sábado, 20 de diciembre de 2014

50 Cuentos de la Literatura Japonesa.

50 Cuentos de la Literatura Japonesa.   La literatura japonesa es tan maravillosa como desconocida aún para el público hispanohablante por la gran falta de traducciones de tantos libros y autores. El cuento japonés cuenta con gran cantidad de pequeñas grandes obras. Compartimos aquí 50 Cuentos de la Literatura Japonesa.


El espejo, cuento de Haruki Murakami   Este cuento, del narrador japonés Haruki Mirakami, tiene un aspecto misterioso, oscuro, que pareciera llevarnos por el sendero del terror. Pero su reflexión lo hace verdaderamente destacable.   Un cuidador nocturno de una escuela que asegura haber visto en una noche su reflejo en un espejo, aunque con la sensación de que algo raro se oculta en él y huye al sentirse atrapado. Luego, comprueba que en el lugar donde tuvo la visión nunca hubo espejo alguno y que sus temores no eran sino sus propios miedos. «El hombre únicamente se teme a sí mismo» dice el autor.

El espejo

Desde hace un rato os oigo hablar de experiencias que habéis vivido y, no sé, a mí me da la impresión de que este tipo de relatos puede dividirse en ciertas categorías. En la primera categoría se encuentran aquellas historias donde el mundo de los vivos está en esta orilla y el de los muertos en la opuesta, pero existen unas fuerzas que hacen que, bajo determinadas circunstancias, pueda cruzarse de una orilla a la otra. Son las historias de fantasmas, por ejemplo. Otras historias se basan en la existencia de ciertos fenómenos o de ciertas facultades que trascienden el común conocimiento tridimensional del hombre. Me refiero a la videncia o a los presentimientos. Creo que, grosso modo, podríamos dividirlas en estos dos grupos.  Pues bien, según he podido constatar, las experiencias de la gente, pertenezcan a una u otra categoría, se limitan a un solo ámbito. Es decir, las personas que ven fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen presentimientos, y las personas
que sí tienen presentimientos no suelen ver fantasmas. Desconozco la razón de
que esto sea así, pero es evidente que existen ciertas disposiciones personales al
respecto. Vamos, al menos ésa es mi impresión.
Luego, por supuesto, están los que no se encuadran en ninguna de ambas
categorías. Yo, por ejemplo. Llevo viviendo más de treinta años, pero jamás he
visto una aparición. Sueños premonitorios o presentimientos jamás los he tenido.
Me ha sucedido que, encontrándome con dos amigos en el mismo ascensor, ellos
han visto un fantasma y a mí se me ha pasado por alto. Mientras ellos dos veían a
una mujer vestida con un traje chaqueta gris, de pie a mi lado, yo habría jurado
que allí, mujer, no había ninguna. Que estábamos los tres solos. No miento. Y
ellos no son de los que van tomándole el pelo a los amigos. En fin, ésta es una
experiencia muy siniestra, pero no altera el hecho de que yo no haya visto jamás
un fantasma. Ni se me ha parecido nunca un espíritu, ni tengo poder paranormal
alguno. Vamos, que mi vida debe de ser terriblemente prosaica.
Sin embargo, una vez, una sola vez, me sentí tan aterrado que se me pusieron los
pelos de punta. Hace ya más de diez años que pasó aquello, pero aún no se lo he
contado a nadie. Incluso hablar de ello me causa terror. Me da la impresión de
que, si lo menciono, volverá a ocurrir. Por eso me he callado hasta hoy. Pero esta
noche todos habéis ido contando, por turno, experiencias aterradoras que habéis
vivido y yo, como anfitrión, no puedo dar por finalizada la velada sin relataros, a mi
vez, mi historia. Así que voy a atreverme a hablar de ello. ¡No, por favor! Ahorraos
los aplausos. No creo que mi historia los merezca.
Tal como he dicho antes, ni he visto fantasmas ni tengo ningún poder paranormal.
Así que es posible que mi historia os parezca poco terrorífica y que os decepcione.
En fin, si es así, que así sea. Aquí la tenéis.
Acabé el instituto a finales de la década de los sesenta, unos años turbulentos, ya
lo sabéis; era, de pleno, la época de las luchas estudiantiles contra el sistema.
También yo me vi arrastrado por aquella oleada, así que rehusé ingresar en la
universidad y decidí vagar unos cuantos años por Japón, trabajando con mis
propias manos. Creía que ése era el modo de vida correcto. En fin, cosas de la
juventud. Ahora, cuando pienso en aquellos días, me parecen muy felices.
Dejando aparte la cuestión de si aquél era el modo de vida correcto o equivocado,
si volviera a nacer, posiblemente volvería a hacer lo mismo.
Durante el otoño de mi segundo año errático trabajé un par de meses como
vigilante nocturno en una escuela. En un instituto de una pequeña población de
Niigata. Durante todo el verano había trabajado muy duro y me apetecía tomarme
un respiro. Y hacer de vigilante nocturno no era un trabajo que deslomara a nadie.
Durante el día me dejaban dormir en las dependencias de los bedeles y, por la noche,
sólo tenía que dar dos rondas por el recinto de la escuela. En las horas que
me quedaban libres escuchaba discos en la sala de música, leía en la biblioteca o
jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo, por la noche, se estaba muy bien.
¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los dieciocho o diecinueve años se
desconoce el miedo.
Seguro que no habéis trabajado nunca de vigilante nocturno, así que, antes que
nada, voy a explicaros un poco qué es lo que hay que hacer. Hay dos rondas de
inspección, la primera a las nueve de la noche y la segunda a las tres de la
madrugada. Así está establecido. La escuela era un edificio bastante nuevo, de
veinte. No era muy grande. También estaban la sala de música, el aula de labores
del ho-gar, el aula de dibujo y, además, la sala de profesores y el despacho del
director. Aparte de las dependencias de la escuela estaban el comedor, la piscina,
el gimnasio y el salón de actos. Y yo sólo tenía que darme una vuelta por allí.
Eran veinte los puntos que tenía que inspeccionar, y yo iba de una dependencia a
otra, echaba una ojeada y ponía con el bolígrafo «OK» en el papel. Sala de
profesores: OK; Laboratorio: OK... Claro que habría podido quedarme tumbado en
la habitación de los bedeles y haber ido marcando OK, OK en todas las casillas.
Pero nunca descuidé mi trabajo hasta ese punto. En primer lugar, no requería un
gran esfuerzo y, además, de haberse colado algún tipejo dentro, al pri-mero a
quien hubiera sorprendido durmiendo habría sido a mí.
Así que, a las nueve de la noche y a las tres de la mañana, me hacía con una
linterna grande y una espada de madera y recorría la escuela de una punta a la
otra. Con la linterna en la mano izquierda y la espada en la derecha. En el instituto
había practicado kendo y tenía gran confianza en mi habilidad. Mientras mi
contrincante no fuera un profesional, no me daba miedo aunque llevase una
auténtica espada japonesa. Hablo de aquella época, claro. Hoy, saldría corriendo.
Era una noche ventosa de principios de octubre. No hacía frío. Más bien hacía
calor. Desde el anochecer pululaban los mosquitos. A pesar de estar en otoño,
recuerdo que había tenido que encender dos barritas de incienso para ahuyentar
los mosquitos. El viento ululaba. Justo aquel día, la puerta de la piscina se había
roto y golpeaba con furia agitada por el viento. Se me pasó por la cabeza
arreglarla, pero estaba demasiado oscuro. Y la puerta estuvo toda la noche
abriéndose y cerrándose con estrépito.
En la ronda de las nueve no descubrí nada anormal. OK en los veinte puntos. Las
puertas estaban cerradas con llave, todo estaba donde tenía que estar. Ninguna
novedad. Volví a las dependencias de los bedeles, puse el despertador a las tres y
me dormí.
Cuando el despertador sonó a las tres de la madrugada, me asaltó una extraña e
indefinible sensación. No puedo explicarlo bien, pero me sentía raro. En concreto,
no me apetecía levantarme. Era como si hubiera algo que estuviese anulando mi
voluntad de incorporarme. A mí nunca me había costado levantarme de la cama,
así que aquello me resultaba inconcebible. Con gran esfuerzo logré ponerme en
pie y me dispuse a hacer la ronda. La puerta seguía golpeando con estrépito. No
obstante me dio la sensación de que el sonido era distinto. Podían ser simples
impresiones, ya lo sé, pero me sentía extraño en mi propia piel. «¡Qué raro! No me
apetece nada hacer la ronda», pensé. Pero fui, claro está. Porque ya se sabe. En
cuanto haces trampas una vez, ya no hay quien lo pare. Así que agarré la linterna
y la espada de madera y salí de las dependencias de los bedeles.
Era una noche odiosa. El viento soplaba cada vez más fuerte, el aire era más y
más húmedo. La piel me picaba, no lograba concentrarme. En primer lugar, miré el
gimnasio y el salón de actos. OK en ambos. La puerta seguía abriéndose y
cerrándose con estrépito, parecía la cabeza de un demente haciendo gestos
afirmativos y negativos. Sin regularidad alguna. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Ya sé
que es una comparación extraña, pero a mí me dio esa sensación. De verdad.
En el interior de la escuela tampoco hallé ninguna anomalía. Todo estaba como
siempre. Di una vuelta rápida y marqué OK en todas las casillas. Después de todo,
no había ocurrido nada. Aliviado, me dispuse a volver a las dependencias de los
bedeles. El último punto que había que inspeccionar era el cuarto de las calderas,
en el extremo este del edificio. Las dependencias de los bedeles estaban en el
extremo oeste. Por lo tanto, yo tenía que cruzar un largo pasillo de la planta baja
para volver a mi habitación. Un pasillo negro como el carbón. Si había luna, estaba
iluminado por su pálida luz, pero si no, no se veía nada en absoluto. Yo avanzaba
dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia delante. Aquella noche se aproximaba
un tifón y no había luna. Muy de cuando en cuando se abría un jirón entre las
nubes, pero la noche volvía a ser pronto tan oscura como boca de lobo.
Avanzaba a un paso más rápido de lo habitual. Las suelas de goma de las
zapatillas de baloncesto producían pequeños chirridos al pisar el pavimento de
linóleo. El pavimento era de color verde. De un verde oscuro como el musgo. Aún
lo recuerdo.
A medio pasillo se encontraba el vestíbulo. Me disponía a dejarlo atrás cuando:
«¡Oh!», tuve un sobresalto. Me había parecido ver una figura en la oscuridad. Un
sudor frío manó de mis axilas. Agarré con fuerza la espada de madera, me volví
en aquella dirección. Apunté hacia allí el haz de luz de la linterna. Era por la zona
donde estaba el mueble zapatero. Y era yo. Es decir, un espejo. Ni más ni menos.
Era mi figura reflejada en un espejo. La noche anterior no había ninguno, seguro
que acababan de colocarlo allí. ¡Vaya susto! Era un espejo grande, de cuerpo
entero. Al tiempo que me tranquilizaba, me iba sintiendo ridículo. «¡Seré imbécil!»,
pensé. Plantado ante el espejo dirigí hacia abajo el haz de luz de la linterna, me
saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí. Di una calada contemplando mi
imagen reflejada en el espejo. La tenue luz de las farolas penetraba por las
ventanas y llegaba hasta el es-pejo. A mis espaldas, la puerta de la piscina seguía
dando golpes impulsada por el viento. A la tercera calada me asaltó, de pronto,
una sensación muy extraña. La imagen del espejo no era la mía. De hecho, sí, su
aspecto exterior era idéntico al mío. No cabía la menor duda. Pero no acababa de
ser yo. Lo supe instintivamente. No. No es exacto. Hablando con precisión, sí era
yo. Pero era otro yo. Un yo que jamás debería haber tomado forma. No me lo
explico, me entendéis, ¿verdad? Es que ésa es una sensación terriblemente difícil
de traducir en palabras. Sin embargo, lo único que comprendí entonces era que él
me odiaba con todas sus fuerzas. Con un odio parecido a un poderoso iceberg
que flota en un mar oscuro. Con un odio que no podrá ser jamás aliviado por
nadie. Eso es lo único que comprendí. Me quedé plantado ante el espejo, atónito.
El cigarrillo se me escapó por entre los dedos y cayó al suelo. El cigarrillo del
espejo también cayó al suelo. Nos contemplábamos el uno al otro. No podía
moverme, como si estuviera atado de pies y manos. Poco después, él movió una
mano. Se acarició el mentón con las yemas de los dedos de la mano derecha y,
luego, muy despacio, fue deslizando los dedos hacia arriba, como un insecto que
le reptara por el rostro. Me di cuenta de que yo estaba imitando sus gestos. Como
si fuera yo la imagen del espejo. O sea, que era él quien estaba intentando
controlarme a mí.
Mueble donde, en este caso, los niños dejan los zapatos tras quitárselos antes de
entrar en la escuela. (N. de la T)
En aquel momento hice acopio de las fuerzas que me quedaban y solté un alarido.
Exclamé «¡Uoo!» o «¡Uaa!», o algo así. Entonces, las ataduras se aflojaron
un poco y arrojé con todas mis fuerzas la espada de madera contra el espejo. Se
oyó un ruido de cristales rotos. Eché a correr hacia mi habitación sin volverme una
sola vez, cerré la puerta con llave y me cubrí con la manta. Me preocupaba el
cigarrillo que había dejado caer en el pasillo. Pero fui incapaz de volver. El viento
siguió soplando. La puerta de la piscina continuó golpeando con estrépito hasta
poco antes del amanecer. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...»
Supongo que adivinaréis cómo termina la historia. Eso es, el espejo no había
existido jamás.
Cuando el sol ascendió por el horizonte, el tifón ya se había alejado. El viento
amainó y el sol continuó arrojando sus rayos cálidos y claros. Me acerqué al
vestíbulo. Había una colilla en el suelo. Había una espada de madera en el suelo.
Pero no había ningún espejo. Nunca lo hubo. Nadie había emplazado jamás un
espejo al lado del mueble zapatero. Ésta es la historia.
Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue... a mí mismo. Pero aún no
he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo
siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros?
Por cierto, posiblemente os hayáis dado cuenta de que en esta casa no hay
ningún espejo. Y, ¿sabéis?, se tarda bastante tiempo en aprender a afeitarse sin
mirarse al espejo. De verdad.

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