sábado, 5 de diciembre de 2015

El modelo antroposófico de Cuyuncaví. Sanarse en el campo.

En una granja sin rejas, ubicada a 50 km de Santiago, funciona una comunidad terapéutica antroposófica cuyo enfoque plantea que despertarse al alba, arar la tierra, ordeñar vacas y dibujar flores tiene un poder sanador potente si, además, va acompañado de remedios naturales y la guía de un grupo de terapeutas. Por ahí han pasado más de cien personas con adicciones, depresiones e intentos suicidas; varios con fracasos previos de las terapias tradicionales. Estas son sus historias.
Son las 12:15 de un miércoles de noviembre y en el comedor de la Comunidad Terapéutica Cuyuncaví —una granja de 26 hectáreas ubicada en las afueras de Curacaví— Treinta personas se aprontan a compartir el almuerzo. El ambiente es familiar y nada en la sala hace sentir que se trata de personas enfermas o con problemas. Pero lo cierto es que casi todos han llegado aquí como última opción para tratar males profundos: adicción a drogas, alcoholismo, esquizofrenia, depresión endógena o bipolar, crisis de pánico o gatilladas por personalidades limítrofes o borderline y bajones gatillados por algún trauma. También bulimias y anorexias. Antes de llegar acá, varios pasaron por clínicas siquiátricas.
Vicente (su nombre ha sido cambiado), tiene 30 años y lleva un mes en la granja tras tocar fondo en la cocaína. Pedro (su nombre ha sido cambiado), de 42, llegó hace cuatro años por alcoholismo. A Ignacio (su nombre ha sido cambiado), de 18, lo trajo su mamá por adicción a la tecnología. Acá no tiene acceso alguno a ella –ni a computadores ni a celulares–, porque son “la chicharra distractora para el encuentro con uno mismo”, según los terapeutas.







El menú de hoy es una sopa de zapallos italianos, una ensalada de lechuga con tomate y pepino y una tortilla de porotos verdes, todos vegetales que los mismos pacientes cosecharon de la huerta. Porque aquí, en la Comunidad Terapéutica de Cuyuncaví, la columna vertebral de la terapia es justamente el trabajo en la tierra y con los animales.
De pronto, cuando ya todos están sentados, listos para empezar a comer, la sala queda en silencio. En la cabecera, Rodrigo Cavieres, uno de los tres terapeutas antroposóficos que trabajan en la comunidad, toma la palabra. Al son, el resto repite: “El pan tan solo no nos alimenta. / Lo que del pan nos enriquece. / Es la eterna palabra de Dios. / Que es vida. / Y es espíritu”. Es un verso de Angelus Silesius, uno de los poetas favoritos del filósofo austriaco Rudolf Steiner, quien creó, a principios del siglo XX, la antroposofía, la ciencia espiritual que inspira la terapia en este campo y que analiza al ser humano –sus relaciones, conflictos y enfermedades–, según cómo se vincula con la naturaleza, el cosmos y la espiritualidad.
Como varios pacientes tienen trastornos de la alimentación, la idea es no dejar comida en los platos. Cuando termina el almuerzo, Rodrigo Cavieres pregunta en voz alta: ¿Quién lava? ¿Quién enjuaga? ¿Quién seca? ¿Quién recoge la mesa? ¿Quién barre? ¿Quién lleva los baldes con desechos orgánicos para el compost? Ese gesto, explicará después, es una pequeña prueba: “En la medida en que los pacientes se ofrecen espontáneamente para hacer esas tareas, van dando una señal de que están adquiriendo iniciativa propia. Algo que no tienen cuando llegan a la granja donde, al contrario, nada de lo que pasa a su alrededor les importa”, dice. Así, cuando las tareas están repartidas, de a poco los 14 pacientes que hoy se tratan en la comunidad, se levantan. Cada uno recoge su plato y, sin instrucciones de por medio, vuelven a sus tareas: cosechar alfalfa, desmalezar la huerta, limpiar el establo, darles comida a las vacas y a los caballos. Todo en un lugar donde no hay muros, cercos, guardias ni enfermeros. Porque la gran condición para aceptar que un paciente ingrese a Cuyuncaví, es que lo haga por voluntad propia y no obligado. “Acá, si alguien se quiere arrancar, nadie le pone impedimento”, aseguran los terapeutas.
“La primera actividad productiva que desarrolló el hombre fue la agricultura. Es en el trabajo en la tierra donde comprende su responsabilidad con los otros: se brinda a las plantas y a los animales, y ellos le retribuyen. Eso es terapia en sí mismo”, explica Claudio Rauch, creador de esta comunidad.
PIEDRAS Y MALEZA
Recientemente reconocida por el Ministerio de Salud, la Comunidad Terapéutica de Cuyuncaví nació el 13 de octubre de 1996 como el primer lugar no ambulatorio en Chile para sanar, desde la antroposofía, a personas afectadas por adicciones y trastornos de la personalidad.
La idea, sin embargo, rondaba desde hacía tiempo en su gestor, Claudio Rauch, quien, luego de formarse en 1963 como antropósofo en Los Ángeles, Estados Unidos, y de trabajar por varios años en Alemania, a fines de los 60 inició la actividad antroposófica en Chile; fue él quien fundó los colegios Giordano Bruno y Miguel Arcángel (para niños con capacidades diferentes). “En los talleres de antroposofía que hacía a jóvenes, empecé a advertir que muchos tenían problemas con drogas o depresión y sentía la necesidad de crear un espacio terapéutico para ellos en el campo, como los que había visto en Europa: lugares donde las personas se replegaban por un tiempo, para recomponerse y volver repuestas interiormente a enfrentar el rigor”, explica Rauch.
Fue un llamado de Cecilia Donoso, entonces ex profesora del Giordano Bruno y hoy terapeuta de la granja, el que le dio el impulso a Rauch a concretar su idea de la granja terapéutica.
Un viernes de 1996, lo llamó desesperada para pedirle ayuda: su hija menor –en ese tiempo de 18 años– estaba abusando del consumo de alcohol y de marihuana, y la habían echado del colegio por pegarle a una profesora. “Llévala al campo de Cuyuncaví”, fue la respuesta de Rauch. “Lo hice porque me fui dando cuenta de que las personas nunca van a poder enfrentar correctamente el rigor del mundo de hoy, sin pasar algún tiempo viviendo en el campo”, explica Claudio Rauch hoy. “Y ese convencimiento lo tuve cuando comprendí que la primera actividad productiva que desarrolló el hombre fue la agricultura. Es en el trabajo en la tierra donde el hombre comprende su responsabilidad con los otros: es ahí donde se brinda a las plantas y a los animales y se da cuenta de que ellos le retribuyen. Eso, hoy en día, es terapia en sí mismo”.
Lo cierto es que en ese momento lo único que había en el campo de Cuyuncaví era un establo y piedras. El trabajo terapéutico consistía simplemente en correr piedras y sacar malezas. Al mes de viajar todos los días de Santiago a Curacaví para llevar a su hija a la incipiente terapia, Cecilia Donoso no dio abasto, y decidió cerrar su casa e irse a vivir a Curacaví.
Como ya se había formado como antropósofa en Santiago, se convirtió en terapeuta. Por esos mismos días apareció el segundo paciente: un estudiante de Medicina que, ad portas de terminar su carrera, había recaído en la cocaína. Su familia no había encontrado más salida que internarlo en una clínica siquiátrica donde debían pagar, al mes, tres millones y medio de pesos para costear el alojamiento, remedios y honorarios médicos. Allí estuvo once meses, hasta que supo del incipiente proyecto en Cuyuncaví y con autorización de su siquiatra y acompañado de su chaperón, partió a mover piedras tres veces por semana. Uno de esos días, Cecilia subía a su auto a ambos pacientes y los llevaba a Santiago para asistir a terapia con Rauch. Al año y medio, la hija de Cecilia y el joven médico estaban recuperados.
Así, poco a poco y por dato, a Cuyuncaví fueron llegando más personas que necesitaban sanar sus males y estaban dispuestos a probar este enfoque antroposófico que apuesta por la terapia en el campo. “Empezó a llegarnos gente muy enferma o drogadictos muy pesados, gente que no podía entrar bien en la sociedad”, relata Rauch. “Y que hoy es el patrón de casi todos los casos: llegan derivados por sicólogos y siquiatras que ya no saben qué hacer con ellos”.
Es Rauch quien da el último visto bueno para entrar como paciente a la granja. “Mientras una persona pueda funcionar en la ciudad, les digo que sigan encarando sus problemas ahí con ayuda de un terapeuta. Pero aquí llegan cuando la vida se les hace de verdad imposible porque están totalmente desestructurados: ya no pueden trabajar ni estudiar”, explica.
En 1998 crearon la corporación sin fines de lucro Kaspar Hauser. Así, a través de donaciones, la comunidad pudo comprar las 26 hectáreas donde hoy funciona la granja, que cuenta con una casona donde están los espacios comunes y donde residen los pacientes críticos; tres cabañas en las que alojan los pacientes que llevan más tiempo; un corral para el toro, y un establo para las vacas y los caballos.
Los terapeutas antroposóficos Rodrigo Borrelli, Cecilia Donoso y Rodrigo Cavieres también viven en la granja. Ellos son los encargados de acompañar y de supervisar el avance de los pacientes.
DESAHUCIADO POR LA SIQUIATRÍA
A un costado de la casa donde almuerzan los pacientes está la huerta de plantas medicinales: allí crece manzanilla, cardium marianus, rosas, melissa, salvia, potentilla; árboles como abedules, castaño de indias y quillay con los que se elaboran buena parte de los preparados antroposóficos que acá se utilizan para potenciar el crecimiento de las plantas. Desde las alturas de la huerta se divisan los pastizales de trigo y, al costado, la huerta de hortalizas donde crecen frambuesas, frutillas, betarragas, zanahorias, lechugas y acelgas, entre otras verduras. Un poco más allá, está el establo donde descansan dos yeguas que trabajan el arado. Porque en la granja terapéutica no hay tractor: todo se hace al modo de los agricultores antiguos.
Entremedio de la huerta camina Andrés Pinto (33), el encargado de mantener la huerta. Ex paciente de la granja, llegó ahí tras haber sido desahuciado siquiátricamente por los especialistas. “Los problemas de Andrés venían desde su niñez: le costaba hacerse amigos y eso se agudizó cuando partimos a vivir por un tiempo a Canadá. Al regreso, el colegio se le hizo un infierno: no calzaba con el sistema ni con sus compañeros. Y a eso se sumó la muerte de su padre, un mes antes de que cumpliera 19 años”, recuerda su mamá, la siquiatra Paz Bahamondes. “Estaba estudiando Filosofía, después decidió salirse porque le hacía más mal que bien. Entremedio yo observaba sus conductas erráticas: se dormía y levantaba tardísimo, tomaba trago, abusaba de sustancias. Siendo yo siquiatra, decidí llevarlo a los mejores especialistas de Chile. A la hora de darle un diagnóstico, hablaban de un trastorno del ánimo en el camino de lo bipolar, acentuado por el abuso de drogas y de alcohol. Recibía distintos esquemas para abordar esos dos diagnósticos, pero en vez de estar mejor, Andrés cada día empeoraba. Hasta que el asunto se escapó de las manos”.
Estuvo internado tres veces en clínicas siquiátricas, por tendencias suicidas. Él recuerda con pena esos días. “Me daban de comer, los remedios, y el resto del día era estar sentado viendo tele. Nadie ahí buscaba entender lo que me pasaba. Ese sentimiento me hundía, pero no era algo que tomaran en cuenta. Fue en la granja donde por primera vez conocí a alguien dispuesto a escucharme, a entenderme y no a juzgar lo que sentía”.
A la granja llegó en 2006 por recomendación del último sicólogo que lo trató. Su madre recuerda: “Yo no tenía idea de qué se trataba la medicina antroposófica. Pero me dio confianza cuando fui a conocer el lugar: los pacientes se veían tranquilos en ese entorno.
Recuerdo haber preguntado cuánto llevaba tal paciente y la respuesta fue 1 o 2 años. Ahí entendí que la sanación de Andrés sería un proceso largo, que requería de un compromiso mucho mayor que las tres semanas en una clínica siquiátrica”.
Una vez que entró a la granja, Paz comenzó a visitar a su hijo los domingos. “A veces iba acompañada de amigas o de alguna sicóloga o siquiatra que quería ver a Andrés y, además, conocer este lugar. Ellas notaban el cambio. Andrés estaba más erguido, empezó a tocar piano, pintar con carboncillo y acuarela. El hecho de que las disciplinas artísticas tuvieran tanta importancia fue algo nuevo para mí, porque en las clínicas los pacientes pintan como un relleno del tiempo, pero acá era con un sentido terapéutico”, describe.
Entonces, la siquiatra comenzó a preguntarse qué era lo que estaba ayudando a su hijo a sanarse. Eso la movió a inscribirse en seminarios de antroposofía. “Ahí empecé a entender que la principal diferencia es que la medicina antroposófica incluye el aspecto espiritual de las personas, algo que la medicina tradicional deja fuera. Y entonces empecé a tratar de entender qué es el mundo espiritual, cómo se manifiesta en las personas eso que para ellos es tan importante y por lo que los médicos no preguntamos”, explica Paz, quien decidió sumarse a la comunidad de Cuyuncaví en su calidad de siquiatra. Hoy es quien se encarga de ir sustituyendo –previo chequeo de exámenes– los fármacos que toman los pacientes al llegar, por remedios antroposóficos.
En 2010, tras cuatro años en la comunidad, Andrés recibió el alta. Se fue a vivir con su mamá a Santiago. Pero un año después, se le abrió la oportunidad de volver a la granja, primero colaborando y ahora trabajando contratado. “Él me explicó que vivir en comunidad le gustaba y que, al contrario, se había dado cuenta de que la ciudad no le hacía bien. Y es que hay que aceptar que a veces es la ciudad y su ritmo el que enferma”, dice Paz.
“No tenía idea de qué se trataba la medicina antroposófica, pero me dio confianza cuando fui a conocer el lugar: los pacientes se veían tranquilos en ese entorno”, dice la siquiatra Paz Bahamondes, quien llevó a Cuyuncaví a su hijo Andrés (en la foto), considerado un caso perdido por la siquiatría tradicional.
TERAPIA EN COMUNIDAD
El día en Cuyuncaví parte temprano. La primera tarea es ordeñar la vaca, a las 6 de la mañana. A las 7 se desayuna yogurt con frutas o tostadas con miel. Y a las 8:15 se distribuyen los trabajos del campo. El terapeuta Rodrigo Cavieres es quien define las tareas, según el estado de cada paciente.
“Muchos llegan completamente idos de tanto tomar sicotrópicos. A ellos al principio les asignamos cosas menores, como desmalezar, pero el hecho de empezar a tomar la pala, meterla en la tierra, y empezar a hacer una acequia, los vuelve a encarnar en su propio cuerpo. De estar volados por drogas o medicamentos, vuelven a tomar posesión de su cuerpo”, dice.
Tras un descanso a media mañana, donde los pacientes comen una fruta, vuelven al campo hasta las 12:15, hora del almuerzo. Antes se toman los remedios antroposóficos. Después, algunos vuelven al campo; otros tienen jornadas de estudio o terapias artísticas –de música, pintura o escultura–, otro de los ejes de la terapia: “Es la vía para que los pacientes comiencen a desarrollar sentimientos nobles, además de concentración, disciplina y calma”, explica el terapeuta Rodrigo Borrelli. “Y para que comiencen, nuevamente, a distinguir lo bello de lo feo y lo bueno de lo malo”, agrega Rodrigo Cavieres.
El día termina con una once comida no más allá de las 19 horas, horario que tres veces a la semana se adelanta porque Claudio Rauch visita la granja; es con él con quien los pacientes van desentrañando el origen y solución del problema que arrastran.
El tiempo de tratamiento en la granja depende de cada paciente, pero en promedio suele ser de al menos un año. “Las personas que llegan acá lo hacen absolutamente desestructuradas, sin ningún orden. Y para sanarse necesitan hacer una modificación tan honda en sus vidas que no la pueden alcanzar si no se dan el tiempo para reconstruirse. Este lugar no está pensado para entrar y salir y que después todo quede igual”, dice el terapeuta Rodrigo Borrelli.
Cecilia Donoso agrega: “Esta terapia confía en la capacidad de las personas de sanarse a sí mismas; por eso requiere de un esfuerzo que tienen que cimentarlo ellos mismos. Eso toma mucho tiempo; un tiempo que no definimos los terapeutas, sino que van descubriendo los propios pacientes”.
DE LA CALLE A LA COMUNIDAD
Son las tres de la tarde de un viernes de octubre y Cristián Vergara (62), historiador de la Universidad Católica, ex profesor de la Universidad de Chile, Utem y Finis Terrae, se prepara para almorzar en la cocina de la casa donde vive desde marzo pasado –cuando lo dieron de alta luego de pasar seis años en la comunidad– y que queda a pasos de la granja. Su historia, para muchos, es una de las más extremas.
A los 42 años se convirtió en alcohólico y cocainómano. Para mejorarse consultó varios siquiatras, hizo la terapia de Alcohólicos Anónimos, y estuvo internado en la casa del Hogar de Cristo en Peñaflor. Pese a que tuvo mejorías, siempre volvía a recaer. Por su adicción perdió a su familia, trabajo y bienes. Terminó durmiendo en una banca del Parque Bustamante.
Hasta que allí un día se encontró con una pareja de ex alumnos: Elisa y Cristián. Tras ese encuentro, Elisa empezó a visitarlo a diario: le llevaba café y un sándwich. “Un día me contó que había pedido un día libre en su trabajo para ir a recorrer centros de rehabilitación para mí, pero que ninguno le convencía. Entonces me preguntó: ‘¿Quieres rehabilitarte? ¿Quieres hacer nuevamente el empeño?’. Yo quería intentarlo, pero solo no podía, porque estaba demasiado atrapado. Entonces le dije ‘sí’”.
Fue el mismo Cristián Vegara quien le habló de la comunidad terapéutica en Cuyuncaví. Llegó a la granja el 7 de junio de 2009. Los primeros siete meses, asegura, fueron muy difíciles. Físicamente estaba muy deteriorado. Por las noches alucinaba producto de la privación de drogas y de alcohol. En ocasiones, a los terapeutas no les quedó más que sacar de sus bolsillos un clonazepam para que controlara sus ataques de angustia. “Muchas veces me dije: no voy a poder. Pero de a poco empecé a ordeñar las vacas, a picar la tierra, a sacar maleza”, dice.
El trabajo en el campo, asegura, tuvo un efecto calmante y armonizador en él. “De partida respiras buen aire. Te rodeas de un universo bello, donde ves el amanecer, el atardecer. Pero hay algo que todavía no lo puedo explicar en palabras: cómo es que el mundo vegetal empatiza con uno, casi por reflujo y las plantas van traspasando algo de ellas hacia uno por el hecho de estar a su lado. Uno está sembrando, desmalezando y se empieza a producir algo. Como si uno avanzara con ellas, porque a medida que ves cómo crecen, uno también lo va haciendo y va cambiando”, dice.
Eso, asegura, en la granja cada paciente lo vive de una manera muy personal e íntima. “Por ejemplo, en los últimos años, yo me sentí muy cercano a las huertas, sobre todo a los productos que costaba que se dieran bien. Me sentía identificado con las espinacas, que eran muy difíciles. Entonces entendí que para que se dieran, había que preparar la tierra”.
La convivencia, asegura, también fue parte importante de la terapia. “La gran diferencia con una clínica es que acá no estás encerrado y estás obligado a compartir con el resto, con gente con la que muchas veces no quieres estar. Pero viviendo en comunidad aprendes a acercarte, a conversar, también a discutir y no tapar los problemas y a abrirte a la historia de los otros. Aprendes que se puede vivir sanamente con personas con problemas y muy distinta a ti”.
Al poco tiempo en la granja, Cristián Vergara entendió que su recuperación no tardaría meses, sino que años. “Es curioso, pero se da una relación inversamente proporcional, porque por un lado físicamente te sientes mejor muy rápido: como te levantas de madrugada y te acuestas temprano, recuperas el ritmo del sueño; como comes bien y a horas muy ordenadas, adquieres un ritmo muy sano. El trabajo en el campo hace que te sientas cada día físicamente más fuerte. Y, como te ves y estás mejor, vas recuperando a tu familia, porque les da gusto verte. Pero, a medida que todo eso sucede, interiormente vas descubriendo que lo que hay que corregir es enormemente más grande que todo lo que habías imaginado. Porque uno tiene que transformarse en lo que siente y piensa y a partir de eso uno se construye de nuevo. Acá no escondes la enfermedad, sino que la enfrentas de una vez por todas. Y eso tarda tiempo”.
Hoy, de alta, Vergara está decidido a retomar la vida con calma. “A los 62 es re difícil encontrar trabajo. Me encantaría volver al mundo universitario, pero más me veo colaborando con la comunidad terapéutica y quizás haciendo clases en un colegio”. Se detiene a pensar unos segundos y agrega: “Ahora mi tema es cómo puedo llegar a ser más viejo pero estando bien: diseñar mis últimos años de vida sin volver atrás, sin recaer, sino que cultivando todo lo que he aprendido. Esa fue la certeza que me hizo salir de la comunidad. Un día le dije a Claudio Rauch: ‘Mira, no quiero lujos, ni autos, ni parcelas. Quiero poder acoger bien a mi hija y a la gente que más quiero en una casa sencilla’. Cuando se lo planteé así me dijo ‘Bene, bene. De eso se trata: de ir conscientemente diseñando la vida’”.
El profesor de historia Cristián Vergara dormía en un parque luego de perder casa, trabajo y familia a causa del alcoholismo y la drogadicción. Logró recuperarse tras 6 años en Cuyuncaví. “En el campo respiras buen aire, te rodeas de un universo bello y el mundo vegetal empatiza con uno: estás sembrando, desmalezando y se empieza a producir algo”, dice.
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Sanarse en el campo . VIDA CAOTIZADA
Por la granja también han pasado muchas mujeres, que han llegado por problemas como adicción al alcohol, depresiones, trastornos de alimentación o por un cuadro que los terapeutas aseguran se repite cada vez más: vidas caotizadas. Algo así fue lo que le pasó a María Jesús Lagos (40), quien tenía 28 años y un hijo de cuatro cuando decidió entrar a la comunidad. “Tener algo de estabilidad era algo que simplemente no lograba. Era la típica persona que trazaba proyectos como castillos en el aire y de repente, pum, todo se caía al suelo. Tenía vaivenes emocionales frecuentes: arranques de intolerancia y me enfrascaba en peleas rabiosas con amigas o parientes y dos días después, hacía como que nada había pasado. Las emociones se me iban de las manos y con ello mis relaciones”. Pero al cumplir 28, se vio atrapada en su propia anarquía. “Llegó el momento donde tenía que hacerme cargo de mi hijo, sin ayuda de mi entorno, y me di cuenta de que asumir responsabilidades me producía pánico. Mi vida era un caos”, explica. Su partida al campo se dio tras una conversación con Claudio Rauch, a quien conocía desde su adolescencia cuando su mamá la llevaba a algunos talleres de antroposofía. “Fue la primera persona que me hizo ver lo que pasaba, porque yo no era capaz de mirar mi problema. Siempre le echaba la culpa al resto y no me daba cuenta de que era un patrón mío. Entonces le dije “¿Cómo lo hago para instalarme en la granja si tengo un hijo a quien no puedo dejar?”. Entonces me dijo: “Anda con él”. María Jesús y su hijo Francisco llegaron a la granja los primeros días de febrero de 2004. Ella se trasladó con su cama, su escritorio y la cama y los juguetes de su hijo. Se instalaron en una casita que tenía tres piezas, un baño y una salita que compartían con otra paciente. En marzo de ese año Francisco, entró al jardín infantil en Curacaví. Al año siguiente, al colegio Giordano Bruno, ubicado en Peñalolén. La persona encargada de llevar desde la granja al colegio las verduras y la leche, trasladaba al niño las mañanas y lo traía de regreso a la granja por la tarde. Mientras María Jesús trabajaba el campo, Francisco paseaba arriba del cerro, perseguía conejos, acompañaba a otros pacientes a desmalezar o acarrear las vacas, se entretenía arriba del coloso que cargaba la alfalfa o andaba en bicicleta. Los fines de semana casi siempre lo iban a ver sus primos. En tanto, María Jesús poco a poco aprendía a ponerle orden a su vida. “Como a las 7 de la mañana ya estaba en pie.
Cuando terminaba tarde me daba cuenta de que había estado todo el día trabajando en el campo, más allá de lo difícil que se me hacían muchas cosas”, comenta. “En esa rutina me fui dando cuenta de que para trabajar me tenía que esforzar, porque el campo exige esfuerzo físico y mental, y eso me reconfortaba. Eso hizo que apareciera en mí una fuerza que no sabía que tenía. Trabajar en el campo reconcilió mi relación con el trabajo”. En ese aspecto, asegura que el rol de los terapeutas se daba de una manera tan invisible como concreta a la vez. “Ellos son quienes día a día están ahí pidiéndote que cumplas las cosas que tú misma prometiste hacer: por ejemplo, si dijiste que querías hacerte cargo del compost, no dejar eso a medio camino. Y así con distintos trabajos en el campo. Ellos te van mostrando cosas que en la vida común y corriente nadie te obligar a mirar. Acá en esa conversación que en la vida uno evita, acá no se deja pasar”.
Descubrir cuándo era el momento de dejar la granja, asegura, le costó. “Lo hice cuando tuve la certeza de que estaba preparada para vivir y sostenerme sola. Partí cuando estuve segura de que no iba a caer en ningún tipo de caos porque sentía que era algo que podía dominar”. Lo primero que hizo a la hora de partir fue quedarse unas semanas en la casa de su hermana hasta conseguir trabajo como administradora en una pastelería. Y entonces arrendó un departamento para vivir con su hijo. “Yo creo que mi paso por la granja salvó mi relación con mi hijo, porque fue ahí donde realmente asumí mi rol como mamá”.
SEIS AÑOS EN LA GRANJA
Daniela Díaz (35) llegó tiempo después de María Jesús, atrapada por un desencanto profundo que arrastraba desde su paso por la universidad. “Estaba muy degradada anímicamente, súper flaca, pasaba llorando todo el día. Era un desastre, pero no sabía lo que me pasaba”, recuerda. Para tratar de salir de su círculo vicioso, recorrió la consulta de varios siquiatras y sicólogos. “Uno me dijo que era bipolar, otro que era un cuadro de estrés. Me daban antidepresivos y yo seguía con la misma sensación de vacío”, comenta. Entró a la granja en enero de 2006. “Fue ahí, con ayuda de Claudio, que entendí que el sufrimiento que yo padecía era producto de una enfermedad que se llama personalidad limítrofe, que me hundía anímica y físicamente. Adentro de la granja me di cuenta de que debía tomar las riendas de mi vida y fortalecerme anímicamente”.
Para armonizar su temperamento le indicaron medicamentos antroposóficos y algunas lecturas orientadas a construir fuerza interior. “A veces me llevaba cuadros, como el de Arcángel Miguel de Rafael, donde aparecía pisando al demonio. Me decía: ‘eso es lo que tú tienes que lograr: pisar tu propio demonio, mirarlo y enfrentarlo’”. Daniela dejó la granja seis años después, cuando ya sabía convivir con su trastorno, y tenía claro lo que quería hacer: durante su estadía en la Comunidad había redescubierto su pasión por el piano, disciplina que había aprendido de niña, que tiempo después había dejado de lado, pero que pasó a ser parte importante de su tratamiento. En el piano que había en el living de la casa principal de Cuyuncaví realizaba su terapia artística. Por eso, meses antes de salir, dice haberse dado cuenta de que, de regreso en Santiago, quería ganarse la vida dando clases de piano.
Hoy, mirando atrás, dice. “La gente debe decir ‘qué raro irse a encerrar a un lugar tan alejado de la ciudad y de la vida para sanarse’, pero al final lo que se vive en la granja es la realidad. Ahí la condición humana está expuesta en su modo más radical: es una pequeña sociedad formada por personas que sufren problemas demasiado expuestos —alcoholismo, esquizofrenia, drogadicción, depresión— y a pesar de ello, es una sociedad que funciona y bien enfrentando los problemas de cada uno”.
RECUPERAR UN TALENTO
Eve Brass (30), la paciente dada de alta más recientemente llegó un año después de salir de la universidad, donde estudió música. Por entonces, su tendencia depresiva la tenía completamente anulada. “Amplificaba los problemas, por mínimos que fueran. Cualquier problemita yo lo hacía un drama gigantesco. Vivía en un estado de ánimo que no me permitía salir adelante, la vida era algo que no me despertaba entusiasmo y me preguntaba constantemente ‘qué estoy haciendo acá’”.
“El primer tiempo estuve un poco descolocada, tensa, porque fue un cambio muy abrupto para el que no me alcancé a preparar. Porque la renuncia que uno hace es grande: cuesta dejar tu celular y no llamar a una amiga para salir o ir a un concierto”.
Estar todo el día bajo el sol y en contacto con las plantas, dice, fue lo primero que la reconfortó físicamente. Pero fueron sobre todo las lecturas que le indicaba su terapeuta las que la hicieron superar la desazón. “Con ellas empecé a sentir una enorme armonía interior, porque lo que me daba el campo, la lectura lo ampliaba. Y eso me fue haciendo sentir que lo que me rodeaba por fuera y lo que sentía por dentro, valía la pena”.
Durante los tres años que pasó en la granja, retomó su rutina con el violín. “Me convencí de que era capaz de desplegar lo mío. Ese convencimiento me hizo estar segura de que podría vivir de ello al salir”, dice. Desde Cuyuncaví comenzó a proyectar su nueva independencia: por medio de amigas de la universidad consiguió hacer reemplazos como profesora de violín. Antes de partir, sus compañeros le regalaron un libro de recetas ilustrado que hicieron ellos mismos. Fue una señal de apoyo a su nueva independencia. Hoy, vive en un departamento compartido en La Reina. Ahora reflexiona: “Tras pasar por la comunidad inicié una vida, más sabia. Ahora siento ganas de compartir lo que viví ahí, pero me pasa que, por alguna razón, la gente no se interesan mucho en saber; quizás es porque suena tan alejado de la realidad. De hecho yo misma, de no vivirlo, no me hubiera imaginado una vida y una forma de sanarme así”.
SIN RAVOTRIL
Benjamín Aguilera recuerda como si fuera hoy ese martes de 2009. Estaba en la Escuela de Cine, donde cursaba el segundo semestre cuando, de un momento para otro empezó a sentir una angustia profunda, como si un nudo en la garganta y el pecho no lo dejara respirar. Se paró del asiento, caminó al metro y frente al vagón experimentó la incapacidad de mover su cuerpo. Era la primera de una serie de crisis de pánico que experimentaría a lo largo de meses. “Fue como un accidente de tránsito, como ir en un auto y de repente chocar. Así cambió mi vida: en 180 grados, de un día para otro”, dice. Trató de superarlo los días siguientes, pero el asunto se fue tornando cada vez peor: al salir a la calle, si se alejaba de su casa, lo atrapaba la idea de que algo le iba a pasar. “Estaba emocionalmente desbordado y muy descompuesto, como con la sensación de haber estado llorando todo el día. No podía despegarme de mi mamá ni estar solo”. En la granja pasó tres años y cuatro meses. El primer tiempo lo recuerda duro. “Estaba tan mal que no podía comer y apenas pararme. Pero Cecilia llegó a decirme “tienes que ir al campo al tiro, porque si no ¿a qué viniste? Aquí no te vas a sentir mejor si no trabajas”.
Su primera tarea fue acompañar a otro paciente a trabajar a la granja medicinal. Junto a los remedios antroposóficos que comenzó a tomar, empezó a escribir su biografía y un diario de sus días en la granja: la idea era que él mismo se fuera dando cuenta en qué circunstancias le venían los ataques de pánico para “objetivarse”, una palabra que muchos pacientes utilizan para describir el momento donde se ven desde afuera y pueden advertir qué rasgos de su carácter y qué condiciones del entorno los llevan a padecer lo que los hace sufrir.
De lo primero que Benjamín se dio cuenta era que no tenía las cosas muy claras en la vida. “Vivía demasiado encerrado en mí mismo y me dejaba determinar mucho por el resto, por cómo me veían”, comenta. Las lecturas que le daba el terapeuta estaban enfocadas en revisar la vida de personas de la cultura, para ir ahondando cómo habían superado caídas profundas. “Con esas lecturas entendí que quienes sufren ataques de pánico son personas muy inseguras de sí mismas y pasar de ser inseguro a ser seguro es muy difícil. Yo tuve que reconstruirme a mí mismo, literalmente. Y cuando me di cuenta de que esa era mi tarea decidí que no iba a apoyarme de remedios. Nunca más tomé un Ravotril o un Clonazepan, aunque muchas veces me sentí tentado a pedirlos para que mis ataques de pánico se me pasaran rápido”.
Los primeros meses sufría crisis de pánico todos los días. “Cada vez que me venían recordaba una frase que se repite mucho en la granja y es que el dolor te está diciendo cosas… Tuve que desarrollar la confianza y la paciencia hasta sentir que podía superar ese dolor sin tomar una pastilla”. El trabajo en el campo le fue revelando cosas. “Yo tenía tendencia a ser muy obsesivo. Cuando había que hacer algo muy delicado, como colocar una manguera para el riego, yo lo quería hacer a la perfección. Me empecé a dar cuenta que en esos momentos me empezaba a angustiar y eran el escenario previo a un ataque de pánico. Así decidí que podía hacer las cosas bien sin obsesionarme”.
El contacto con las vacas, asegura, lo ayudó a sacar personalidad. “Era tan fuerte su presencia que me intimidaban. Pero yo me paraba frente a ellas y decía: ‘aquí estoy yo’”. Con los caballos aprendió a desarrollar carácter “porque es un animal que todo el tiempo quiere hacer su voluntad, quedarse pastando y en la granja no se lo puedes permitir, porque tienes que trabajar con él. Entonces me di cuenta que si yo no le imponía mi voluntad, el caballo hacía la suya. Esos momentos son de despertar”.
Con el paso de los meses, las crisis empezaron a ser cada vez menos frecuentes. Desde que salió, no ha vuelto a padecerlas. “En el proceso de sanarme entendí que uno no se sana solo cuando físicamente está bien, sino cuando logra tener sustento para proyectar con conciencia su vida. Ese, para mí, fue el premio: ya no tener crisis de pánico y que las cosas fueran en otra dirección”. Al salir de la granja entró a estudiar Agronomía.


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