Podemos optar por los términos
"civilización", "barbarie", "cultura",
"obras" y "técnicas" en un sentido diferente del que
adoptamos aquí, pero en cualquier caso es preciso diferenciar los conceptos y
las realidades a los que se refieren. En caso contrario, nos arriesgamos a
quedarnos atrapados en malentendidos provocados tanto por los propios autores
como por sus lectores, que oscilan entre un significado y otro. Algunos
ejemplos tomados de autores del pasado o del presente, respetados o discutidos,
pueden ilustrar esta necesidad de no reducir a una sola dimensión el ámbito
complejo que circunscriben estas palabras.
Una de las frases que se citan
con más frecuencia a este respecto es la del crítico y filósofo alemán Walter
Benjamin, que escribió: "No hay testimonio de civilización que no lo sea también
de barbarie". Esta frase procede de un texto escrito en 1940, aunque
publicado de forma póstuma en 1950 con el título de "Tesis sobre la
filosofía de la historia". En estas páginas Benjamin opone dos maneras de
escribir la historia: la que se apoya en el materialismo histórico (el
"hist-mat" de los marxistas), y la que él llama
"intropatía", en la que el historiador se identifica con un personaje
o con un grupo de personajes del pasado y adopta sus valores. Pero estos
personajes suelen ser los vencedores. Los bienes culturales o civilizatorios,
uno de los botines de estos vencedores, se presentan sin duda como la obra de
grandes artistas, pero para conseguirlos exigen también que confluyan
determinadas condiciones sociales, por ejemplo el trabajo de los esclavos. Y es
ahí donde entra en juego la barbarie. "Si pensamos en su origen, ¿cómo no
estremecernos? No surgieron sólo del esfuerzo de los grandes genios que las
crearon, sino también del anónimo trabajo que se impuso a los contemporáneos de
estos genios". Benjamin concluye con la frase tan a menudo citada:
"La misma barbarie que les afecta afecta también al proceso de transmisión
de mano a mano". Lo cual quiere decir que cuando visitamos el museo en el
que se conservan esos bienes, participamos en el culto a esa barbarie.
Es evidente por qué la frase
de Benjamin es tan célebre: la paradójica coincidencia de contrarios nos obliga
necesariamente a reflexionar. Pero vemos también que ha empleado la palabra
"civilización" en un sentido muy concreto. No ha tenido en cuenta el
de reconocimiento de la humanidad del otro. Esto no plantea en sí el menor
problema, salvo que es el único sentido que se opone a "barbarie". El
sentido por el que ha optado Benjamin tampoco es el de "culturas", en
tanto que conjunto de modos y estilos de vida. Es del todo evidente que los
bienes en los que piensa son sólo las obras. Pero "obras" no se opone
a "barbarie", ya que las obras pueden ser bárbaras y misántropas, lo
que sucede con frecuencia. No obstante, el acercamiento de estos dos términos
ya nada tendría de paradójico.
¿Podemos pues decir que todas
las obras del pasado son al mismo tiempo un testimonio de barbarie? La
afirmación puede aplicarse tanto a las pirámides de Egipto y los templos de
Angkor como a las catedrales góticas, quizá a toda maravilla arquitectónica,
que ha exigido la colaboración de un genio visionario con un dirigente político
que pusiera a trabajar a multitud de obreros. Pero enseguida nos vienen a la
mente dos objeciones a esa observación tan general. La primera es que cuesta
ver dónde está el equivalente a esas masas de esclavos en el caso de muchas
otras obras: ¿qué trabajo se impuso para que vieran la luz las obras de Safo,
de Shakespeare o de Van Gogh? La segunda es que, piensen lo que piensen los
adeptos al materialismo histórico, las condiciones de origen no determinan del
todo el sentido de una obra. Una obra creada en la corte de un rey puede servir
de inspiración a los que derrocarán a ese rey; las obras de escritores de
pueblos colonizadores han ayudado a los pueblos colonizados a liberarse.
Encontramos esta misma
reducción de la civilización y de la cultura a las meras obras en muchos otros
autores europeos. En la mayoría de los casos las razones son diferentes a las
de Benjamin. Se trata de que, en su historia, la entidad "Europa" no
siempre ha sido ejemplo de civilización elevada, y de que desde la perspectiva
de las culturas otras tradiciones pueden colocarse al mismo nivel. Si, por el
contrario, nos atenemos a las obras, ¿cómo no sentirse orgulloso de pertenecer
a la misma tradición que algunos de los más grandes genios de la humanidad?
Este tema es muy recurrente en un libro que la periodista italiana Oriana
Fallaci publicó poco antes de morir, el panfleto antimusulmán La rabia y el orgullo.
"El solo hecho de hablar
de dos culturas me molesta", escribe. "El hecho de situarlas en el
mismo plano me indigna." Para demostrar la inconmensurable superioridad de
una cultura sobre otra Fallaci ofrece dos listas de nombres propios. Por la
parte europea encontramos a Homero, Sócrates y Fidias, Leonardo da Vinci y
Rafael, Beethoven y Verdi, Galileo y Newton, Darwin y Einstein. Por la parte
musulmana "busca y busca", pero sólo encuentra a "Mahoma con su
Corán, a Averroes con sus méritos de erudito y al poeta Omar Jayam". Y
además aclara que "Dante Alighieri me gusta más que Omar Jayam", y
más que Las mil y una noches. Sin duda algunos lectores, aunque les moleste el
tono categórico de Fallaci y el racismo que destila en sus frases, están de
acuerdo en que prefieren las obras de la primera lista frente a las de la
segunda, y creen que Fallaci tiene el mérito de decir en voz alta lo que en el
fondo todos pensamos, pero no nos atrevemos a decir por miedo a recibir las
condenas de lo "políticamente correcto" (aunque se trata aquí de una
impresión falsa: libros como el de Fallaci y otros islamófobos suelen figurar
en las listas de los más vendidos).
Podríamos formular algunas
reservas de matiz. Por ejemplo, que Las mil y una noches no deberían compararse
con Platón o Dante, sino con otras antologías de cuentos populares, como los
cuentos de los hermanos Grimm; desde este punto de vista, la comparación nada
tendría de sorprendente (pero ¿quién elegiría una en detrimento de la otra?).
Podríamos añadir que Averroes no es el único filósofo musulmán, y que por lo
demás no es un simple glosador. Nos preguntamos también por qué el nombre de
Omar Jayam es el único que le viene a la memoria a Fallaci, cuando el propio
Dante conocía a poetas árabes que le habían precedido, o cuando Goethe admiraba
tanto a Hafez que encontró en él la inspiración para su Diván
occidental-oriental. Pero si nos atuviéramos a estas observaciones de método e
históricas, dejaríamos de lado lo esencial, que es la reducción de la
civilización y de las culturas a las meras obras. He insistido ya en la
ausencia de relación directa entre éstas y la civilización. Pasemos ahora a la
relación que mantienen las obras con las culturas.
Constatar que la cultura
musulmana (suponiendo que sea una entidad única y homogénea) no ha tenido a un
Miguel ángel, o que la cultura zulú no ha engendrado a un Tolstoi (como señaló
el novelista Saul Bellow) no es falso, pero no nos dice gran cosa. Todos
sabemos que lo que llamamos novela en sentido estricto es un género que surgió
en la tradición europea, contemporáneo a la ascensión del individualismo, como
sucede con la escultura y la pintura del Renacimiento. Por su parte, la cultura
zulú y la persa contaban con géneros y formas de expresión de los que los
europeos nada saben. Si la comparación entre el Hadjí Murat de Tolstoi y los
relatos chechenos de la misma época tienen sentido, es porque en ambos casos se
trata de relatos que abordan los mismos acontecimientos, porque las dos
culturas tienen un mínimo de rasgos en común.
Más allá de esta evidencia,
volvemos a observar que lo que caracteriza a la civilización occidental no es
sólo la existencia de grandes sabios, sino también la posibilidad de establecer
una separación estanca entre la investigación en sí misma y sus consecuencias,
sean positivas o negativas. El secreto de la fisión del átomo se descubrió en
el seno de la cultura occidental, pero la decisión de lanzar la bomba atómica
sobre varios centenares de miles de japoneses fue también posible gracias
probablemente a ese mismo mecanismo de fragmentación y de disociación entre el
fin y los medios, entre moral y conocimiento. Como dice Jared Diamond hablando
de la revolución neolítica: "Cuando hacemos el cómputo de los
especialistas que las sociedades humanas han engendrado tras la aparición de la
agricultura, es preciso recordar que no sólo ha habido Miguel ángeles y
Shakespeares, sino también continuos ejércitos de asesinos profesionales".
Por eso los juicios que afirman que determinada cultura es en conjunto superior
a otra están en último término desprovistos de sentido, pero eso no nos impide
condenar acciones por su barbarie, sea cual sea la cultura de la que proceden,
ni afirmar que una chacona de Bach es superior a la danza borgoñesa. [...]
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