viernes, 26 de diciembre de 2014

Educación en Cuatro Tiempos: Rousseau, Marx, Kant y Nietszche. (Y más)


Educación en Cuatro Tiempos: Rousseau, Marx, Kant y Nietszche.  PDF
De Marco Eduardo Murueta.
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1. El sistema neoliberal no requiere de una dictadura militar
Durante casi cuarenta años (desde 1975), Chile ha sido escenario de un profundo experimento económico y social. En un país pacificado a la fuerza por el golpe de Estado de septiembre de 1973, y por cinco años (1973-1978) de cruenta represión de dirigentes políticos y sociales, los ministros civiles del gobierno militar pudieron despejar brutalmente toda traba institucional e implementar, gobernando a través de decretos leyes, un modelo económico completamente ajeno a la tradición chilena, que carecía de precedentes incluso en cualquier política económica implementada alrededor del mundo durante el siglo XX.
Muchas de las fórmulas económicas y sociales ideadas por los teóricos neoliberales a lo largo de los años 40 y 50 fueron aplicadas por primera vez en Chile y luego, desde aquí, predicadas y aplicadas con diversos grados de autoritarismo prácticamente en todos los países del mundo desde los años 80 hasta hoy. Esto hace que Chile, un país de escasa población (16 millones en 2012), con una economía relativamente menor a pesar de sus enormes riquezas naturales, se haya convertido en un verdadero modelo para la nueva derecha a nivel mundial. Un modelo protegido por los grandes poderes mundiales de las oscilaciones más irresponsables del capital financiero y protegido también por una eficiente clase política de las tentaciones de convertir sus avances en provecho populista. Un país cuyo “éxito” económico es usado para disciplinar a los trabajadores en todo el mundo en torno a las políticas capitalistas más depredadoras. Políticas cuyas “bondades” son repetidas hasta el cansancio, como “verdades evidentes” y dogmas doctrinarios por las grandes cadenas de medios de comunicación a nivel mundial. “Verdades” y “evidencias” que apuntan sobre todo contra los peligros que representaría el Estado interventor, contra la “irresponsabilidad” contenida en cualquier política que busque asegurar derechos económicos y sociales básicos.
Que el tan cacareado “éxito” de este modelo en Chile sólo encubre una enorme catástrofe social para los más amplios sectores del pueblo chileno, y un modo de grosera depredación y saqueo de sus riquezas, es algo que se ha mostrado, con cifras impresionantes, muchas veces. Baste con indicar dos datos:
  • a. Entre 2006 y 2011 las grandes compañías mineras extranjeras se han llevado de Chile más de 160.000 millones de dólares en ganancias. Hay que notar, además que mientras la inversión total de estas compañías entre 1974 y 2006 sumó 19.976 millones de dólares, sólo en 2006 obtuvieron ganancias por 25.405 millones de dólares.
  • b. Según los datos del Servicio de Impuestos Internos (SII), el 99% de los chilenos vive con un salario promedio de 680 dólares ($339.680), el otro 1% con un salario promedio de 27.400 dólares ($13.703.000), es decir, 40 veces mayor. Es importante notar que esa mayoría también es desigual: el 81% de las personas en Chile viven con un salario promedio de tan sólo 338 dólares ($169.000) con un tope, en ese promedio, de 1096 dólares mensuales ($548.000).
Datos como estos son los que permiten entender el fraude que se esconde tras las cifras macroeconómicas “exitosas”. Pero más que las cifras que lo caracterizan, o su origen sangriento, lo que me importa aquí es más bien en que ha consistido de manera profunda este modelo, y cómo un análisis marxista puede dar cuenta de su “normalidad”, es decir, de la extraordinaria estabilidad política que lo ha acompañado hasta el día de hoy. Describir sus mecanismos y los compromisos políticos que permiten su funcionamiento.
La primera fase del modelo neoliberal, la privatización de los activos del Estado y la reducción del gasto estatal, es la que ha sido mejor estudiada y documentada. Es también la que sus propios gestores publicitan más a menudo, atribuyéndole toda clase de efectos “ordenadores”, “disciplinantes”, del caos en que los Estados habrían sumido a las economías modernas.
Los diversos analistas de izquierda que lo han abordado han puesto un gran énfasis en sus orígenes violentos. Por un lado la violencia militar extrema de las dictaduras latinoamericanas en los años 70. Por otro la extrema violencia de la corrupción civil que, amparada en esa posición de fuerza, privatizó y desnacionalizó las riquezas y los aparatos productivos estatales levantadas tras décadas de economías desarrollistas.
Este énfasis en la violencia explícita, sin embargo, ha contribuido durante mucho tiempo a oscurecer la segunda fase, mucho más profunda, en que el modelo se extiende y consolida, promovido incluso por los agentes políticos que han sido víctimas en diverso grado de la violencia primera, y que han usado sistemáticamente esa calidad de víctimas para legitimar como “alternativas”, o como “modificaciones en la medida de lo posible”, los propios dogmas económicos que dicen criticar.
Es la segunda fase, en que Chile es nuevamente un modelo ejemplar, la que hoy en día es urgente analizar y criticar pues es la que está presente en casi todas las “salidas” que se ofrecen a nivel mundial para los efectos de la crisis financiera que se arrastra desde 2008. Es la que es necesario exponer y denunciar sobre todo para dejar al descubierto uno de los principales mitos de la crítica anti neoliberal imperante: el modelo neoliberal NO fue impuesto, ni fue hecho eficaz y viable, a partir y a través de dictaduras militares. Su verdadera eficacia y profundidad ha sido implementada progresivamente a través de gobiernos civiles, por medios “democráticos”, y por coaliciones políticas que proclaman ser de “centro izquierda”. Lagos y Bachelet son los herederos perfectos de Pinochet y sus ministros de hacienda. El PSOE es el complemento perfecto del PP en España. Los Kirchner los sucesores perfectos de Menem. Lula es el complemento de Cardoso. Y esto es lo que ocurre en general con la “centro izquierda” europea y su retórica anti Thatcher y anti norteamericana.
La primera etapa del nuevo modelo de dominación capitalista que se ha implementado desde los años 80 en todo el mundo ha sido caracterizada frecuentemente como “política de shock”. A la luz de lo ocurrido con posterioridad, es necesario agregar bastantes matices a esa visión simple. Es indudable que han existido estos momentos de shock pero, a pesar de su importancia, han sido más bien la excepción que la regla. Y, en todo caso, el componente de violencia militar en ellos no ha sido el elemento crucial ni, mucho menos, su condición de posibilidad. El shock en Grecia, Irlanda, España, Portugal, se ha realizado en plena democracia. La transición neoliberal profunda se realiza en Estados Unidos, en Inglaterra, en Alemania, en Rusia y en casi todos los países que formaron parte del área socialista sin un shock visible, a través de múltiples medidas que apuntan en esa dirección, pero que no se presentan como una política masiva, rápida y explícita.
El shock neoliberal está relacionado básicamente con cuatro cuestiones:
a. las políticas de precarización del empleo y el debilitamiento de los derechos laborales;
b. las políticas de privatización de las ramas de la producción en manos del Estado;
c. una política general de desnacionalización de los recursos naturales
d. una política general de liberalización del comercio mundial, de apertura arancelaria, congruente con las nuevas formas de organización industrial distribuida a nivel mundial.
Más que una dictadura militar que ordene estas medidas por decreto (como ocurrió en Chile), en realidad es este último aspecto el que desencadena y opera como motor permanente de los tres anteriores. Desde fines de los años 70 ha ocurrido un drástico reordenamiento tanto en la base técnica del capital como en su localización. La producción manufacturera ya no está organizada en grandes instalaciones centralizadas, ubicadas de manera predominante en el primer mundo, sino que se ha desplazado hacia la periferia, en que es posible bajar notablemente los costos en salarios, y en forma de redes de producción de partes y piezas, en que sólo algunos módulos actúan como armadurías. Esto ha significado una radical desindustrialización de Estados Unidos y Europa, y a la vez una industrialización creciente de países como Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Malasia, en una primera oleada, y ahora de China, India, Brasil y México. Esta producción en red ha aumentado enormemente el comercio mundial al interior de las propias empresas trasnacionales, que se organizan como redes en que operan mercados “interiores” que deben traspasar las fronteras nacionales. Esta organización es la que ha obligado a la completa apertura comercial que, de paso, permite la destrucción de toda iniciativa de desarrollo industrial consistente y medianamente autónomo a todos los demás países.
Tanto la precarización del empleo, como la desnacionalización de los recursos naturales, como la destrucción de los aparatos productivos estatales, en realidad han sido efectos de esta profunda reorganización, de envergadura histórica, de la división internacional del trabajo capitalista. En rigor, el discurso doctrinario neoliberal, su pretendido saber “técnico”, no ha sido la causa, ni el motor, de esta reorganización, sino más bien el discurso con que se ha legitimado. La “ineficacia del Estado”, la necesidad compulsiva de integrarse a la “globalización”, las supuestas desgracias que traería el “proteccionismo”, las supuestas bondades de la iniciativa y el “emprendimiento” individual en torno a pequeñas unidades económicas, son todos argumentos que surgen desde, y son funcionales a, este proceso en el orden de la producción.
Es por eso que el llamado shock neoliberal no ha llegado de manera masiva, explícita y uniforme a aquellos países donde imperan regímenes “democráticos”, es decir, a aquellos lugares y espacios sociales en que esta revolución post fordista no ha sido necesaria aún. La precarización del empleo, por ejemplo, se ha introducido en la mayor parte del mundo por áreas, a través de políticas que se presentan paradójicamente como “fomento”, o “generación de nuevos empleos”, o como “excepción”: empleo precario para jóvenes, para mujeres, para zonas pobres, para profesionales universitarios recién egresados. Normas que se agregan a las ya existentes, sin eliminarlas, aunque de hecho las nieguen, van creando una tendencia, acompañada de aparatosas campañas de propaganda, en que se debilitan por sectores los derechos laborales tradicionalmente adquiridos a través de prolongadas luchas de los trabajadores. Una propaganda que sostenidamente afirma favorecer el empleo, hacer viable la economía, abrir nuevas posibilidades al adelanto económico de los individuos y las familias, sin hacerse cargo en absoluto ni de la calidad del empleo que favorecen, ni de los bajos niveles salariales implicados, ni de la absoluta falta de derechos laborales y sindicales que los rodean. Eso explica que en la mayor parte de los países del mundo el avance de la precarización laboral coexista perfectamente con sectores enteros de trabajadores que mantienen aún sus derechos clásicos, sobre todo en la administración y en los servicios que provee el Estado, en las fábricas en que subsiste el régimen fordista, y en el campo que no se ha reconvertido aún a las nuevas formas de industrialización agrícola. Cuestiones que son claramente visibles en países como México, Brasil y Argentina.
De la misma manera, la desnacionalización de los recursos naturales, no se ha operado de un modo uniforme y tajante, que suprima o revierta las grandes nacionalizaciones promovidas por gobiernos antiimperialistas en los años 70. Las formas más eficaces son más bien el control de la comercialización de los recursos de los que no se es dueño, el dominio de toda la cadena de elaboración de los derivados o concentrados, que son los que realmente se ocupan en la producción industrial, e incluso el dominio de la administración financiera de los excedentes en dinero que produce la riqueza teóricamente nacionalizada. Los países son dueños de la piedra, del crudo, pero de nada más. La industria petroquímica, las refinerías del cobre y el estaño, las grandes productoras de acero, permanecen en manos del capital trasnacional. Los excedentes en dinero son administrados por la banca trasnacional. Y ahora, en la segunda fase del modelo, dos mecanismos adicionales. Uno explotación “mixta” en que los Estados nacionales entran en sociedad con las empresas trasnacionales (que frecuentemente los exceden en poder económico), en tratos “paritarios” que favorecen escandalosamente al capital, y a la vez lo liberan de cargas tributarias o excesos de fiscalización sobre sus operaciones. El otro es el régimen de “concesiones plenas”, ideado en Chile, ante la negativa del gobierno militar a privatizar el cobre, por José Piñera Echeñique, uno de los principales ideólogos nacionales del modelo, y dictado como ley en 1981, según las cuales el Estado no pierde la propiedad de los recursos, pero si una vez dictada la concesión decide retirarla (para lo cual bastaría un simple decreto presidencial), debe pagar a la empresa afectada ¡el 100% de las ganancias que podría haber obtenido por su explotación!.
Por último, la privatización de los activos económicos en manos del Estado no ha operado en general sobre la base de decretos dictados bajo el amparo militar sino más bien tras un proceso de destrucción metódica e intencionada: la disminución de su productividad y eficacia por falta de inversión, la reducción de sus ganancias y aportes al presupuesto general por la vía del despilfarro. Con esto el dogma neoliberal de la “ineficiencia del Estado” se ha convertido en una mera profecía auto cumplida, tras la cual la privatización aparece casi como un beneficio para toda la sociedad. Es el caso de la empresa telefónica privatizada en la época del PSOE en España, es el caso de la telefónica mexicana que, “milagrosamente”, duplicó su valor en menos de dos meses después de ser privatizada. Los servicios de comunicaciones, de transportes, de agua potable, pueden ser privatizados cómodamente, y en forma “pacífica” por esta vía.
Incluso, cuando se observa el propio proceso chileno, del que se dice que estaría fundado en la violencia militar, lo que se encuentra es que los efectos reales del shock, y sobre todo su consolidación como régimen de normalidad económica, se produjeron a partir de 1990, durante los gobiernos de la Concertación, no bajo la dictadura. A pesar de que la Ley de Concesiones Plenas se dictó en 1981, la inversión minera en Chile entre 1974 y 1989 sólo llegó a 2390 millones de dólares. En cambio, entre 1990 y 2005 subió a 17578 millones de dólares. Las leyes que han permitido que las empresas mineras eludan o evadan impuestos proceden del gobierno de Patricio Aylwin. A pesar de las garantías ofrecidas, aún en 1990 las grandes mineras privadas controlaban sólo el 16% de la producción de cobre; en 2007 esta proporción había subido, en cambio al 69%. Otro tanto se puede decir de todas y cada una de las grandes medidas económicas dictadas en la época dictatorial. Hoy en día nadie pone en duda que los gobiernos de la Concertación han respetado y profundizado plenamente el modelo económico que heredaron, en contra incluso de lo que fue presentado como su propio Programa Fundacional.
2. Los mecanismos básicos del modelo en Chile
Considerando estas múltiples evidencias es que importa hoy enumerar con la mayor claridad posible cuáles han sido las herramientas económicas han permitido que los tecnócratas chilenos prediquen el “éxito” de su modelo.
a. El cobre
Desde luego, y largamente, el gran asunto en juego es la desnacionalización del cobre. Chile es un país que vale para el capital trasnacional lo que valen sus recursos naturales. Hoy en día la producción de la minería chilena equivale al 17,4% del PIB. En esta cifra, el 16% corresponde a las exportaciones de cobre. En esta cifra, cerca del 70% corresponde a la minería privada. Es decir, más del 12% del PIB sale de Chile por la vía de la producción minera privada.
b. Las Administradoras de Fondos de Pensiones
El crecimiento económico exhibido o, al menos, el exorbitante crecimiento del que han gozado los sectores privilegiados de este país tiene, sin embargo, otros dos componentes, que dan cuenta ahora de la expansión de los empresarios chilenos hacia los demás países de América Latina. Uno es el sistema de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), creado en 1980, que obliga a los chilenos a cotizar el 10% de sus salarios en Administradoras privadas, que pueden utilizar este ahorro forzoso como fuente de capital para empresas relacionadas, sin ofrecer a cambio ninguna garantía real de rentabilidad, ni absolutamente ninguna participación en la política de inversiones, a los que son propiamente los dueños de ese capital.
Tras más de treinta años del sistema se han acumulado más de 250.000 millones de dólares, nominalmente propiedad de los trabajadores. Sobre esos fondos los propietarios de las Administradoras han cobrado cerca de un 30% de las cotizaciones en comisiones por su administración independientemente de si las inversiones que hacen tienen o no rentabilidad real. Esto ha significado que, a pesar de las fluctuaciones y las crisis financieras, los dueños de las AFP han recibido entre 500 y 1000 millones de dólares cada año. Es notable que desde 2008, debido a la crisis financiera internacional, el fondo global, perteneciente a los trabajadores, ¡disminuyó en cerca de un 30%!, una cifra mayor que todas las ganancias obtenidas por esos fondos en los 27 años anteriores, y aún así los dueños de las AFP obtuvieron en 2008 ganancias por 10 millones de dólares. Pero ya en 2009, sin que los fondos se hubiesen recuperado realmente, sus ganancias volvieron al orden de los 500 millones de dólares. Por estas dos vías, la posibilidad de utilizar el ahorro forzoso de los trabajadores de todo un país, y la libertad de apropiar cerca de un tercio de ese ahorro como comisiones, las AFP han sido la viga maestra de los empresarios nacionales del retail, de la fruta y las pesqueras, de la celulosa y el papel, de la mediana minería privada. Como dato ilustrativo hay que considerar que el 70% de los fondos han sido invertidos en tan sólo diez grandes grupos de empresas chilenas.
El reverso de este gigantesco aporte de los trabajadores a la gran empresa privada es dramático. En 2012 la pensión promedio pagada por el sistema de Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP) alcanzó tan sólo 178.000 pesos (unos 360 dólares). Las pensiones pagadas correspondían en promedio a tan sólo el 33% del salario percibido por los trabajadores antes de pensionarse. Peor aún, el 60% de las pensiones pagadas por las AFP entre 1982 y 2009 ¡han sido aportadas por el Estado! Una situación que se explica porque el 60% de los pensionados recibe menos de $75.000 (150 dólares), y sus pensiones deben ser compensadas por un aporte estatal.
c. La elusión tributaria
El otro mecanismo, que explica que el 0,1% de los contribuyentes chilenos acumulen 17% de la riqueza nacional son las múltiples formas de evasión y elusión tributaria de las que han gozado las empresas por más de treinta años. Sólo por la principal de ellas, el llamado Fondo de Utilidades Tributables (FUT) los empresarios de este país han logrado evadir cerca de 40.000 millones de dólares en impuestos. Una módica contribución a costa de beneficios posibles para todos los chilenos, que les ha permitido capitalizar e imponer su crecimiento como si fuese un producto de su propia “eficacia”. En general, se ha construido un sistema impositivo en que los empresarios pagan sistemáticamente menos impuestos que los trabajadores.
Precarización del empleo, desnacionalización de los recursos naturales, privatización de la administración de los fondos de pensiones, un sistema de generosas ventajas tributarias, esos son los grandes mecanismos que han operado desde la época de la dictadura. Pero a ellos hay que agregar una segunda fase que, como he adelantado, amplía y profundiza el modelo, gestada e implementada ahora completamente en “democracia”.
3. La profundización del modelo
El gran asunto ahora, en general, es la completa funcionalización del Estado respecto del interés de los empresarios privados. Más allá de la privatización que recurre al expediente simple y brutal de vender a precio regalado los bienes acumulados por todos, se trata ahora de la introducción de la lógica de gestión de las empresas privadas en la gestión de los servicios públicos, acompañada de un masivo sesgo que lleva a que el Estado privilegie, e incluso financie directamente, a las empresas privadas en detrimento de sus propios servicios. Un régimen en que el gran capital logra convertir en áreas de negocios a los servicios, que se consideraron tradicionalmente como derechos sociales, que tenían que ser proveídos y garantizados por el Estado. En la mercantilización de los servicios, que resulta de estas políticas, el costo es descargado progresivamente sobre los usuarios, el Estado autoriza y avala el lucro con bienes esenciales, e incluso aporta directa e indirectamente los capitales que requieren los privados para implementar sus negocios. Esto resulta particularmente claro en cuatro áreas extremadamente sensibles para los ciudadanos comunes: el transporte público, la educación, la salud y la industria alimentaria.
a. El transporte público
El caso del transporte público en Chile representa una mezcla de neoliberalismo y corrupción abierta. La privatización de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado se llevó a cabo en los primeros años de la dictadura, bajo el pretexto de su ineficiencia y su obsolescencia tecnológica. El transporte de pasajeros en la ciudad de Santiago (que concentra al 40% de la población del país) y en todas las otras grandes ciudades, sin embargo, fue empeorando con el tiempo debido justamente a esas mismas razones cuya solución, por cierto, no interesó en lo más mínimo a los “eficientes” empresarios privados. A pesar de esta ineficiencia, cuando desde 2004 se pensó en hacer un cambio radical, la premisa que se dio por obvia es que tenía que ser realizado a partir de nuevas concesiones a esos mismos o a otros empresarios privados.
La extrema torpeza y falta de viabilidad del fastuoso proyecto que se diseñó durante el gobierno de Ricardo Lagos se hizo notoria en cuanto empezó su implementación, oportunamente apurada para imponerla al gobierno siguiente. Pero justo entonces, al enorme impacto que esta ineficiencia radical implicaba sobre las rutinas de la gran ciudad se le encontró una solución extraordinaria: que el Estado subvencionara completamente las pérdidas posibles que los empresarios pudieran enfrentar. Se supo entonces uno de los secretos a voces de esta gran renovación: en los contratos que el Estado firmó con esos empresarios se garantizaban, a todo evento, márgenes de utilidad.
Una fórmula que se ha usado de manera cada vez más frecuente en las licitaciones de obras llamadas por el Estado: en las carreteras, en las cárceles concesionadas, como veremos luego, en los hospitales públicos.
En el caso del sistema de transporte de pasajeros, por esta sola vía, en los cinco primeros años de su funcionamiento el Estado tuvo que desembolsar más de 9500 millones de dólares. Una cantidad absurda que es de hecho mucho mayor que la que esos empresarios tuvieron que gastar para comprar todas y cada una de las máquinas con que se presentaron a licitación para ofrecer el servicio.
No sólo eso, se firmaron contratos, redactados por los propios representantes estatales, que no establecían ningún mecanismo real de fiscalización a la calidad del servicio, que establecían estándares de cumplimiento para los que no se fijaba absolutamente ningún castigo en caso de no llevarse a cabo, que no establecían absolutamente ningún resguardo de los derechos laborales de los trabajadores que se emplearan.
No sólo eso. Cuando la oposición al gobierno de turno vislumbró la posibilidad de ganar las elecciones para el gobierno siguiente y, por tanto, la de heredar el desprestigio y enorme costo del sistema, ambos bloques se pusieron de acuerdo en no convertir el asunto en tema de las campañas electorales (ni la derecha criticó al gobierno en lo que era su flanco más débil, ni el gobierno emplazó a la derecha para que lo resolviera si ganaba), y acordaron una ley que aseguraba el financiamiento de la ineficacia, y las ganancias de los empresarios, a costa de todos los chilenos: se acordó por ley que el Estado apoyaría el sistema, y otros equivalentes en las demás regiones del país, por un monto equivalente a 16.000 millones de dólares en el decenio 2012-2022. Aún así, este monto no es suficiente, y cada año se aprueban partidas presupuestarias que incrementan los aportes.
Cuando se considera este cúmulo increíble de ineficiencias y costos con una cierta perspectiva, sin embargo, se advierte que tras lo que parece ser simplemente idiotez y descuido hay una política sistemática, unas prácticas que sistematizan la corrupción. En los grandes contratos de obras públicas que se licitan a privados, por ejemplo, además de garantizar los márgenes de ganancia, se suele aceptar a un oferente que promete, a un costo muy conveniente, realizar una obra, digamos, en 100 millones de dólares. Como su propuesta es la más barata y conveniente, se le adjudica, de manera válida, la licitación. Sin embargo, en el curso de la obra, el contratista declara que debe hacer “correcciones” o “ampliaciones” al proyecto original y entonces, fuera de toda licitación, se renegocia el contrato por montos que pueden incluso doblar el costo proyectado original. O, en otro caso, en los estudios del impacto ambiental que produciría una empresa privada, se autorizan instalaciones por una envergadura determinada, pero luego la empresa extiende sin límites sus instalaciones sólo con el estudio y la autorización inicial.
b. La industria alimenticia
El caso de las industrias de alimentos es ilustrativo de este sistemático sesgo de los funcionarios públicos a favor del interés privado, que incluso se defiende doctrinariamente en los cursos de capacitación en que son formados. Se dicta un reglamento sobre los contenidos máximos que los componentes de un alimento deben tener para no dañar la salud de tal manera que esos máximos permiten prácticamente todos los alimentos ya en circulación, sean dañinos o no. Se suscriben los tratados de libre comercio con toda clase de cláusulas que permiten debilitar la autonomía e incluso la seguridad alimentaria del país. Se aceptan las imposiciones de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en torno a la circulación de transgénicos y las patentes a productos biológicos. Se acepta y promueve, sin gran publicidad, sin que haya una ley que lo autorice, el cultivo de transgénicos en Chile (“sólo para la exportación”). Se autoriza sin límite la importación de transgénicos para el consumo. Se logra, por la vía reglamentaria, que los productos que contienen transgénicos no lo adviertan a los consumidores.
c. El sistema educacional
Pero son las áreas de la educación y la salud las que muestran mejor, en todas sus facetas, en qué consiste la profundización del modelo. En la educación, el regalo a privados del sistema de educación tecnológica con que contaba el país, y la absoluta ausencia de inversión estatal en ese rubro durante 35 años. La creación de un sistema de universidades privadas que recurren a todo tipo de triquiñuelas para obtener el lucro que formalmente la ley les prohíbe, a lo que hay que sumar toda clase de nuevas y especiales exenciones tributarias. La municipalización de la enseñanza media básica y media, paralela al crecimiento, fomentado por el Estado, de un sistema de educación privada subvencionada, que también goza de privilegios tributarios. El encarecimiento de las escolaridades de las universidades estatales al mismo nivel de las privadas, obligado por las políticas de autofinanciamiento y por el retiro progresivo del aporte directo del Estado.
Con las movilizaciones estudiantiles de 2005 y 2011 toda el drama de la educación chilena ha salido flote por fin, y ha sido ampliamente discutida en la esfera pública, sin que se haya logrado, por cierto, mover ni un milímetro ni la política oficial, ni la decisión de llevarla adelante en contra de la opinión de las más amplias mayorías nacionales. O, peor aún, todas las medidas propuestas desde las autoridades como “soluciones” no apuntan sino a profundizar el modelo.
Una consecuencia es el que el 40% del costo de la educación superior lo deben aportar las familias, en casi todos los casos sobre la base del endeudamiento con la banca privada, o con el Estado, en una situación en que las escolaridades se encuentran entre las más altas del mundo. Otra, los colegios privados subvencionados por el Estado crecen, y se agrupan en grandes sociedades en manos de sostenedores que pueden lucrar libremente con el servicio directo, y con los servicios relacionados como el transporte escolar, los materiales de estudio, o el financiamiento de las escolaridades compartido entre el Estado y las familias. Paralelamente, los colegios municipales se empobrecen, porque no pueden realizar ese lucro relacionado, porque los municipios, manifiestamente en contra de la ley, desvían los fondos que reciben para educación hacia otros rubros, sin que haya la menor fiscalización y, junto con su empobrecimiento, van perdiendo a sus estudiantes, que migran al sistema privado, y desaparecen uno a uno. Otra consecuencia: crece la precarización del trabajo docente hasta el punto inverosímil de que en la educación superior el 60% de la docencia es impartida por profesores que no tienen contratos estables y que frecuentemente sólo reciben diez u once meses de paga cada año.
Pero el aspecto más profundo de estos cambios es quizás, como he sostenido más arriba, la introducción de formas de gestión típicas del sector privado al sistema de educación estatal. Por esta vía las universidades del Estado se han convertido en centro de negocios para muchos profesores, a los que se alienta a crear programas de diplomado, post título o post grado administrados por ellos mismos, bajo el nombre y la normativa de la propia universidad a cambio de un cierto porcentaje de lo que recauden por escolaridad. Siguiendo el mismo estilo, las universidades estatales se han rodeado de sociedades relacionadas, formadas por los propios profesores, que usufructúan del nombre y prestigio, e incluso de las instalaciones y personal de la universidad para concursar a fondos que resultan casi completamente destinados a su propio usufructo privado, nuevamente, a cambio sólo de un porcentaje de los ingresos, que luego se exhibe orgullosamente como contribución al autofinanciamiento decretado y promovido por la política oficial.
Por supuesto, resulta plenamente funcional a esta situación en la educación superior, la adhesión a un sistema de certificaciones que privilegia las formas de gestión particularistas, de corto plazo, en beneficio de los académicos individuales. De esta forma la certificación que se presenta como evidencia de la “calidad” de las universidades privilegia los grados en su aspecto meramente formal, las investigaciones de corto plazo que pueden dar origen a publicaciones en revistas indexadas a nivel internacional, la gestión de los programas de post grado que, justamente contribuyen a reproducirla. Es decir, un sistema en que la “calidad” de la enseñanza universitaria ha perdido toda conexión con el desarrollo nacional, con proyectos estratégicos de desarrollo del conocimiento y, mucho menos aún, con las funciones tradicionales de recreación de la cultura, extensión y diálogo con las necesidades del país. Las universidades, incluso la del Estado, se han convertido en fábricas de profesionales individualistas, que sólo compran una formación que los habilite para el mercado laboral inmediato. Y esto es lo que la doctrina oficial describe, acertadamente, cuando considera a la educación ya no como un derecho sino como un “bien de consumo”.
A través un sistema de mediciones periódicas en torno a estándares competitivos y meramente formales, desde sus primeros niveles (SIMCE en segundo básico, cuarto básico, octavo básico, SIMCE por asignaturas, PSU para el ingreso a la universidad), el modelo se instala en la gestión de la educación convirtiendo a cada unidad educativa, en todos los niveles, en una unidad en competencia, que lucha por destacarse en los índices de resultados, que adapta completamente su modelo formativo a la formalidad de tales instrumentos, convirtiéndose en un sistema “preparador de pruebas”, que discrimina fuertemente según los puntajes obtenidos, que adiestra cada vez más y forma o educa cada vez menos. Pero con esto los actores mismos, los maestros, los estudiantes, las familias, internalizan el sistema de la competencia. Las mismas familias se acostumbran a demandar esos resultados formales, los maestros son evaluados en torno a ellos, las unidades educativas enteras son expuestas año a año a la publicación de los resultados, y se prestigian y autoevalúan como “exitosas” o no a partir de ellos.
d. Las políticas en Salud Pública
Las políticas implementadas en la salud pública durante los gobiernos de la Concertación, que continúa las políticas formuladas durante la dictadura son otro ejemplo central. El paradigma de “focalización de los recursos” terminó con el gasto global, basal y permanente en salud, instaurando un modelo de gestión en que el Estado sólo construye la planta física de los hospitales públicos, y concesiona todo su funcionamiento, y en que el sistema público de salud (FONASA, AUGE, GES) se dedica sólo a pagar prestaciones individuales.
Consecuencia de esto es que se ha privilegiado completamente la medicina curativa, en detrimento absoluto de la prevención primaria y de la medicina paliativa, a las que se accede sólo a través de su medicalización (vacunación, rehabilitación física, chequeos médicos), y sólo en la medida en que se asimilan al régimen de las prestaciones curativas.
Por un lado la licitación y concesión, primero de los servicios anexos (aseo, alimentación), y luego incluso de los centrales (administración, prestaciones médicas) precariza el empleo en el sector y convierte el gasto estatal más bien en un privilegio, en un sistema de bonos y asignaciones, debilitando de manera sustantiva su carácter de derecho permanente.
Por otro lado, el debilitamiento sistemático de la infraestructura de la salud pública, unida al sistema de Garantías Explícitas en Salud (GES), constituyen uno de los mecanismos característicos de transferencia de los fondos públicos al sector privado.
En Chile dejó de haber auténticamente salud pública, con las connotaciones sociales, de prevención y empoderamiento de los ciudadanos que eso implica. En realidad lo que hay es un sistema de bonos y asignaciones estatales a las necesidades médicas de los individuos, considerados como particulares aislados. Un sistema de prestaciones en que se evalúan y fijan los montos de las asignaciones según tablas de siniestralidad, al estilo de las compañías de seguros, y no de acuerdo a criterios sociales o de prevención. Con esto el gasto estatal deja de ser inversión destinada a mejorar los niveles de salud de la población, y empieza a ser simplemente gasto, costos que se deben vigilar permanentemente para que no aumenten demasiado el presupuesto estatal.
La manera en que este modo de pago favorece a las empresas de salud privadas puede ejemplificarse con el escándalo de los pagos que hace el Estado a través del sistema de garantías GES. Consideremos un ejemplo representativo. Si un cotizante de FONASA (en que se atiende el 84% de la población) necesita hospitalización el Estado aporta un bono GES, a través de FONASA, para pagar al hospital público que lo atiende. En 2012 la cantidad pagada por el concepto de “día cama” ascendió a $129.000. Pero el costo real de ese “día cama” es de alrededor de $300.000. Como el hospital público es administrado como una unidad económica independiente, por los municipios, el hospital queda debiendo esa diferencia al Estado. Ese costo debería ser solventado por los municipios, pero estos no reciben fondos del Estado dedicados a cubrir esa diferencia. Con esto sólo los cuatro o cinco municipios en Chile (¡de 350!) que tienen superávit económico, porque en ellos se concentran los sectores económicamente más privilegiados del país, pueden mantener sus servicios. En el resto los hospitales acumulan una “deuda hospitalaria” que, desde luego, les impide mejorar sus prestaciones, o aumentar las camas disponibles. Pero como el usuario ha recibido un bono que implica una garantía en salud, y como el hospital público, debido a su deuda, no dispone de las camas necesarias, entonces tiene derecho a acudir a una clínica privada, y el Estado debe asumir el costo que ello implique. Pero entonces, mágicamente, el Estado acepta pagar ¡$800.000! por el “día cama” a esa clínica, es decir, ni siquiera el costo real sino el costo ¡comercial!, establecido de manera unilateral por el empresario privado. Por esta vía, sólo en los primeros nueve años de la implementación del sistema GES, el Estado ha traspasado 8.000 millones de dólares al sistema privado de salud. En otro ejemplo del mismo tipo: FONASA paga $4.950 por el ítem “consulta médica” a los hospitales públicos, y paga, en cambio, por el mismo concepto, $11.730 a las clínicas privadas. El resultado es que hasta 2012 se habían acumulado más de 200 millones de dólares en “deuda hospitalaria”. Para el Estado es relativamente poco, pero es lo suficiente como para que el sistema público, administrado con criterios de “autofinanciamiento”, no pueda invertir en su propio mejoramiento.
Durante el gobierno de Michele Bachelet se propuso, proclamándolo como solución al problema, la construcción de más hospitales públicos. Una medida aparentemente muy progresista, porque la construcción de infraestructura hospitalaria pública había estado prácticamente paralizada durante casi treinta años. Pero tanto la construcción como la operación de estas unidades se han planeado a través del sistema de licitaciones y concesiones a privados. Pero, a su vez, para “atraer al sector privado” a un área de negocios que aparece como deficitaria, se han contemplado subsidios de construcción y de operación que garanticen que los privados tendrán ganancias. Por esta vía, en la construcción de sólo dos hospitales, cuyo costo real asciende a 300 millones de dólares, el Estado pagará ¡600 millones de dólares! sólo en subsidios.
Un efecto notable de estas políticas es que el Estado chileno puede proclamar triunfalmente que el gasto que hace en el sector salud ha aumentado. Del mismo modo, a través del mismo tipo de políticas, ha aumentado también en forma extraordinaria el gasto en educación, en cultura, en vivienda y en obras públicas. Lo que no se dice, en cambio, es que los beneficiarios son usados como un modo de desviar el gasto público al sector privado; que se le paga al sector privado sobreprecios y márgenes de ganancias completamente por fuera del mercado; que la política de salud propiciada de esta manera (énfasis en la medicina curativa) empeora la salud pública en lugar de mejorarla; que el gasto estatal se realiza a través de concesiones y bonos cuyos montos no constituyen un derecho permanente, y que pueden ser congelados o desvalorizados progresivamente a través de simples medidas administrativas (sin que haga falta una ley); que la proporción en que aumenta el gasto público es absolutamente inferior al aumento de la inversión privada, sobre todo porque la mayor parte de ese aumento público va destinado justamente a esos privados.
Es importante agregar a esto una triste perspectiva histórica. En Chile se intentó privatizar la salud obligando a los trabajadores a cotizar el 7% de sus salarios en un sistema privado de seguros médicos, las ISAPRES. Sin embargo, para que este sistema tenga una mínima “viabilidad”, es decir, para que garantice ganancias a los empresarios privados, es necesario que los salarios sean relativamente altos. Pero en Chile el salario promedio es sólo de $390.000, y era mucho menor cuando se instaló el sistema. Debido a esto, a pesar de que las ISAPRES llegaron a captar al 25% de la población, actualmente sólo afilian al 16%, que cuenta con los salarios más altos. El 84% de los chilenos se atiende por FONASA. Aún así, entre 1990 y 2004 las ISAPRES recibieron subsidios directos del Estado por 530 millones de dólares, lo que les permitió no sólo tener ganancias crecientes, sino comprar o formar sociedad con las principales clínicas privadas. Y luego, en una operación que ya debe sernos familiar, se proclamó con bombos y platillos que “se termina la subvención directa a privados en salud” mientras, paralelamente, se implementó desde 2005 el sistema GES. Con esto las ISAPRES y clínicas, que hoy forman sociedades estrechamente relacionadas, han llegado a tener acceso a los usuarios de FONASA, al otro 84%, ¡pagado por el Estado! El resultado está en las cifras que ya he expuesto: entre 1990 y 2004 (15 años) 530 millones de dólares en subsidios; entre 2005 y 2013 (9 años) 8.000 millones de dólares en transferencias. El Estado ya no “ayuda” a las ISAPRES, simplemente les paga lo que ellas mismas, de manera unilateral, consideran su ganancia legítima. Esto ha llevado a que actualmente el 57% del gasto en salud en Chile se realiza en el sector privado, que atiende de manera preferente sólo al 16% de la población.
Demás está decir que con esos 8500 millones de dólares se podrían haber construido y gestionado 20 hospitales públicos de calidad, mientras lo que ocurre, en cambio, es que la infraestructura pública en salud es cada vez más pobre y deficitaria. Y esto es lo mismo que ocurre que ocurre con la educación pública, el transporte, la vivienda, el derecho a la cultura, la inversión en infraestructura.
Es importante añadir a todo esto que también en la salud pública, como ocurre en educación, las familias chilenas pueden optar a mejorar sus niveles de atención aportando un “copago” a costa de sus propios bolsillos. El efecto de esta descarga de un derecho básico sobre los propios usuarios, es que actualmente un 37% del gasto en salud proviene directamente de las familias, de sus salarios. Y esta es una situación que se repite en educación: cerca del 40% del gasto en educación superior en Chile proviene directamente de las familias de los estudiantes.
4. Burocratización y Estado Complaciente
a. Derechos permanentes y beneficios precarios
La esencia de estos mecanismos es la precarización del gasto estatal y, con ella, la conversión progresiva de todos los derechos permanentes y globales conquistados por los trabajadores en bonos y asignaciones personalizadas. Bonos a las madres por cada hijo, bono a las víctimas de un terremoto, subvenciones a los padres que deben hacer copagos en los colegios privados, bonos para mejorar las viviendas, para afrontar el alza de precio de los combustibles, para afrontar los gastos escolares a principios de cada año, bonos a voluntad de la política neo populista y neo clientelista de los partidos que lleguen temporalmente al gobierno. De esta forma el gasto estatal, se convierte en un conjunto de concesiones ocasionales, de asignaciones especiales, para situaciones puntuales, que se pueden otorgar cuando las finanzas del estado marchan bien, pero que desaparecen cuando las finanzas andan mal o las prioridades exigen atender primero a la banca o a las grandes empresas.
Y hay que observar que se trata de una situación en que el retroceso del gasto estatal NO implica una disminución de los derechos de los ciudadanos simplemente porque esos derechos ya no tienen la fuerza y permanencia propia de un derecho, que es exigible, sino la precariedad de un beneficio o una regalía que no constituye derecho.
De la misma manera, en las relaciones contractuales, el salario base, fijo, que es reclamable como un derecho disminuye, y es reemplazado por un sistema de bonos (por productividad, por responsabilidad, por festividades especiales, por las cualidades mostradas en la realización del trabajo), que constituyen más bien privilegios o derechos que puedan ser exigidos. Bonos y asignaciones variables sometidos a formas de asignación frecuentemente informales, que dependen de evaluaciones en que prima la subjetividad, y obligan, de paso, a los trabajadores a mantener una “actitud positiva”, “proactiva” para hacerse acreedores o elegibles, creando con eso una suerte de clientelismo interno entre los trabajadores y los mandos medios de una empresa y, a su vez, entre estos mandos medios y sus directivos superiores. No es raro, en los sectores de empleo más precario que los trabajadores de menor nivel de especialización deban pagar parte de los bonos que reciben a los mandos medios que están en posición de asignárselos pero, a su vez, que estos mandos medios deban pagar también más arriba, por la posición que mantienen, con lo que se crea una cadena de depredación de los salarios en que la base más amplia, y la que mantiene el sistema, es siempre el nivel de los salarios más bajos.
b. Burocratización al interior de las empresas
Pero, también, se observan prácticas análogas entre los propios empresarios capitalistas. De manera habitual y formal, como parte de los contratos de compra y venta, las grandes cadenas de comercialización de productos de consumo habitual (retail), cobran a sus proveedores entre un 15% y un 20% sólo por mantener sus productos en las estanterías a disposición del público. Una cantidad que se suma al margen de comercialización habitual que ya obtienen por la operación de comprar esos productos y venderlos a los consumidores. Y también, de manera informal, las compañías proveedoras pagan de diversas formas directamente a los encargados de escogerlas. El caso más extendido y común es el de los “visitadores médicos” a través de los cuales la industria farmacéutica ofrece toda clase de “incentivos” a los médicos para que receten los productos que promocionan, aunque sean más caros que las posibles alternativas. Una política que se repite al tratar con las farmacias, o con los servicios públicos. El resultado, por supuesto, es el encarecimiento en cadena de los precios de cada producto, que recae finalmente en el consumidor directo.
Considerados de una manera más general, lo que observamos en todos estos planos es un proceso de burocratización creciente al interior de la propia dinámica capitalista. Cada vez más agentes económicos intermediarios se interponen entre los productores directos de bienes y servicios y los consumidores y, paralelamente, entre los propietarios jurídicos de los medios de producción y los trabajadores que reciben salario por tareas de producción directa. Una burocratización de nuevo tipo, que ya no responde a las formas fordistas de la burocracia del siglo XX, sino que está constituida como una capa enorme y creciente, volátil y fluctuante, de prestadores de funciones de dirección y coordinación que usufructúan de manera formal e informal de las ventajas que pueda proporcionarles su espacio local e inmediato de poder.
Y una burocratización, también, en que los recursos del Estado se ponen completamente al servicio del interés de los empresarios privados, lo que tiene como resultado una presión constante del empresariado sobre los agentes estatales y, desde luego, un chantaje permanente de estos funcionarios sobre el emprendimiento capitalista, que ha llegado a depender completamente de él. Esto explica el horror de los sectores empresariales ante los proyectos políticos populistas. No se trata ya de que se ponga en peligro la propiedad privada, como en los buenos tiempos de la amenaza marxista, se trata más bien del precio, de la tajada, que los empresarios tendrán que pagar a quienes dominan el mecanismo de legitimación de todo este sistema: la democracia administrada.
c. Retórica “progresista” y disciplinamiento
Porque, en efecto, nada de todo esto habría sido posible sin la activa y complaciente colaboración de los propios agentes del Estado, cuya reproducción y usufructo de la riqueza social proviene cada vez más de la medida en que sepan administrar la democracia en beneficio del capital, y de sí mismos. Para esto han destruido completamente el régimen fordista de derechos laborales permanentes y estables, promoviendo y manteniendo sistemas de trabajo precario que han destruido los sindicatos, que anulan completamente el derecho de huelga, que obliga a los trabajadores a condiciones absolutamente desiguales de negociación. Manteniendo el régimen tributario regresivo, el sistema de las AFP, el sistema de concesiones plenas.
Pero también, profundizando la precariedad del empleo estatal; destruyendo de hecho los sistemas de educación y salud públicos; manteniendo un sistema de quórum calificado para cambiar las leyes que afectan al interés privado, junto a un sistema electoral que asegura a la derecha el control de la mitad del parlamento con sólo un tercio de los votos.
Es esencial notar que, en estas estrategias, el disciplinamiento de los ciudadanos en torno al modelo pasa por una constante retórica “progresista”. No sólo la precariedad del empleo y el endeudamiento excesivo mantienen a los ciudadanos atados a un sistema que cotidianamente los sobreexplota y niega, también resultan atrapados por la construcción permanente, orquestada desde el monopolio de los medios de comunicación, de ilusiones en torno a la pronta y segura superación de las miserias que “temporalmente” los afligen. El consenso básico de lo que se ha llegado a llamar la “clase política” (que en Chile es el duopolio Alianza – Concertación), apoyado y magnificado casi unánimemente por los medios de comunicación, es un discurso a la vez populista y claudicante, que se mueve desde una peculiar reconstrucción de un discurso “izquierdista” (“todo esto es herencia de la dictadura”), hasta el populismo atemperado por la “prudencia de los expertos” (“estamos avanzando día a día… en la medida de lo posible”).
Se trata de una retórica en que juega un papel esencial el relato épico de la “lucha contra la dictadura”. Incluso el presidente Piñera, un notorio derechista, y un poderoso empresario, reclama entre sus méritos haber votado por el NO, contra Pinochet, en 1988. Un discurso en que los personajes que han traicionado a Chile exhiben, en tono moralizante, como si aún sufrieran las secuelas, que estuvieron en el exilio, que sus padres fueron asesinados, o que estuvieron algunos meses en campos de prisioneros hace más de treinta años. Una retórica en que buscan distinguirse de manera ostentosa de lo que llaman “la derecha” sólo para implementar ellos mismos las políticas de la derecha. En que no dudan en recurrir a Salvador Allende cuando son emplazados, pero en que lo silencian metódicamente cuando hacen llamados a la “responsabilidad” y a la “prudencia”.
Como sostén político, por mucho que esté respaldada por la precariedad del empleo y el endeudamiento, quizás esta sea la principal característica del modelo chileno, y la que mejor se puede proyectar al resto de los países de América Latina y, más aún, al “período de ajuste” a que están siendo obligados hoy los trabajadores europeos: la extraordinaria capacidad de la clase política para el gatopardismo, el disimulo y el arreglo entre cuatro paredes. Su olímpica capacidad para decir que “reconocen” lo que de hecho no reconocen, para decir que “están dispuestos a escuchar” lo que de hecho no escuchan, para afirmar, sin que se les mueva ni un músculo de la cara, que han tratado de hacer algo cuando de hecho acaban de hacer lo contrario.
Lagos diciendo que las concesiones mineras se concedieron por que Chile “no tenía recursos” para explotar nuevos yacimientos de cobre; Bachelet, y todo el espectro político, anunciando una nueva ley de educación, Bitar afirmando que los créditos universitarios con aval de Estado beneficiaron a los estudiantes, Piñera declarando que el movimiento estudiantil de 2011 era “una lucha grande, noble y generosa”, son sólo algunos de los momentos estelares de un estilo general.
Hay que considerar que cada gobierno dura sólo cuatro años. Si hay protestas “hay que escuchar a la gente”, aunque luego no se haga nada. Si las protestas siguen hay que formar una comisión enorme e inoperante “para que todos estén representados”. Si el asunto se agrava hay que formar una comisión de expertos y mandar un proyecto de ley al parlamento. Si se está obligado por la presión política probar una ley hay que redactarla de manera vaga, que la haga inaplicable, o que impida su fiscalización. Si los apuran para que fiscalicen hay que elegir al peor de todos los empresarios, al que está al borde de la quiebra o es extremadamente corrupto, para castigarlo públicamente, con escarnio, mientras se salva a todos los otros. Si el que resulta castigado tiene conexiones suficientes con el poder político hay que denostarlo con bombos y platillos, durante un tiempo breve, y después tramitar en silencio y en las sombras sus apelaciones y compensaciones.
Pero si todo esto falla, y el movimiento social se empecina en llenar una y otra vez las calles, hay que llamar a la “responsabilidad”, a respetar los “canales de comunicación”. Hay que asustar con el “caos”, con los “poderes fácticos”, hay que recordar que “Chile es una tarea de todos”, apelar a las opiniones de los “expertos”, a lo que se hace en los “países desarrollados”, hay que asustar veladamente con que “no queremos repetir las desgracias que vivió nuestro país”. Hay que acusar a los “intransigentes” de no estar “abiertos al diálogo”, de “no respetar las reglas básicas de la democracia”, y de “poner en peligro el prestigio internacional de nuestro país”. Maquiavelo podría escribir nuevamente El Príncipe con todo esto, pero tendría que gastar el triple de páginas.
5. Disciplinamiento de la subjetividad individual
a. La “corrupción” como modo de vida
En su dimensión subjetiva, este patrón de comportamiento de los funcionarios del Estado, que se supone que deben velar por el beneficio de los ciudadanos a los que representan y que pagan sus salarios, se hace posible por la sostenida promoción del interés meramente individual, del beneficio puramente particular, sin miramientos ni cuidados de ningún tipo por el entorno, o por quienes puedan sufrir las consecuencias. La promoción de una mentalidad exitista, fuertemente presionada por el ansia de demostrar logros y estándares de consumo, una mentalidad en que no hay límites al beneficio propio, que sueña con una cierta impunidad ante los daños que pueda causar, y que en todo caso se desentiende de toda responsabilidad social o solidaria, salvo en las excepciones consagradas de “ayuda al prójimo” que se han revestido completamente de paternalismo, de falsa buena conciencia, e incluso de ocasión de negocios. Dos ahora tradicionales instituciones chilenas son una muestra dramática de esto último: la “Teletón”, que se hace para beneficiar a los niños discapacitados, y el “Hogar de Cristo”, que ha sido concesionado por la Iglesia Católica a una empresa privada.
El estado de la subjetividad pública que ha originado esta mentalidad hace posible que haya médicos de los hospitales públicos que concursan como profesionales privados a la licitación de las prestaciones que ellos mismos deberían realizar en su jornada regular de trabajo, y que puedan ganar esos concursos y ofrecer esas prestaciones en esos mismos horarios, sin dejar de percibir lo que el Estado les paga regularmente.
Hace posible que los sostenedores privados de los colegios básicos y medios fomenten que sus alumnos sean diagnosticados como personas que tienen “necesidades educativas especiales” (como el déficit atencional, o los trastornos leves de lenguaje) sólo porque debido a eso recibirán el triple de la subvención que reciben por un niño “normal”.
Hace posible que los médicos de zona en la atención primaria atiendan sus pacientes particulares en los horarios para los que están contratados por el Estado, o que los alcaldes desvíen los fondos que reciben para educación hacia otros servicios, o incluso hacia sus propios sueldos, sin que nadie fiscalice realmente.
Hace que los parlamentarios de este país decidan de mutuo acuerdo, con unanimidad transversal a su orientación política, trabajar sólo dos días a la semana, para poder viajar los otros tres días, con pasajes pagados por el Estado, a sus regiones sólo para hacer permanente campaña para su reelección.
Hace que los partidos políticos elijan sin consulta ciudadana alguna a las personas que ocuparán los cargos parlamentarios de sus colectividades que quedan vacantes por renuncia o muerte de sus titulares.
Hace que los profesores de las universidades estatales formen programas de post grado que administran de manera particular, usando el nombre y las instalaciones de la universidad, a cambio sólo de un porcentaje de lo que recauden por matrícula o escolaridad; o que formen sociedades privadas para participar en concursos públicos usando el nombre de la universidad, y frecuentemente su infraestructura.
Hace que los funcionarios públicos que dirigen los órganos fiscalizadores del Estado pasen habitualmente a formar parte de los directorios de las empresas privadas que fiscalizaban.
Hace que los funcionarios públicos redacten los contratos entre la empresa privada y el Estado de manera intencionalmente vaga, garantizando márgenes de ganancia con cargo al Estado, y dificultando toda fiscalización o penalización por los incumplimientos contractuales de los privados, aún cuando frecuentemente se gravan con altas multas los eventuales incumplimientos del Estado.
Hace que existan millonarios “fondos reservados” de la Presidencia de la República y de los principales ministerios, que por acuerdo nuevamente transversal, todos los sectores políticos aceptan que no sean susceptibles de cuentas formales o de escrutinio público.
Hace que el Senado Universitario de la universidad de todos los chilenos exija financiamiento invocando su carácter estatal, pero que simultáneamente se niegue, incluso ante los tribunales, a dar conocer los sueldos de sus funcionarios y profesores, cuestión a la que está obligada por ley, argumentando que es una institución autónoma del Estado. Y la lista de estos ejemplos, que corre como secreto a voces en todos los sectores de la sociedad chilena, podría estirarse hasta el infinito.
Dos cuestiones son esenciales en estos mecanismos: su “normalidad” y su elitismo. Lo que una visión moralizante, y apresurada, podría describir como “corrupción” en realidad es parte del funcionamiento normal, ampliamente institucionalizado, del sistema. Describir con un cierto respaldo teórico este carácter, de tal manera que no quede entregado a la estimación moralizante, o relegado al espacio de la excepción o lo incidental (porque en realidad no se trata, ni por el monto ni por la frecuencia, ni de excepciones ni de “incidentes”) requiere considerar al interés burocrático como algo específico, no como una simple prolongación “anómala” o “corrupta” del interés capitalista. Requiere, en el fundamento, una descripción del “neoliberalismo” profundo no ya como una prolongación exclusiva de la lógica capitalista sino, basalmente, como una combinación, una alianza de clase, entre el interés capitalista y el interés burocrático.
La cuestión de fondo es que no estamos aquí en presencia de una “complicidad” del Estado con el lucro capitalista, como si esa complicidad fuese una anomalía, una especia de traición a los “verdaderos” fines del Estado moderno. Estamos realmente, y de manera directa, ante la esencia del Estado: los agentes estatales tienen intereses propios, constituyen parte de una clase social. Forman, junto con los burócratas en las propias grandes empresas y bancos capitalistas (los funcionarios directivos superiores, no propietarios), una parte del bloque de clases dominantes, que usufructúa, a partir de la apropiación y el reparto de plusvalía, de la riqueza real creada por los productores directos.
b. Elementos para un análisis de clase
Más que esta cuestión de fundamento, que relaciona la situación global de la profundización del modelo “neoliberal” con la emergencia del poder burocrático, me interesa el carácter elitista de este modo de organizar la dominación social.
Desde luego, tratándose de una forma de organizar la explotación, se trata de una situación dominada desde grupos minoritarios. En la tradición marxista, de manera mucho más sincera, se puede obviar la elegancia oblicua y mistificadora del término “élites”, con que las designa la sociología burocrática estándar, y tratarlos como lo que realmente son: un bloque de clases dominantes.
Un bloque de clases burgués burocrático que a su vez es atravesado por una drástica diferenciación en estratos. La enorme desigualdad en la distribución del ingreso que he comentado en párrafos anteriores de este mismo texto puede ser entendida, en términos de clase y estratos sociales, como la profunda diferencia que separa a poquísimos grandes capitalistas nacionales (mucho menos del 1% de la población) y a los funcionarios superiores de la empresa privada y el aparato del Estado (que fácilmente alcanzan a un 10% de la población) y el otro 90% de los chilenos.
Respecto de la primera cifra, el escaso 1% (o incluso 0,1%) de los chilenos que son grandes capitalistas, banqueros o comerciantes, cabe una reflexión melancólica. En realidad sus riquezas, enormes y desproporcionadas para el resto de los chilenos, no son sino las migajas que quedan en manos de los sátrapas intermediarios una vez que el gran capital trasnacional ha saqueado las riquezas producidas en Chile. La verdad cruda y trágica, es que prácticamente toda la riqueza significativa que produce este país se la llevan las empresas trasnacionales. Y para constatar esto basta con recorrer los principales enclaves desde los que se genera el “éxito” del modelo chileno: el 70% de las exportaciones de cobre y la mayor parte de la propiedad de las AFP están en manos del capital extranjero. Los capitalistas “nacionales” mantienen fuertes lazos de propiedad, y de endeudamiento, con el capital trasnacional. O, en resumen, el capitalismo “nacional” no tiene prácticamente nada de nacional.
La segunda cifra, en cambio, es relevante para la pequeña política de este pequeño país. Cuando vemos que el sistema de salud privada afilia al 16% de la población, esta cifra es muy significativa. Se trata de las familias que pueden pagarla. Se trata de los medianos empresarios pero, sobre todo, de los grandes funcionarios, que pueden usufructuar tanto del Estado como de la empresa privada desde sus “experticias”, desde sus gerencias interesadas, desde la manipulación no sólo de los fondos públicos, que constituyen en realidad la principal “empresa nacional”, sino incluso de los fondos privados que les son encargados por pequeños y medianos propietarios de acciones. El caso de la empresa Ripley es ilustrativo respecto de este segundo aspecto: sus propios gerentes estafaron a los pequeños propietarios de acciones que los mantenían en sus cargos. Una situación que se repite cotidianamente, por cierto con volúmenes de riqueza muchísimo mayores, a lo largo de toda la economía capitalista, a nivel mundial.
c. El disciplinamiento de los explotados
Frente a esos privilegiados está el 90%, constituido por los que produce toda la riqueza real. Desde los pequeños empresarios expoliados por el capital financiero y comercial, pasando por los pequeños y medianos funcionarios del Estado y los sectores profesionales, hasta llegar por fin a los trabajadores que producen bienes tangibles, que son, en buenas cuentas, el origen de la plusvalía que logra mantener a todo el resto.
Como he indicado más arriba, para el 90% la realidad es la precariedad del empleo, el endeudamiento debido al altísimo costo que representa para las familias proveerse de servicios de salud, educación y previsión, y debido también a la gruesa usura que campea en el crédito comercial.
Para la política concreta, para la expresión de la indignación, estas precariedades tienen, sin embargo, un signo contrario, que complejiza las perspectivas del movimiento social. Por un lado, la precarización de las condiciones laborales es evidente, masiva, y vivida de manera ampliamente consciente por los trabajadores. Pero esa misma precariedad los mantiene atados al poco y mal empleo que logran obtener: la sindicalización, la negociación colectiva, la protesta más o menos pasiva en el puesto de trabajo, son percibidas en general como conductas riesgosas. Y los empleadores mantienen políticas permanentes para prolongar esta inseguridad, recordarla constantemente, hacer pesar de tiempo en tiempo el poder arbitrario que poseen como recurso disciplinante.
La prepotencia de los empresarios chilenos se ha hecho famosa en América Latina. Los empresarios grandes por su prepotencia real, respaldada por un poder sin contrapeso. Los empresarios medianos y pequeños como un reflejo cultural, altisonante, grosero, cuyo doble carácter lo hace aún más ignominioso: capataces prepotentes ante los trabajadores, servilismo sin límites ante los empresarios mayores que a su vez los esquilman con la misma doble faz.
Pero el endeudamiento prolonga y agrava esta servidumbre. Por un lado aparece como poderosa droga, como evasión en el consumo vanidoso y exhibicionista, fomentado por la propaganda millonaria como índice de estatus y de “éxito”. Por otro lado pesa, cada vez más, sobre las angustias, sobre los servilismos obligados, sobre la ansiedad de obtener algo, lo que sea, a toda costa, para encontrarle algún tipo de sentido a tanto sacrificio.
Las condiciones del endeudamiento de las personas en Chile se han hecho cada vez más opresivas y usureras. Establecidas como bancos, las grandes casas comerciales obtienen recursos del Banco Central a un 5% de interés anual, y pueden convertirlo en créditos de consumo a tasas del 50% o 60% anual. Chilenos que ganan escasamente más que el salario mínimo, pueden tener, sin control público alguno, tres o cuatro tarjetas de crédito. Ganancias millonarias por un lado, angustia y obligación de retener los malos empleos sin la menor protesta por el otro.
El efecto de esta opresión cotidiana sobre la subjetividad pública ha sido señalado por muchas voces de alerta. Chile presenta cifras récord en maltrato infantil, violencia intrafamiliar, agresividad en los comportamientos públicos. Y su reverso, enormes tasas de depresión, de todo tipo de cuadros psicosomáticos, de disfunciones en las capacidades de comunicación y expresión de los afectos.
El doblez siniestro de este efecto sobre la salud subjetiva pública, sin embargo, es que también ella se ha convertido en otro enorme negocio. Chile debe ser de los pocos países en el mundo en que se pueden encontrar dos o tres farmacias en un mismo cruce de calles. Ansiolíticos, antidepresivos, relajantes musculares, pastillas para las alergias, para los males gástricos, pastillas para dormir, pastillas para mantenerse despierto. La protesta social en Chile está retenida, de manera subterránea, en las farmacias y las consultas médicas. La indignación que no puede expresarse sin graves riesgos laborales y salariales, termina expresándose como somatización del malestar, termina convirtiéndose en un sordo rumor, recubierto ideológicamente de discurso médico, que incluso es aplacado a través de medios farmacológicos que no hacen sino prolongarlo y profundizarlo. Chile es el país del colapso depresivo. Desde la más humilde trabajadora hasta el candidato presidencial fascistoide bajo un signo común: cualquier agravamiento repentino de los niveles permanentes de estrés lleva al colapso.
No es raro, en estas condiciones, que sean los estudiantes, o los pobres absolutos en la periferia de las ciudades, o los hinchas del fútbol, los que expliciten masivamente la violencia social contenida. Los estudiantes sintomatizan el malestar en las familias, y ante su propio futuro. Los pobres absolutos descargan su rabia contenida cada vez que hay algún evento público masivo.
La violencia. Una sociedad profundamente violenta. Los que no ven, los que abusan poseídos de un sentimiento ciego de omnipotencia e impunidad, no pueden sembrar y sembrar oscuros vientos sin límites. Tendrán que cosechar tarde o temprano las tempestades que incubaron. Cosecharán tempestades. Sólo esa puede ser, por fin, la hora de Chile.

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