto de desprender a los niños de
razones de ser futuras tan improbables como en franco proceso
de desmoronamiento.
38.
Por
ello lo que es excepción, causa sorpresa, admiración, parece fuera del mundo.
Los niños son esa excepción. Al menos
eso debería pensarse
un poco. Un nacimiento comporta
la duración de lo nuevo. Lo que no sabemos. Ese acontecimiento tan repetido por
la filosofía y tan narrado por cierta literatura y cierta cinematografía. Pero:
¿se repite esto a sí mismo la educación? ¿Será capaz la educación de narrarlo de esa manera en
aquello que es lo institucionalmente educativo?
39.
La
relación con los niños es una relación de alteridad. De extrañeza. De misterio.
De temblor. De perplejidad. De perturbación. Depende de lo que
hagamos con ello, la relación tendrá matices diversos. O ser
completamente indiferente y brutal.
La extrañeza puede
pulverizarse hasta convertirse
en polvo. O no. El misterio
puede develarse, aunque
ya conocemos cómo
se reducen los misterios a pocas y soberbias fórmulas del saber. El
temblor es sacudida y también emoción. La perplejidad puede
reducirse a pocos segundos. O durar toda la vida. La perturbación puede
molestar, incomodar, ofender. O comenzar a formar parte de uno mismo.
40.
La educación debe a los niños algunos gestos que le han
sido sustraídos. Gestos corporales, gestos de atención, gestos de ficción y gestos
de lenguaje. Ya no es el caso de contentarnos con no interrumpir. Hay algo más:
distender y alargar el tiempo
de los niños. Si hubiera
que decirlo en una única
frase: la tarea de educar a los niños consiste en
hacer durar la infancia todo el tiempo posible. Detenerse con ellos en un
cuerpo que no sabe de divisiones ni de regiones de privilegio; detenerse con ellos en una atención
que es plural, sensible; detenerse con ellos en una ficción de
tradiciones, travesías y experiencias; detenerse con ellos en un lenguaje
que quiere jugar al lenguaje.
41.
Termino este texto como lo he
comenzado. No es un problema de optimismo o de pesimismo o de desazón. De amor
o de desamor por los niños, de ilusión o desilusión por la escuela, por lo
educativo. No se trata aquí de un carácter destructivo ni instructivo. Apenas
se trata de la necesidad de pensar al niño (¿cuál?) hoy (¿cuándo, dónde?). No
alcanza, al menos para mí, disponer de un retrato elaborado de antemano o de
una fotografía instantánea o de una cinematografía veloz y evanescente. El tema
–el niño, hoy, la escuela- que no es
un tema sino un desborde de
cuestiones, exige algo de detenimiento, de cuidado, pero al mismo tiempo de
asumir riesgos, de poner en juego percepciones extremas. No apenas el concepto
de “niños hoy en la
escuela”, rápido y
certero que, luego será quizá subrayado por alguien a quien desconozco.
Recebido em 03/05/2012 Aprovado
em 22/06/2012
Referencias.
Deleuze,
Giles. La lógica del sentido. Barcelona: Paidós Surcos, 2005. Fadanelli,
Guillermo. Educar
a los topos.
Barcelona: Editorial Anagrama, 2006.
Kohan, Walter. Filosofía y educación. La infancia y la
política como pretexto. Alcaldía
de Caracas: Fondo Editorial Fundarte, 2011.
Lispector,
Clarice. Revelación de un mundo. Buenos Aires: Adriana
Hidalgo Editores, 2005.
Proust, Marcel. Días de lectura. Madrid: Taurus Great Ideas, 2012. Sloterdïjk,
Peter. Extrañamiento del mundo. Valencia: Pre-textos, 1998.
Tavares, Gonçalo. Aprender a rezar en la era de la técnica. Barcelona: Literatura Mondadori, 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario