Pisagua en lostiempos de Pinochet
Héctor Taberna Gallegos.
Los días previos
Singulares y chapoteados recuerdos harán de
éstos, una corta –pero, incompleta-‐, inalienable
–pero, pero insatisfecha-‐ historia;
más, por eso pido perdón. Mitigarán toda una época negra, de negros recuerdos.
Recordarán esa historia que hoy por hoy muchos no quisieran recordar. Y será
ésta, como una historia porfiada y forzada, en rebeldía ante la magnanimidad de
la no recordancia de estos muchos. La historia se debe recordar porque es
historia marcada, o si no, dejaría de ser historia. Una historia por muy
dolorosa y caprichosa que haya sido debe ser consecuentemente recordada.
Recordada sin temores, como fiel testimonio de vivencias personificadas, como
acerados látigos encarnándose en aquellos laberínticos recuerdos de aquellos
que hoy por hoy quisieran olvidar… y, siento algo así como un zumbido
prolongado. Intento ver, pero sin embargo, retrocedo. Y en ese mismo instante,
una bomba lagrimógena estalla, golpeando el vértice de la graznida cornisa.
Estábamos sitiados por Carabineros de ¿Chile?
Yo estaba perfectamente apostado tras una de
las tantas ventanas que daban al segundo piso del Partido Socialista de Chile,
ubicada a espaldas del melifluo Teatro Municipal, por calle Gorostiaga. Todo
sucedía de manera alocada y rápida. Las piezas
estaban atiborradas, abarrotadas por ese expelido y lacerante gas.
Compañeros y compañeras cubrían sus rostros con pañuelos, con pañoletas en son
de protección. Las figuras de Elmo Catalán, el Che, del Mazo –símbolo más que
pétrico del Partido-‐ se constreñían
por entre las paredes. Las órdenes emanadas por las directrices no se hicieron
esperar: “… a replegarse, ubicarse. Podemos ser allanados…”.
Reflejados en tal asombro de allanatitud ad-‐portas, quise recoger no se qué de ese escabullante
piso para ser lanzado a quienes tan premeditadamente lanzan bombas hacia unos
graznidos vértices, hacia unas dilapidadas cornisas. Al verme Freddy –mi hermano-‐ me enrostra tal proceder enfrente
de y, enfrentándome a todos los allí reunidos. La iracundia confrontada a mi
frenética cordura o confrontada a mi flemática incordura, se debate y contesta
por si sola. “¿Tenemos derecho a una legítima defensa,
o no?”. Expulso, entonces, no se que –eso que pude haber tomado minutos ha-‐, liberando mis manos para ir posteriormente a
tomar posición a un lugar muy cercano al teatro, a ese invertebrado techo del
Partido.
Paulatinamente, comenzaron a congelarse los
ánimos, llegando sobria y calmadamente la calma. Se da inicio a las
protocolares conversaciones de protocolo entre los representantes del gobierno
legalmente constituido y soberanamente elegido, con las fuerzas más
representativas de la
oscuridad y del
oscurantismo. De dichas
–
protocolizaciones se revierte el extempóreo
ataque, en una retirada con treguas
fraguadas por esas verdes antorchas que encienden para sí, el hito de la
malignidad, de la desfloración y del asedio. Dicha tregua treguada revela tras
su paso, revela la huella de sus acciones en aquellos hinchados ojos; en
aquellos llorosos ojos; en aquellos, aun, como carcomidos, de los estoicos
militantes. Esa noche también, como una manera muy seria y semental tuvieron
que efectuarse, los casi míticos turnos de vigilancia para salvaguardar imagen
y fachada de nuestra casa política. Era recién el día 9 de septiembre.
El 11 de Septiembre y los días siguientes.
Los días posteriores al golpe de Estado, los
viví con una familia amiga, extremadamente amiga, aquella la que me brindó su
apoyo, todo su apoyo en ese tratar de trance. Mientras
se estaba haciendo efecto el toque de queda, mientras reposábamos el horario de
las onces; mientras escuchábamos las noticias y, mientras algunas genuflexiones
rondaban por ahí, comienzan los inalterados radios receptores a difundir el
bando por el cual se obligaba a los personeros de la Unidad Popular entregarse
o presentarse en el Cuartel de la VI División de Ejército. La lista era
encabezada por Freddy –de hecho siempre fue así-‐ siempre
encabezó la lista de los personeros. La lista de los que por causa y
consecuencia de unas bien llevadas convicciones, tendrían que pagar cara su
osadía. La osadía de defender las posiciones y los derechos de los más
necesitados y marginados de la sociedad. Sociedad que estaba siendo extirpada
de sus privilegios más viles y pecaminosos, en esos hombriles-‐viriles momentos de audacia política; cruciales, para
la enajenante historia política chilena, vivificadas, por el Gobierno de la
Unidad Popular.
Esta lista acopiadora, esta lista con los nombres más típicos y
representativos de este inusual proceso chileno, que aquí en esta larga faja de
aguas y de algas, de arenas y de bosques, de piedras y de almendros se
testimoniaba, era transmitida continuamente. Posteriormente vendría una con 24
nombres más. Recuerdo al del abogado Julio Cabezas Gacitúa; Juan Antonio Ruz;
Luis Morales Merino; Nelson González; Oscar Pavelic Sanhueza; y, entre ellos el mío: Héctor
Taberna Gallegos.
Mayúscula fue la sorpresa de escucharme en ella, toda vez que mis
responsabilidades políticas latían en unas salidas a mitines, en unas salidas a
pegatinas, en unas salidas a rayados, y nada más. Toda vez, que lo
anteriormente expuesto, estaba más ligado a la vida rutinaria de un modelo
rústico de convivencia en época de fenecer; que estaba íntimamente ligado a la
otra, que floreciente aun, nacía. Es decir, se estaba viviendo el ocaso de un
modelo de democracia burguesa; se estaba viviendo el verdadero despertar de una
democracia más que superficial; popular, con sabor a restauración de derechos
perdidos.
Honesta y patrióticamente que lo mío podría haberse tratado de un
chantaje político, en lo imposible; puesto que, de no prosperar la virtual –según ellos-‐ entrega
de Freddy o su inmediata detención, se me tendría
como un modo de coacción,
como una manera nada
difícil de presionar su posible entrega. Amén que a esas alturas ya
estaba también detenida Jinny, su esposa; Jinny, mi cuñada. Por eso pienso que
patriótica y honestamente lo mío pudo haberse tratado de un artero chantaje
político. Así lo creo, así lo he creído, así lo creeré luego de racionalizarlo
muy bien. De otra manera, no se explica mi estúpida e inútil detención.
La señora Alicia, dueña de la casa, madre de mis queridos amigos, me
aconseja: “…Entréguese Pichoncito, mejor será…”. “Podemos tener problemas con
su presencia…”. Lógico sentimiento de protección familiar. Máxime que en forma
previa y reiterada a la lectura de bandos, se decía y se proclamaba que:
“…Todas aquellas personas que den refugio o alberguen a los buscados, serán
puestos a disposición de los tribunales militares por desacato a las ordenanzas
establecidas…”. Legítimo temor, valedera razón, aunque lo haya dicho entre
medrosa y medio asustada. Como medio medrosa y medio asustada se encontraba
también mi madre. Quien mediante recado verbal, me dice: “…Entrégate, Tito…
Anda a presentarte, no vaya a ser cosa que…”, dando por argumento, el hecho que
yo nada malo había protagonizado, que no fuera el de haber simpatizado con un
partido político determinado.
Así, lo hice. Temprano salí ese día. Fui a casa. Cambiéme de ropa.
Besé a mi madre y despedíme de los míos. Vestía vestón cuadrillé; camisa manga
larga, de riguroso color negro; pantalones claros, clarísimos y, bototos de
bien hilvanada seguridad, regalo de mi tío Vicente. Estos plantígrados de cuero
y acero, fueron como un regalo caído del Hades o de Nirvana, puesto que se
comportaron excelentemente bien conmigo, ya que me salvaron de unas cuantas en
el Campo de Concentración de Pisagua.
En la calle, ya camino a mi encarecido destino, me encontraba con
amigos que sabían ya de mi situación; que habían escuchado el huracanado bando.
Me pregunto. ¿Quién no, si era obligación escuchar la voz oficial de la
dictadura en ciernes?, patentizada, por las radios emisoras locales. Aquellas
que fueron y son instrumentos de la genocitura aún no terminada. Aquellas que
materializaban esa impostación cómplice del locutor, aquel, que leía con sumo
agrado y con sincera felicidad el inocultable carácter clasista de esas listas
que: “…Tan solo a ocho meses estaban siendo pre-‐establecidas,
pre-‐fijadas, estructuradas. Cuando por precedencia, se
estaba gestando el pronunciamiento militar…”, palabras cruciales y altaneras
del mismo general Pinochet.
Mis amigos me
deseaban toda clase de suerte, decían:
-‐ Solo son rutinas… ¡Rutinas!, como si ellos ya hubiesen vivido los
momentos que experimentaba yo en esos instantes… Muchos especulaban… Muchos
maldecían… Muchos también solidarizaban.
-‐ Ándate tranquilo…
-‐ Buena suerte…
-‐ Que nervioso vas…
Fuera de la VI División de Ejército se encontraba reunida una gran
cantidad de personas mirando quienes iban al comparecimiento. Quienes entraban.
Quienes salían. Quienes no acudían. Quienes no salían. Por lo pronto,
mimetíceme entre la gente allí reunida, como deseando inconscientemente saber
de qué se trataba todo aquello; como queriendo desear que un rayo de
inspiración me alumbrara la existencia, me iluminara esa ebullición que bullía
a lo largo y ancho de mi querido y desvencijado Chile. Y como nada anormal
sucedía –que no fuera de otro mundo-‐, nada
anormal acontecía, decidíme y presénteme; entrégueme, al cabo de guardia…
-‐ Buenos días, mi cabo… Soy Héctor Taberna Gallegos… Me han llamado
por bando y vengo a presentarme.
-‐
Su carné… Lo busqué y no lo tenía.
-‐
No lo tengo, mi
cabo.
-‐ Debe andar trayendo sus documentos joven… Para el caso, a quién le
importarían unos documentos, cuando de allí hacia adelante, se perdería
irremediablemente la libertad.
Me conduce donde un oficial y me hacen esperar en una sala. En ese
sitio veo a más detenidos. Estaban silenciosos, cabizbajos, ordenados de uno en
uno hasta llegar a nueve; mirando la insultante pared de la pretoriana
guarnición. No conozco a nadie de los requeridos. Todos esos rostros eran
desconocidos para mí. No los dejaban sentarse por ningún motivo. No nos dejaron
sentarnos por nada del mundo. Al rato aparece Juan Antonio Ruz. A hurtadillas
nos saludamos. Traen a Haroldo Quinteros. El, que siempre usó lentes, viene sin
lentes: él, que siempre uso barba, viene sin barba. Lo han detenido
fortuitamente, al decir de su propia confesión:
-‐ Me sorprendió una patrulla militar, aquí cerca del Cuartel General…
Me han exigido detenerme y así lo hice… Me obligaron
a mostrarles mi carné de identidad y se
los mostré. Luego, me comparan con una lista que ellos andaban trayendo y… aquí
estoy… y, efectivamente en esa lista estaba él, era uno de los más buscado
junto a Freddy. Fue un hecho más bien accidental que de trascendental
laboriosidad, llena de sagacidad, su detención… Con posterioridad llegaría el
abogado don Julio Cabezas Gacitúa, portando una pequeña bolsa de nylon con
anillas de alambre galvanizado, que le hacía las veces de neceser. En esta
bolsa traía ropas y útiles de aseo personales. En sus manos, un sobre de tamaño
mediano, con un recurso de amparo en su interior. Se mostraba infinitamente
inquieto, errabundo. El sí, que sabía, que intuía más bien, de que se trataba
esa maraña que estaba siendo tejida por manos militares.
De esta peculiar forma de asentir las cosas, es como se nos vienen
los minutos encima, es como transcurren las horas vencidas ya por el inexorable
tiempo. Y siguen llegando más y más compañeros. Unos detenidos. Otros
voluntarios. A eso de las 11:30 horas se escuchaban atronadores gritos,
infatigables voces. Hacía su entrada en gloria y majestad, al reino, a su palacio real, él, el General, el Virrey de la naciente
república, señor Carlos
Forestier Haegnsgen. Sus peroratas se escuchaban por doquier. Se
dirige a donde estábamos de pie, a ese lugar de las insultantes paredes, al
monasterio de la guarnición heroica, de las fulgurantes e inevitables sombras
de la felonía subsidiada para latigarnos con unas inciertas e inexplicables
invocaciones al buen sentido de la civilidad ya castamente deshonrada y,
finalizar con un:
-‐ ¡A partir de estos momentos deben considerarse prisioneros de
guerra!.
Es bajo estas degradantes circunstancias que don Julio Cabezas
Gacitúa intenta un ademán de hacerle comprender
el beneficio del sobre jurídico que portaba, ese sobre de tamaño mediano con un
recurso de amparo en su interior. Forestier estalla encolerizado, en
incendiadas constelaciones:
-‐ ¡Esos procederes debe guardárselos para otras ocasiones!... ¡Ahora
está a disposición de la Justicia Militar, bajo la tutela de una justicia de
guerra…!. ¡Yo no acepto esos oficios contaminados de la Justicia Ordinaria… Me
oyó bien su…!.
Pienso, que don Julio Cabezas Gacitúa en este breve, pero selvático
lapso de guarismos empostillados, comprendió a lo que tendría que enfrentarse
en el futuro. Acentuóse mucho más su nerviosismo. Acentuóse su inmaculada
incertidumbre, dada su eminencia y excelencia de excelente abogado, por esa
calidad de saber en el acto, el latente peligro que se avecinaba. El comprendía
ya, muchas cosas, que nosotros o algunos, por
inmadurez política o por falta de información, ignorábamos. Él sabía,
que estaba de lleno y en pleno, entregado a la complacencia de una guerra
hipócritamente mal declarada. Sometido al arbitrio conjurado de una declaración
de guerra; de una catadura, firmada solo por “manu militari”, solo por “manu
engrifari de metralletus”.
-‐ “Más vale ignorar que saber” …, eso lo aprendí viendo a don Julio
Cabezas Gacitúa tomarse con sus dos manos –una nívea y la otra alba-‐ el cielo de su alborada cabeza.
Frotando angustiosamente sus letrados lentes conjeturales, en el fragor de su
cándida chaleca de lana, después.
El cuartel de la VI División de Ejército, fue un centro de reclusión
momentánea. Más bien, de sala de estar, valga el término para refrendar esas
vicisitudes pecaminosas. El preguntar
datos personales. El de confeccionar las fichas identificatorias de los
prisioneros, fue su revolucionaria misión; pero, en ningún caso un centro de
interrogatorios mortales de interrogamientos salpicados de artimañas y de
estocadas, por lo menos, hasta cuando estuve allí detenido por impropia
voluntad. Solamente se caratulizaron unas acusaciones poco serias. Como las de
un enano maldito que pretendía envenenar el agua de la ciudad y que esperaba
vaciar cantidades invulnerables de bencina por las señoriales alcantarillas
locales, para Neronear por debajo al neo Iquique dictatorial. En su oportunidad, supimos que
el tal Enano Maldito en cuestión, era el Compañero Marcelo Guzmán Fuentes,
correcto funcionario del Hospital Regional. Pero las acusaciones carecían
de veracidad, por cuanto, fue más humano y solidario
que un pan
rebanado en miles de ticket, para ser repartidos entre miles de
rebanadas bocas. Esa es, en suma, la actitud sentida, la actitud ínfima a la
impresión recibida en ese bastión militar. Apresuradamente llega un camión
tremendamente ermitaño, tremendamente camuflado de místicidad errante, para
llevarnos luego, al Regimiento Telecomunicaciones, institución a la cual
pertenecía ese labriego terraplén de delirios infantiles. Este cerril
regimiento cumpliría las veces de “Oficina de Recepción”, a los cientos de prisioneros
políticos. Se convertía según pasaban los días, en un inexpugnable lugar de
amedrentamiento –tanto moral como físico-‐ aquellos
que pisaban por tan primera vez esas arenosas arterias revestidas de porotadas
y chicharrones, como fue el caso también de aquellos jóvenes socialistas
traídos desde la oficina Victoria acusados de sabotaje a la “Casa de Fuerza”.
Como también lo fue para el profesor de la mencionada oficina salitrera,
acusado de dinamitar -‐intentar, por
lo mínimo-‐ la distante escuela en
donde él las activaba de
director. Bacián, creo que era su apellido. Maldonado, Carmona, Cautín
el de tres de los cinco jóvenes insertados a esa región salinatronada de
salitre, tres de los cinco apellidos socialistas acusados de saboteadores.
Llegaron de noche. Y de noche fueron y eran telecomunicacionalmente torturados.
Eran cinco jóvenes y un profesor. La juventud y la experiencia unidas a un
mismo dolor. Al dolor que engendran la vesanía y la ceguedad. El absurdo y lo
ilógico. Lo irrazonable y lo disparatado. De lo aberrantemente sistemático que se puede convertir el hombre a veces,
cuando materializa con manos propias preceptos ajenos. Fueron noches de terror.
Calcinadamente de terror tanto para ellos como para nosotros. Para ellos, que
las sufrían en carne propia. Para nosotros, que escuchábamos sus gritos de
desesperación y de destemplanzas. Juventud y experiencia unidas a un mismo
temor, a un mismo sinsabor: a estos redobleces del odio y de la traición.
De día también se torturaba, pero se torturaba en lejanía, con
lejanía. En lugares donde los ¡ayes! No
se sometían con tanta facilidad y con tanta liviandad a nuestros orfandos
oídos. Era una sesión de tortura con más apego a la civilidad a esas horas de
la mañana, a esas horas de la tarde. Mientras que una tortura enquistada de
guerra y de fanatismo se esparcía en las horas de entrecejo y de tinieblas, en
horas de empequeñecerse el sol. Es aquí, en este extramuro de la ciudad
deshojada, que conozco a dos cubanos que estaban organizando el deporte por
medio del Plan Masivo, Torrados y Battle; a Mario Morris del DIA –Departamento
de Investigación Aduanera, venido desde Valparaiso en comisión de servicio-‐ Hernán Muñoz Oteiza, administrador de la
industria aceitera “Indus”; Alberto Palenque, abogado boliviano, precursor de
los Almacenes Francos en Iquique, etc.
Por intermedio de esos y muchos otros compañeros más, supimos que en
horas de la mañana habíanse trasladado al puerto de Pisagua al “Chico” Luis
Lizardi, al Ángel Prieto, al Pancho Bretón, a Humberto Lizardi, en fin, a un
total de 36 camaradas que marcharon con sus petacas al hombro a enfrentarse con
una incostumbrada forma de vida que ninguno
se esperaba, que ninguno siquiera sospechaba. Fueron los primeros
“relegados” por acoso y amaño de la usurpante militarización otoñal. Nos dan de
comer un plato de porotos, pan y un tazón de té. Nos entregan sacos de dormir a
algunos y frazadas a otros. Esposado llegó Mario Esteban, comerciante, ex
alcalde de Huara, de militancia comunista. Lo
dejan
tal cual llega. Maniatado, con un enjambre de dolores adormecidos en
sus muñecas de pampa añorada por muchísimo, infinito tiempo. Tiempo imposible,
irrisorio para poder alimentarse por si mismo. Pero encontró a su ángel de la
guarda, el “Chicora” Espinoza -‐ morrino-‐ quien se preocupó de alimentarlo mientras
aquel permanecía sumido en su angustia de chivo expiatorio. Era el 14 de septiembre.
El día 15, en horario militar, comienza a efectuarse una lenta y
pausada liberación de detenidos. Lenta y pausada; pero, liberación al fin. Iban
dejando el regimiento gradualmente, a medida que sus interlocutores, sus
interrogadores comprobaran por enésima vez, la nula participación, la nula
implicancia de las atribuciones políticas en “atentados terroristas” de los
innumerables aprehendidos por “glorificacioni militari”. Muchos, demasiados,
tuvieron la suerte de dejar atrás aquella pesadilla de hastío, aquel recurso de
inseguridad inhospitalaria. Partirían también los hermanos Espinoza Godoy,
“Care Cuchillo”, “Ceballos”, “el Gato”, “Féliz Rojas”, todos amigos de mi entrañable
y tempranero Barrio “El Morro”. Otro grupo, ya estaba esperando ansioso su
partida a las puertas del “Tele”, cuando apareció él, el Virrey de las mil
cosas perdidas, de las mil cosas cabalgadas, de las mil saturadas cosas, don
Carlos Forestier Haengsgen:
-‐ ¡Y estos, dónde creen que van!
-‐ ¡Están libres, mi General!.
-‐ ¡Por orden de quién!.
-‐ ¡De mi Comandante de guardia, mi General!.
-‐ ¡No señorrrr!...¡Envíelos inmediatamente a
la cuadra!...¡En adelante nadie más se retira sin mi consentimiento!.
Y colorín colorado y en donde manda capitán no manda marinero, los
compañeros tuvieron que echar disciplinadamente grupas adelante con el sabor
amargo de la incomprensión comprendida en sus desfaccionadas bocas. Luego, ya,
todos nos olvidaríamos de una pronta restitución de nuestras anatomías a las
andanzas por los cauces de una libre circulación, que se circunscribían a las
calles casi simiales que adornaban el nuevo Iquiquitar. Luego, ya, nadie
quedaría libre ni por si, ni por no.
Es por la tarde que llega Freddy. Llega de color celeste acompañado
del Capitán de Servicio de Inteligencia Militar –SIM-‐, Martín. Vestía chaqueta de cuadrillé de lanilla, casi
café. Habíase cortado sus largos y Cristófilos cabellos. Habíase rasurado su
Baustistiana barba. Hacíase muy difícil su identificación. De hecho, los
cientos allí detenidos, ignoraban extrañablemente quien era aquel, ese hombre
tan insólitamente aislado, tan peyorativamente vigilado fuera de un empotrado
container, moviendo sacos de dormir, moviendo bultos, porquerías porque a más
de alguien se le ocurrió que los moviera porque a otros les molestaba que los
moviera: -‐Es mi hermano, digo… Muchos
no creyeron… Ni yo mismo me creía.
La subida a Pisagua
El día 17 de septiembre agonizando las 17 horas, notificaron que un
nuevo contingente de prisioneros partiría esa tarde a Pisagua. Eran listas de
25 personas. A medida que íbamos siendo nombrados, íbamos a su vez, ocupando
pequeños espacios al interior del regimiento cerril, cara a cara, al galpón que
servía de cárcel o frontón para ir siendo separados por grupos. En esa misma
medida, íbamos firmando un certificado, el cual, constaba de nuestra partida;
el cual, estampaba en su parte más medular: “La buena forma. La excelente
religiosidad de nuestros músculos”, como queriendo justificar de antemano algo
totalmente inesperado para nosotros, totalmente esperado para ellos. Ese algo
imperceptible, que solo ellos sabían, que solo podían saber: muertes súbitas e inescrupulosas.
Una premeditabilidad a prueba de errores.
Firmados estos certificados, el teniente a cargo de la centinelada,
nos ordena que vayamos a buscar las
pertenencias: ropas, frazadas, útiles de aseo, etc. Todo aquello que nos habían
mandado de nuestros hogares. Todo ese acervo de límpidos recuerdos, que
habíamos logrado amasar en esos tres quejumbrosos días de injustificada detención.
Tito Espinoza, el “Negro Palmatoria”, morrino de cepa y nepa,
comunista de vocación y por devoción, antes de salir en libertad me favoreció
dejándome amablemente su parca. Su confección era de infantes de marina. Esta
chaqueta, posteriormente me acarrearía muchos e incalificados problemas, por
cuanto, una vez en Pisagua, arriba el mercante “Maipo” de la Sud-‐Americana de vapores, transportando compañeros desde
el puerto de Valparaiso. Aquel que fuera sorprendido portando elementos de las
Fuerzas Armadas, se le acusaba de ser un infiltrador al sistema militar en
formación. Se le golpeaba con inusitada brutalidad, sin miramientos. Otro
peculiar salvajada de ir mermando la personalidad, la vitalidad, la moral del
detenido. Se golpeaba por el deseo de golpear. Se golpea con el deseo de desear
golpeando. La orden era. “Golpear y golpear… Aniquilar para aniquilar… Torturar
para avasallar…”.
La chaqueta propiamente tal, pasó todo el tiempo escondida, en el
baúl del miedo, mientras los marinos estuvieron presentes en Pisagua. Tan solo
por las noches y en las noches hacía un nocturnífico uso de ella. No era un
miedo patológico aquello, vitral; ¡No!. Más bien era un artero escozor, era
como una itinerante caldera a punto de nacer en mi interior. No estaba
dispuesto a pasar por la experiencia de ser golpeado, torturado, aniquilado
–como lo fueron cientos y cientos-‐, si
toda vez que esta intemperada experiencia podía ser perfectamente evitada,
perfectamente neutralizada.
En nuestro grupo de los 25, viajaban: Juan Antonio Ruz; Julio
Cabezas Gacitúa; Andrés Daniels; Alberto Palenque –combatiente boliviano, que
compartió luchas al lado del Che Guevara, en la sierra de ese país altiplánico-‐; Mitchel Nash –santiaguino, que cumplía con
su obligación de conscripto en el Batallón Blindado y de Caballería N° 1, Granaderos-‐; Luis Araya Galleguillos. Con todos ellos,
ocupamos la parte posterior del camión, que nos trasladaría a esa cárcel tan
colocada como la mano por la benemérita naturaleza, a orillas
del Pacífico. Estábamos casi seguros, por no decir completamente
seguros, que Pisagua se convertiría en nuestro segundo hogar y no en un lugar
de calvario. Más bien, estábamos completamente seguros, por no decir casi
seguros, que ese lugar sería como algodón de esparcimiento, una jungla de
divertimientos… Que ingenuo es a veces el hombre, no… Que imberbe, no… Universalmente era un
ordenamiento de planes y orientaciones al interior del vehículo transportador
de utópicos… Saldríamos a nadar, a pescar… Trabajaríamos para saldar las penas
y las no tan penas. En efecto, un canto pletórico de confianza y de gratitud a
nuestras Fuerzas Armadas, era todo aquello, por desgracias mil.
Andrés Daniels, militante del Partido Socialista, locutor de “Radio
Esmeralda”: La Trinchera del Pueblo, se apresuraba en su ensimismamiento.
Deseaba instalarse con una estación radial allá: “Para hacer más amena nuestra
estadía”, decía. Pensaba en la conformación, para él tan rutinaria de organizar
shows, espectáculos revisteriles. De antemano se estaban formando los núcleos
de convivencia transitoria, puesto que se tenía la creencia que nos acomodarían
en las casas del poblado, que nos dejarían relativamente libres, a nadie se le
ocurrió por ejemplo, que Pisagua se convertiría para algunos, se convertiría
para otros, en su granítica tumba… Que ingenuo es el hombre, no… Que imberbe,
no.
El ánimo a medida que nos largábamos carretera adentro, era el
mejor. Por lo menos, así se desprendía de esas enseñoraciones poéticas y casi
retóricas de los Compañeros. El ánimo era el mejor, mientras visualizábamos los
bigotitos de galán afuerino, los ojitos celestiales del oficial. Mientras
ganábamos carretera adentro; mientras éramos visualizados muy de cerca por esos
bigotitos cinematográficos, por esos ojitos encielados del oficial, que nos
precedía con su escolta gladiadora.
Salimos del regimiento cercanas las 18:30 horas y como era de
esperarse no se divisaba una esencia simbolizadora de humanidad por las calles
de Iquiquitar -‐regía el toque de
queda desde las 15:00 horas-‐ solo
patrullas motorizadas y patrullas andariegas ocupaban las ciudadelas. El
Iquique antiguo era mansamente desvirginado, estaba siendo arteramente
mancillado. Los estamentos del Iquiquitar estaban heroicamente ocupados. En
esas condiciones cruzamos la población “Baquedano”, población eminentemente militar.
Aquí, si que vimos rostros ocultos tras las cortinas mimétricas de las
ventanas. Tendríamos un testimonio más que verídico de nuestra involuntaria
situación. Por muy esposas, por muy hijos de militares que fueran se
trascendería a pesar de todo. Toda vez que es imposible ocultar una caravana
llevando prisioneros políticos. Por más que unas esposas, por más que unos
hijos de sagaces militares la hayan visto pasar. Partíamos quizás, con un dejo
de ensoñación por los nuestros; pero con la inmensa convicción que estaríamos
mejor. Era el pensamiento colectivo, mientras nos maniataban la libertad.
Mientras la carretera era velozmente devorada por la rauda caravana en guerra.
Lo pensábamos de esta forma dada nuestra total inocencia a acusaciones algunas.
Dada nuestra ninguna responsabilidad política. Lo más que se pudo haber hecho
fue cometer acciones legales en contra de una sociedad capitalista de capa
caída. Verdades tanto habladas, gritadas o escritas en contra de las Fuerzas
Armadas, puede que haya habido. Ataques frontales en contra de ellas, no… Estábamos juramentados bajo la más absoluta
seguridad de nuestra buena fe, de nuestras buenas actuaciones
cometidas, lo que nos hacía inmunes, -‐pensábamos,
nos imaginábamos-‐ a malos
tratos por parte de nuestros aprehensores. El hecho está, que mientras nos
movilizábamos por el camino de tierra, lejos ya de la Panamericana, entrando ya
a la recta final que nos conducía a Pisagua, comienza a levantarse una
insensata polvareda, inmensa, magistral. No se divisaba nada. No se veía nada.
Nos alejamos tanto del jeep guerrero que solo esporádicamente oíamos el
ronroneo bocinar, debilucho, invitaminado. Mediante este vociferar de señales
débiles, el conductor del pequeño transporte trataba de avisarle al conductor
del gran transporte que le antecedía su manifiesto desagrado por lo que
ocurría.
Si hubiésemos tenido el don de premonizar y de admonizar los hechos.
Si hubiésemos sabido lo que nos esperaba, más que una intrepitud se hubiese intentado
hacer en esa secana poltronería: huir, escapar. Toda vez, que éramos
considerados unos rufianes de mal gusto, unos marxistas perversos, unos
malvados, unos vende – patria. Con estos apostolados a nuestro favor, nada nos
hubiese costado apoderarnos del convoy transportador de utópicos; pues, las
condiciones estaban dadas para el guerrillero… Pero no, infinitamente no…
Éramos gente pacífica, idealistas en todo caso; respetuosos de las ideas de los
demás, de la vida de los demás. Tal vez haya sido por esto que fuimos tonta y
conspiradamente derrotados.
La llegada a Pisagua.
Llegamos a Pisagua alrededor de las 21:00 horas. Entierrados.
Desorbitados. Desorientados. Recibidos por un centellear de luces portátiles.
Por un Capitán excelentemente gritón y gutural: el celoso guardián de la
Soberanía, el beligerante Benavides… Fornido, alto, bigotudo, con aspecto de
oficial vociferón y nacionalista.
Nos arenga por
nuestro estado. Nos arenga para nuestra estada:
-‐ ¡Esta no será miel sobre hojuelas… Será
hiel en las espuelas, señores!. Así lo
vaticinó él y, así, tendría que regularizarse su vaticinio, en las
costillas nuestras, en las vidas nuestras, nuestras.
A partir de estas metáforas belicistas las ilusiones todas, se
transformarían. Todas las transformaciones metafísicas de la ilusión se
desvanecerían. Lo que creía imperceptible se volvió perceptible: el encierro se
hizo más prolongado y duro. La vigilancia, más caótica y ruin. Las celdas, más
y más pequeñas. Los días, más y más tensos. La alimentación, más y más escasa y
deficiente. Lo que se creyó imperceptible se volvía perceptible, ahora.
La celda que nos cobijó en Pisagua, se llenaría de muerte. Estaban
el abogado Cabezas, Juan Antonio Ruz, el “Chico” Luis Lizardi, Mitchel Nash,
Mario Morris. Era normal sentir a través de los barrotes el sempiterno latir de
las metrallas. El escalofrío que henchía la expresión desencajada de los reclutas. La prontitud, con que apuntaban los metálicos y
mortales armamentos, más que peligrosos, en aquellas inseguras,
temblorosas manos. Con bala pasada y con
puños cansados se situaban en los pasillos de la cárcel, dirigiendo el
titilante apuntar hacia las cabezas de los allí encerrados: vigilantes, evasivos.
Cuando los vigías comenzaban a ser vencidos por el sueño onírico –del sueño,
sutilmente eran despertados. Un movimiento brusco en esas coyunturas podía
percutar innecesariamente el parangón apocalíptico y regar con su pólvora
cilíndrica la estadía no deseada.
Las celdas no cubrían las más sentidas necesidades. Espacios que
fueron construidos para un determinado número de personas eran ocupados por un
indeterminado número de prisioneros. Una catacumba –celda de aislamiento-‐, para tiempos juicios, por su solo hecho de aislamiento, de individualidad, eran
ocupados por 14 ó 17 personas. Todas las celdas en cuestión sobrepoblaban la
capacidad per cápita habitacional. El hacinamiento, una finalidad rústica a
toda prueba: hacer más inllevadera e inscontante la situación de los
prisioneros políticos. El hambre, otra rústica finalidad a toda prueba. El
sentimiento tanto como el pensamiento debían ser arteramente aplacados en su
equilibrio racional. Buscando la disfuncionalidad emotiva. Creando el miedo y
el temor como ejes argumentales a sus patéticos fines de exterminio.
El régimen carcelario era más carcelario que régimen. A las 7:30
horas – aproximadamente-‐ comenzaba
con el desayuno. Consistía éste en una taza de té, con un pan. Se disponía de cinco minutos. Minutos que tenían que
ser ocupados en: hacer las necesidades fisiológicas o lavarse o desayunarse. No
era sorprendente por lo tanto, ver en los silvestres excusados a Compañeros
haciendo sus necesidades, tomándose el té y guardándose el pan, cuales avezados
malabaristas de circos. Mientras otros esperaban su oportunidad para hacer sus
necesidades, tomarse el té, guardarse el pan cuales malabaristas de circos. Nos
sacaban por celdas. De a pocos por vez. No se podía tener trato alguno con la
oficialidad ni con las clases ni con los soldados conscriptos, so pena de
arriesgar durísimos castigos, si se sorprendían desobedeciendo las burdas
reglamentaciones. A las 16:30 horas aproximadamente, también el almuerzo: un
plato de granos (porotos, garbanzos, lentejas), un pan y una taza de té, y la
misma espera para la necesidad insatisfecha; esa misma sensación de hambre; la
misma entronización de la problemática de estitiquez, etc.
Las celdas, no las catacumbas, tenían pintadas sus paredes de
blanco. Los barrotes, ventanas, puertas y cornisas, de rojo. Medían casi tantos
metros de largo por casi otros tantos metros de ancho y allí dormíamos,
soñábamos, nos ilusionábamos. Allí languidecíamos en pos de la inseñera
libertad. Y de allí salíamos a los interrogatorios.
Las celdas no conocían de horarios, para ellas las horas no tenían
ni distinción social, ni distinción racial, ni distinción sexual. Para ellas
todas las horas tenían el mismo formato de uso horario. A cada instante
entraban y sacaban Compañeros. Torturados unos, sangrantes los otros, golpeados
los más. Muchos salieron también para no regresar jamás. Fue en uno de esos
escabrosos días que unos sonidos de ponzoñosas metralletas, fusiles y
cañones, despiertan a
las celdas. De
todos los ángulos
se escuchaban los tableteos.
Refulgurantes, intempestivos. Tras de los cerros. Tras de las
celdas. Desde la azotea, como relámpagos de nieve. La cárcel se llenó de
intemperie, de humedad, de pólvora. Era enfermante el estiercolizado fluir que resoplaba.
Ensordecedor. Paralizante. Se sentía congruente el temor. ¿Por qué no?, era un
temor alterado. Tenemos a veces lo novedoso
y eso era en realidad, lo novedoso. Electrizante. Enajenante. Hubiese o
no pretendido algo con eso, se logró. Si se buscaba entorpecer la moral,
también se logró. Fue un sonido perplejo, inmusical, envuelto en enjambres de
balas y de morteros. ¿Cuánto tiempo fue aquello? No lo se. Estábamos como
alejados apegados al piso. Esperando que terminara aquella infernal cacería de
brujas, de pesadillas depresivas.
Al cabo, llegaría Larrían –Ramón Larraín Larraín, Comandante del
Campo de Concentración de Pisagua-‐, enquistado en
su uniforme de campaña épica, enyataganado, adosado a sus oscuros lentes de
dogmatismo absoluto:
-‐ ¡Lo tuvimos que hacer. No quisieron escuchar la señal de
advertencia, señores. Dimos en el blanco, como buenos soldados de la patria que
somos. Salieron disparados por los aires. Ahí, en el mar, quedan restos
todavía. Y si algunos de ustedes intenta fugarse tendría el mismo castigo que
esos dos pescadores que no quisieron obedecer la voz de alto. Esta es una
advertencia, señores. Pisagua es una zona militarizada y nadie, óiganme bien, na-‐di-‐e entra o sale de Pisagua sin mi autorización.
Ya están advertidos, señores!
Era la carta de presentación del Comandante Larraín. Y fue también
que desde estas trifásicas celdas oímos la eyaculante oratoria del General –
Intendente Carlos Forestier, que vimos la magnificencia de su gesticulación.
Estaba de espaldas a nosotros. Inicióse en su introducción oral con
la parsimonia del buen militar. Pausado. Controlado. Con carácter. De pronto,
la metamorfosis. De albino se revino en escarlata. Incontrolado.
Esquizofrénico. Cada vez se hacían más notorias y venéreas la venas de su
yugular. Hinchadas, inyectadas de oligarquía. Salpicábale un líquido blanco de
su boca. Golpeaba con su puño cianúrico los maderos de la estación: los
sostenes que le servían de tribuna.
-‐ …¡Por eso señores, el que ha hecho maldades tiene que pagar. El que
no ha hecho nada, nada tiene que temer…!, y se reforzaban con más agudeza el
color anguinal de su corteza y la blanquidez de su jugo labial.
¡El que ha hecho algo tiene que pagar!, repetía como intervalo de
madrugada. Y como nadie había hecho nada, un sentimiento de sana ingenuidad
aligeró entonces la pobredumbre del lugar. Nada había que temer, lo había dicho
el señor General. Lo había dicho desde el descanso de un segundo piso, de una cárcel
engomada de charreteras, acompañado por una comitiva de generales que venían en
busca de los dos cubanos, de Torrados y de Battle.
-‐ General: ¡Ustedes, qué son!
-‐ Torrados: ¡Cubanos mi General!
-‐ General: ¡Qué trabajos realizaban!
-‐ Torrados: ¡Formábamos parte de una delegación de trabajo, en apoyo
al deporte. Un convenio entre el
gobierno del Presidente Salvador Allende, con el Gobierno Socialista, presidido
por mi Comandante Fidel Castro Ruz!
-‐ General: ¡Aquí no existe ningún Fidel Castro!
-‐ Torrados: ¡Para usted no existirá ningún Fidel Castro. Para mí,
Compañero, si existe un Fidel Castro:
¡Mi Comandante Fidel Castro Ruz, Padre de nuestra segunda Independencia!
-‐ General:
¡Eso es mentira!...¡Esas son
mentiras!. Ustedes estaban preparando escuelas de
guerrillas. Ustedes eran los jefes de muchos de estos prisioneros!
-‐ Torrados: ¡Esa es su posición. Yo tengo
otra. Estábamos organizando y orientando al deporte en su conjunto!
-‐ General:
¡Serán llevados fuera
de aquí. Serán
entregados a una embajada en la
capital para que sean trasladados a su país!
-‐ Torrados:
¡Muy agradecidos!. ¡Desde
ahora encomendamos nuestras
vidas a nuestro Comandante Fidel Castro Ruz y
a nuestra Revolución!
Nunca he sabido la suerte corrida por esos dos internacionalistas
cubanos. De los mutuales Compañeros, que
pusieron su talento capacitorio e intelecto socializante en pro de una causa
justa, al servicio de la vanagloriedad humildante.
Torturas y golpes (una práctica cotidiana)
En otro orden de cosas, una de las funestas entretenciones que
tenían los oficiales era la de apartar prisioneros, quienes eran golpeados por
pequeñeces, por nimiedades para hacer más mutantes y dulzonas sus sibilinas
noches de exterminios. Alguien en conocer muy de cerca la sibilinidad nocturna
fue Omar Camacho, ex administrador de la Empresa Pesquera Tarapacá. Lo
apartaron tipo 22:00 horas, llevándolo a un costado de la cárcel a experimentar
su sibilinaje martirio. En la quietud de este peligro entrañado se escuchaban
las nitideces de los golpes recibidos, la sonoridad de los golpes dados:
-‐ ¿Cuántos tarros de conserva producían?
-‐ …, mi teniente.
-‐ ¿Cómo sabes que soy un teniente?
-‐ Por los grados, señor.
-‐ ¿Cuánto pesa cada tarro?
-‐ …gramos, mi teniente.
-‐ ¡Otra vez con la del teniente, hueón!
Se produce nuevamente la sibilinosa quietud. Con golpes, golpes y
con más golpes respondía entonces la sonoridad. Cada vez más receptibles. Cada
vez más auditibles. Con quejidos, quejidos, y con más quejidos se exteriorizaba
entonces la melodía del dolor.
-‐ ¿Y por qué no le echaban más pescados a los tarros para aumentar la producción?
-‐ ¿Acaso no eran ustedes los príncipes de la sobre producción?
-‐ No se podía mi teniente.
-‐ ¡Vai a seguir con la del teniente, hueón!. ¡Y por qué no se podía, a
ver, dime!
-‐ Las máquinas están equilibradas para un peso determinado, señor.
-‐ ¡Ah!, con que están equilibradas, hueón. ¡Ah!. Toma. Toma para que
las equilibrís.
Y los golpes sucesivos se sucedían en la corpulencia del ex
administrador. El teniente golpeó hasta que su cansancio afloró. Hasta que el
aburrimiento devino en rutina. Luego otros: Hurtado, Andrés Daniels.
Aterradoras noches esas de la sibilinidad reinante. Espinudas, escarmentosas la
sinfonía del redondel carcelario. Asfixiante y
expositora.
Lo de Andrés Carlo, fue un motivo que motivara a la insania
infantil, que horadaba la brutalidad del entorno. Noche a noche era fieramente
maltratado por los tenientes García y Abarzúa. Andrés Carlo, militante de las
Juventudes Comunistas, hijo de un sub-‐oficial
del regimiento Carampangue, responsable del funcionamiento del Casino de
Oficiales, muy estimado por éstos. En una de las tantas operaciones que hacían
para detectar posibles implementos, que permitieran coordinar una pretenciosa
fuga, comenzaron las inconfundibles interpelaciones:
-‐ ¿Cómo te llamas?
-‐ ¿De dónde eres?
-‐ ¿De qué se te acusa?.
-‐ ¿Y vos moreno, cómo te llamai?
-‐ Andrés Carlo, mi teniente.
-‐ ¿Eres
tu el hijo de mi sub-‐oficial?
-‐ Si, mi teniente.
-‐ ¡Conque tu eres el culpable de que hayan dado de baja a mi sub-‐oficial!
…, ante la nula respuesta tuvieron lo suficiente. Encontraron lo que
buscaban. Siguieron con la revisión subliminal, visual por el interior del
recinto. Tranquilos. Muy competentes. Ya por la noche, lo llaman. Permanecían
al pie de la escalera. El Compañero estaba ubicado en un segundo piso. Llegando
donde están ellos es recibido por un puntapié.
-‐ ¡Sube la escalera, hueón!... Así, así…, y los oficiales avasallando,
pateando: muslos, cabeza, genitales. La escena se prolongaba por una hora o
quizás más. Después, es devuelto nuevamente a su celda.
-‐
Al otro día a
las 22:00 horas. Otra vez ellos. Al pie de la escalera. Esperando, llamando,
ordenando:
-‐ Ese Andrés Carlo que baje!, haciéndolo nuevamente el Compañero,
siendo derribado por otro puntapié a los
testículos, escuchándose un ¡ay!, lastimero y ahogado. Ya no se conforman con
pegarle en el suelo, ¡NO!. Ahora lo lanzan de un segundo piso, peldaños abajo.
En el intertanto Abarzúa, lo espera con sus botas listas para actuar en la faz
de ese rostro moreno, motejudo, de facciones altiplánicas. La golpiza era
complementada y teatralizada con plegarias satánicas. Insultantes.
Garabateantes. Lo más sutil que le decían.
-‐ ¡Vende patria!...¡Traidor!...¡Concha de tu madre!.
Le hacían
contar, y contaba en inglés.
-‐ ¿Cómo?...¡A ver deletréamelo!.
-‐ Efe, i, uve, e…
-‐ ¡Eso me gustó!, con la uve…¡Recibe tu premio, ¡hueón!, y otro puntapié
al fantasma biológico que en
irrigaciones de calenturias crece y crece; y, otro golpe a su caribeño rostro.
Los prisioneros no tan observantes, pues, no teníamos acceso al
mirar, atinábamos solamente a escurrir la cera auditiva. No cabíamos en
nuestros propios cuerpos por el asombro de la barbarie que subsistía.
Impotentes. No sintonizábamos de insuficientes. Intimidados. Temíamos que en
cualquier momento fuera nuestro turno, más, nadie estaba dispuesto a vivenciar las vivencias
que se exprimían en los sentimientos y en los padecimientos del Compañero.
A la hora del desayuno podíamos observar su rostro amoratado,
desfigurado por la fiereza. Pero también observábamos una voluntad de valentía,
casi como un gesto de insubordinación, diría yo. Solidarizábamos con él y
recibíamos la reciprocidad del entendimiento. La gratitud, a través de sus
aquietados ojos. Una mirada bastaba para
decir miles de cosas. Para diferenciar una rabia de rico, de una justeza
de pobre o justicialidad de marginados. Para diferenciar la solidaridad de la
buena intención con la ira desprendida de un holocausto mal parido. Se estaba
llegando al límite de la degradación. Se estaba formando una aureola de espanto
ya a esos niveles del encierro. Implorábamos que el día se detuviera y no
avanzara la noche. Sabíamos que llegarían ellos. Sabíamos que bajaría a la
jungla nuevamente… Las 20:00 horas, puntuales. Prusianos al fin y al cabo. Al
pie de la escalera –maldita escalera-‐ mil veces maldita.
-‐ A ver ese Andrés Carlo, gritaba el teniente García… ¡Estai listo?...
-‐ ¡Si, mi teniente!.
-‐ ¡Baja entonces!.
-‐ ¡Yaaah, sapitos comenzaaaar…, pero el Compañero ya estaba prevenido.
Lo sufriría estoicamente. Le habían
dicho que apenas recibiera golpes se hiciera el desmayado. Y así lo hizo
efectivamente, pero para eso faltaba:
-‐ ¡Sube!...
-‐ ¡Baja!...
-‐ ¡Flexionar brazos!...
Desde el tercer piso lo lanza escaleras abajo, podíamos sentir los
rebotes de su cuerpo por los escalones en su solitaria caída. Más, no se
levantará… ¡Para qué?... ¿Para seguir siendo torturado?... El masoquismo
revolucionario no existía para ese tipo de acciones en esas terroríficas
latitudes… Permanece en el suelo recibiendo los bien lustrados puntapieses,
esas violentaciones lanzadas a la masa inerte que era el Compañero, recibiendo
el afiebramiento de los tenientes.
Podríamos percibir de nuestra pontificada pestilencia el olor
perfumante de los oficiales, la
pulcritud de sus contorsiones; la expansión boreal del Compañero. A la cuarta
noche, como que la prevaricación se convierte en rutina y la rutina en cartomancia:
¡Bajar gradas!... ¡Subir gradas!... ¡Estampar la trepidación del coraje en las
barandas… Ellos, esperando al pie de la escala. Uniformes puntapiés que
ingerminan el adormecimiento de la conciencia proletaria… Rellanos que son
sacudidos por la efervescencia del momento…
¡Trepar gradas!... ¡Bajar gradas!... ¡Sesgar al pensamiento!... El
piso que cubre y que recubre con su ruborosidad a la militancia semejante.
… y, el
desvario ciertamente, que llega en la voz del teniente García:
-‐ ¡Conque te estai haciendo el desmayao?... Patadas van.
-‐ ¡Ah, conque seguís haciéndote el desmayaito, eh?. Patadas vienen.
-‐ Parece que estai desmayao de veras, concha de tu madre!... Patadas
van y vienen.
Abarzúa
reacciona:
-‐ ¡Está desmayado de veras!... ¡La cagaste!.
-‐ ¡Si se está haciendo…Mira cómo se rie!... ¿No es cierto que te estai riendo?
García continúa golpeándolo, a tal grado, que el oficial boina verde
de alta montaña – Abarzúa-‐ comienza a
discutirle su disconformidad al oficial boina negra -‐García-‐ y
abandona la cárcel… Andrés Carlo es trasladado, entonces, a su celda…Los
ojos del teniente García, refractan la sanguinariedad en el destello de su
mirada. Una obsesión que enrabiaba a la iracunda rabia inmortalizada el
salvajismo de su sin razón. Sería esa la última noche de nebulosidad peldañera.
La faz desparramada del Compañero luciría inconquistable, radiante ante
nosotros. Ese recelo marítimo languidecería azulinamente por la inercia del
tiempo. Con todo y por todo, Andrés Carlo, joven militante de las Juventudes
Comunistas, hijo de un sub-‐oficial del regimiento Carampangue, habíase ganado
el aprecio y el respeto de aquellos que vivieron la amarga experiencia de la
consolidación de un campo de prisioneros y de exterminio, como lo fue el
Pisagua. Abarzúa, reconocería más tarde la hidalguía del Compañero. Lo
rescatable de esta filibustera golpiza, irreflexiva a veces, reflexiva otras;
aturdidora, degradante, que tuvo ribetes enriquecedores para la posterioridad
consecuente y militante de la conciencia proletaria.
La muerte
llega a Pisagua
Una mañana, aquella, esa, la que amaneció de una manera más que
compleja con relación a las anteriores, llegaron el comandante Larraín, el
capitán Benavides y los tenientes Contador, Figueroa y Ampuero. Traían sus
manos documentadas con papeles de archivos. Tomando diferentes posiciones al
interior de la ermita afrijolada –la
cárcel-‐. Los tenientes Contador y Ampuero, en el
tercer piso; Figueroa en el segundo, con el capitán vociferaron y nacionalista
Benavides, dirigidos desde la planta baja por Ramón Larraín. Comienzan a leer
de una lista, nombres y más nombres, la orden
era:
-‐ ¡En la medida que sean nombrados, un paso al frente los primer piso…
Los del segundo y tercer piso, decir “Presentes mi Comandante y deben
mostrarse!”… Ya leida y contestada necrófila lista, Larraín pide seis
voluntarios para ir a pintar el frontis carcelario. Era una mañana más que
compleja. Mucho más diferente que las
anteriores. Era una mañana de marchita longitud, senil y blasfemante; y, serían
las 8:30 horas, durante el desayuno, de esa mañana del 29 de septiembre de
1973.
El “Chico” Lizardi, socialista, permanecía en la reja misma. A
centímetros del comandante, ofreciéndose para el trabajo. Insistía tanto el
“Chico”, que es regañado por Larraín, haciéndolo callar de mala forma, como un
buen militar solamente lo sabe hacer. Escogidos los pintores, toman sus broches
y sus tarros de pintura y felices salen al irisamiento fronteril. Por un
momento se olvidarían del encierro, de las dianas y de las anquilosaciones.
-‐ ¡Ahora!..., dice Larraín… ¡Necesito seis voluntarios para los
“Pilotes”… Y los ofrecimientos se ofrecen a raudales. Varios Compañeros,
demasiados, ofrécense para el ofrecimiento. Por la regañadura anterior, Luis
Lizardi, no manifiesta deseos alguno de incrementar sus ansias voluntaristas.
En esta tramada circunstancia a los seis para los “Pilotes” no fueron tan
voluntariamente llevados, fueron más bien voluntariamente voluntariados. Fueron
escogidos no al azar, sino que fueron reciclados al ojímetro y con dedal.
Larraín le pregunta a Contador:
-‐ ¡Teniente, cuál es su preferido?...
-‐ ¡Este mi comandante!, apuntando a Norberto Cañas… Norberto
Cañas, encontrábase mal de salud. Antes
del golpe militar había sido intervenido quirúrgicamente. Una intervención a la
hernia para ser más preciso, por lo que su ánimo era de los peores. Angel
Prieto, “ferista” (del Frente de Estudiantes Revolucionarios) en ese entonces,
trata de explicar el malestar del Compañero, intencionalmente escogido,
ofreciéndose él para ocupar su lugar. El teniente siempre insistente, insiste
que Cañas debe ser el hombre. Cañas era su hombre. Cañas debería ser su hombre.
El nombre del hombre que tuvo que memorizar horas. Aquel, el poseedor de un
puesto de enorme importancia dentro del Partido donde militaba. Angel Prieto,
abogó y abogó y por más que abogaba, sus abogacías se iban a estrellar contra
la bien cimentada estructuración mental y militarizante del elector.
La rueda del infortunado complacía
la estratagema de la inspiración
mal
intencionada. La parca suerte; la parca sonrisa de la suerte infortunada estaba
echada para el Compañero en esa mañana de longitudinal marchitez.
-‐ ¡…Y teniente Ampuero a quién eligió usted?... Larraín, dirigiéndose
a uno de sus subordinados. Ampuero, sentenció entonces, a Marcelo Guzmán
Fuentes, también del Partido Socialista.
Marcelo se encontraba solo en un rincón de la celda. Medio
abstraído, medio pensativo en la soledad
de sus meditaciones. Marcelo al igual que Cañas, no estaba dispuesto al
voluntarismo. No hizo acoso de pararse. Siguió sentado contemplando su congoja.
Los barrotes de las ventanas se ven atraídos por las aceptaciones al reemplazo,
en vista de lo cual, Ampuero hace a un lado a los camaradas de prisión que
interceden por Guzmán, sobre todo a Oscar Varela Barbagelata –buzo, hombre
rana, amante de la exploración andina y arqueológica, quien a su vez asume una
actitud parecida a la de Angel Prieto, sin importarle al oficial de carrera que
aquellos si estaban interesados en el trabajo voluntario. El sino del Compañero
quedaba sellado canallísticamente por este profesional de las milicias
institucionalizadas. Había elegido a quien no deseaba ser elegido, a aquel que
optaba por la soledad de su silencio, por la meditación de su abstraimiento.
Es Figueroa, ese gigantón del parche rojo, el censor para los
prisioneros políticos traídos desde Valparaiso en el mercante “Maipo”, de la
agencia Sud-‐americana de Vapores. Designa a dos ex infantes de
marina, enrolados al DIA –investigadores aduaneros al igual que Mario Morris Berríos-‐: Juan Calderón Villalón y Juan
Jiménez Vidal, de entre casi 300.
Leyendo para el caso, a no más de 20. Dos “Pilotes”, dos estacadas, acelerarían
sorprendentemente el exterminio de estas dos porteñas inteligencias, de estas
dos torpederas porteñosas designadas por filosofías arcilladas de fascismo: el
azar preconcebido de la deliberación.
-‐ ¡El suyo, capitán Benavides, ¿cuál es?, inquiere sarcástico y siempre
irónico, Larraín.
-‐ ¡Mitchel Nash, mi comandante!.
Mitchel Nash Sáez, de las Juventudes Comunistas, para el 11 de
septiembre se encontraba realizando su servicio militar obligatorio. La causa
de su detención se debió a unas preguntas que le hicieron los Servicios de
Seguridad:
-‐ ¿Serías capaz de matar comunistas?... ¿Los matarías en caso de
enfrentamiento?...
-‐ ¡No… Yo no mato a mi pueblo!, contestó secamente, y de esta
sequedad, de esta conciencia de clase, y de esta sensibilidad social, emergería
posteriormente la supina pasión por la irracionalidad. Nace su arresto como
consigna de un nacionalismo mal proyectado. Infinitamente mal interpretado.
Otro “Pilote” presto estaría. Otro “Pilote”, enhiesto a la pilotez se prestaría
para la extinción de la madurez política en la sequedad de la exclamación
pisaguina.
-‐ ¡Falta el suyo, mi comandante!..., grita el oficial vociferón y
nacionalista. Y Larraín, disfrazado por sus oscuros lentes,
parsimoniosamente por debajo
de su gorra de
guerrero sin guerra; por encima de su fetiche de marinero, indica
con su índice indicador al “Chico” Lizardi, ya con la esperanza a medio
terminar perdida la oportunidad de esperanzar sus esperanzas; permanecía aun
intermitente en la permanencia de la reja, a un costado del militar:
-‐ ¡Tú!...¡Tu!, chico
que tanto gueviai, irás a uno de los “Pilotes”.
Consumada la elección, váyanse los Compañeros imaginándose no se qué
de cosas. Con esa certeza de incertidumbre rifada. Existía entre nosotros la
ambivalente sensación de una irregularidad ambiental; de un fenómeno de extraña
naturaleza; de un calvario, en la consecusión de un determinado destino.
Sentíamos la gelidez de los sollozos en el canto de las sanguijuelas.
En realidad,
no estábamos muy distantes de las confusas aprehensiones.
-‐ ¡Bastardos… Desleales… Fueron unos hijos de perra. Tuvimos que
matarlos!, maldecía el capitán Benavides. ¡Faltaron a nuestra confianza… Con
nosotros no se juega, señores, sépanlo bien. Esos hijos de perra lo intentaron
y ahora están todos muertos. Trataron de fugarse… Tuvimos que matarlos!...,
repetía incansablemente el bigotudo capitán… ¡Fueron unos hijos de perra!...
¡Traidores!...
Días después,
Contador –el rubio oficial-‐ narraba
su jactancia:
-‐ Uno de ellos,
un comando de marina que corría en zig-‐zag cuando
estaba por llegar a los roqueríos, le apunto. Espero que intente lanzarse al
mar y le disparo. Le doy justo en esta parte de la nuca -‐tomándose con la mano izquierda, pues era zurdo-‐, cayendo sobre las rocas. Los allí
presentes, en esa tarde de almuerzo, quedamos como puzles a medias, sin
solución. Inalambricados en el tiempo y en el espacio. Nunca creimos que la
historia de los “Pilotes” se tejería así. Pensábamos a lo más, que todo era un
ardid. Una maraña de amedrentamiento y que los Compañeros habían sido llevados
a Iquique para ser interrogados. Ignorábamos también, que en noche anterior, en el neo Iquiquitar,
habíase producido un simulacro, una suerte de guerra de ciencia ficción al
regimiento Telecomunicaciones. Un ataque simulado donde encontró la muerte el
soldado recluta Pedro Prado; donde desaparecerían para siempre los Compañeros
Socialistas, Jorge Marín Rossel y Williams Millar Sanhueza. Ese simulacro lo
ignorábamos nosotros allá en Pisagua, en verdad lo ignorábamos.
Pensábamos que esa maraña de amedrentamiento se desenmascararía con
la llegada de los Compañeros de Iquique, y que serían recibidos tal cual, eran
recibidos los enmudados grupos que llegaban al puerto de Pisagua: con la
intensificación de los malos tratos. Con la grotedad de las maldiciones. Que
serían recibidos a golpes de culatazos, tal cual eran recibidos los prisioneros
del Campo de Concentración de Exterminio.
Los recibimientos eran brutales, grotescos, sin misericordia. Los
Compañeros se convertían en unas verdaderas orquetas humanas. Con sus bocas
araban la languidez de la terrosidad pisaguina. Mermaban esa tierra con sus
ansias rellenas de signos de interrogación. Estrangulaban las fluideces de la
sanguinidad bajo el sol ardiente y supural. Perentorio, bronquial y tormentoso.
Sin comprender nada de nada recepcionaban las botas de los oficiales en sus
confinados rostros. La de las clases, en sus deportadas costillas. Hacíanse de
ellos, fantasiosas alfombras humanas. Tendidos, muy unidos entre sí, casi entrelazándose daban a lo lejos la
impresión de huellas de carreteras recién asfaltadas. Se corría sobre ellos.
Aligerábanse las metralletas y los fusiles por sobre sus agrietadas cabezas.
Desparramábase el líquido rojo que brotaba de sus heridas. Y, allí, permanecían
los Compañeros: insolventes, desnudos… Albañiles, soldadores, médicos,
profesores, pescadores, empleados, estudiantes -‐sus profesiones-‐… Alianzinos, victorianos, iquiqueños -‐sus gentilicios-‐… Jóvenes,
viejos, más viejos -‐según, el
accidente del tiempo-‐…
Nos impresionaban de veras esos bestiales recibimientos. Habíanse
cambiado hacía montones de días las reglas del juego. Nosotros, por ser los más
antiguos, teníamos un trato “especial”, con más condescendencia -‐si así podía llamársele-‐, más deferente. Cuando por algún u otro motivo se
necesitaba de nuestra ayuda -‐deber, para
ellos-‐, se nos llamaba.
-‐ ¡A ver esos regalones, acato!...,-‐
por eso de ir creando una rivalidad entre prisioneros por un mismo
delito -‐aunque en este caso hayan
sido políticos-‐. Rivalidad
imperentoria que tuvo visos de inexistente, por cuanto, ese enroque corto no
dio resultado alguno. El compañerismo se hizo entonces más elocuente, más
gramatical, más fluido.
Toda esa mañana, por días, los tenían en ese estado de dilatación y
de contracción tortuosa: comprimiéndolos, enseñoreándolos, mustiándolos. Ya al
término de las infaustas jornadas, los hacían entrar a la cárcel -‐pues, la mustiandad se hacía fuera de ella-‐ a punto y codo, arrastrándoles como
famélicos ciempiés. Lamiendo, vomitando tierra… Lamiendo, besando botas.
Cristalizando con sus cuerpos ese cemento paranoico. Nadie escapaba del maligno
trato. Ni aquellos que habían pasado de los 60 ni de los 40 ni mucho menos de
los 20. La brutalidad era comunicante: ¡La ley pareja es dura!, decían y la
hacían cumplir y sentir, y de qué manera: Un Compañero -‐que no recuerdo su apellido en estos momentos-‐ con más de 60 años de edad, después de padecer todo ese andamiaje de insultos y
atropellos y mientras va subiendo la escalera y llegando ya al descanso del
segundo piso, es sorprendido por un invaginal culetazo, rodando
ancianíticamente hacia el suelo. Cayendo pesadamente sobre su estertórea espina
dorsal. Luego, tendría que ser llevado al hospital de Iquique, en avión, para
su posterior tratamiento. ¡Cómo habría quedado de mal la militante senectud: La
ley era eso: ¡pareja y dura!...
Eran estas situaciones, incómodos padrones de macilencias que se
volvían latentes, borrascosas,
emergentes. Por la
originalidad de estos
tratamientos sentíamos la
transformación de nuestros temores, la transparencia de nuestros
terrores. Solíamos entristecernos de antemano al divisar la caravana que
llegaba empavonada de cerros. Esa caravana que traía en su cansino y mecánico
rutilar más prisioneros políticos. Rogábamos para que en esos camiones no
viniesen amigos, familiares. Sería entonces doblemente implacentero el sublime
sufrimiento. Sería trípticamente dolorosa esa tensa espera. Era la sustancial
evitación para que esas posibles identidades -‐metidas
ya en la idealización imaginaria-‐ no
labrasen con sus bocas las ensangrentadas semillas de Pisagua. No ensanchasen
con sus bocas las orugas inveteradas del jazmín.
Fue de ese modo que vimos llegar un jeep del ejército, de forma
rectangular con cinco personas en su interior. Cuatro eran integrantes del
movimiento juvenil, configurado en Argentina por Marcio Rodríguez, Silo, más el
hermano del Compañero Nelson González que estaba detenido junto a nosotros.
Distingo de entre el grupo a Bruno Ehremberg -‐líder
y hombre público del movimiento-‐. Lo distingo, además, por su brazo de
goma. Había leído unos artículos sobre esta
organización y había visto unas fotografías de él. Era conocida de sobra su
simbología. Pintadas en las murallas, mostraban un triángulo dentro de un
círculo. Eran jóvenes, rubios, de rasgos y colores pudientes. Encargados en
forma especial al canciller de las cosas hábiles: teniente Contador, por el
oficial castrense Larraín:
-‐ ¡Estos conchitas de su madre deben sentir la disciplina militar… Me
entiende usted, mi teniente!...
-‐ ¡Si, mi comandante!, está de más decir que nosotros también lo
entendimos así.
-‐ ¡Estos huevoncitos eran los que andaban drogando a la juventud para
que después nos cagaran a nosotros!... ¡No es cierto, Manco?, y dirigiéndose a
los prisioneros políticos gritó:
-‐ ¡Estos también son traidores, vende patria, igual que ustedes…
Escucharon bien!.
-‐ ¡Si mi comandante!, aludimos los aludidos.
-‐ ¡Y no quiero que nadie se acerque a estos huevones… No quisiera
sorprender a nadie ayudándoles… A usted
lo hago responsable, mi teniente!.
-‐ ¡Si, mi comandante!... y, con un saludo rutinario de disciplina
militar se despiden, mano en visera, haciendo sonar cual más cual menos, sus
tacos. Proyectándose una fisonomía de cual más cual menos, en la esfinge
homónima de Hitler.
Por la tarde, los cuatro siloistas y el hermano del Compañero
González conocerían de la observancia, de la furia militar. De esa jerarquía
dinosáurica tan atentamente obedecida por Contador.
A Bruno lo mandaba a zigzaguear febrilmente tendido por la canchita
de tierra que estaba situada enfrente de la mazmorra carceril. Los demás eran
ordenados a subir un piqueteado cerro. Alternábase los gritos disciplinantes,
con golpes, con mofas, con abominación. Buscando siempre las partes más
sensibles del cuerpo, principalmente rostros y testículos. Después se
invertirían los papeles. Ahora era Bruno, que sin su mano de goma debía subir
reptando la pedregosidad del cerro. Insultado. Vejado. Incapacitado para
hacerlo.
Por ciento ochenta minutos los tenían encumbrándose por las laderas
del torturador cerro. Sucios de juermas, molestos. Sucumbiendo,
desarticulándose, buscando sus anatomías por los excrementos disolventes del
lugar:
-‐ ¡Si, mi comandante… Conocerán la disciplina militar!...
-‐ ¡Si, mi comandante… Conocerán la…!.
-‐ ¡Si, mi comandanteeeeeeeeee!.
Un adiós y un mensaje.
(la muerte de Freddy y
los otros)
Estaba absorto,
como
casi
prendido
a
las
pupilas
de
este
enervante
y
despótico
¿exorcismo?. Cuando desde las profundidades de estas mismas
absorciones, irrumpen ciertos recuerdos, que renacen por la incertidumbre del
martirio siloista. Se ven invadidos por las invocaciones de un lejano llamado
lejanamente lejano. El nombre y mis apellidos genealógicos renacen ciertamente
como fulguraciones centelleantes, de pronto:
-‐ ¡Héctor
Taberna Gallegos!... ¿Dónde
está?... ¡En cuál
de las celdas!... y, las imágenes renacen entonces,
tangibles, tangenciales.
-‐ ¡Aquí, en el tercer piso!, contesto.
Fue en eso que
Villaseñor -‐el gendarme-‐ me abre la puerta de la celda.
-‐ ¡Baje!..., grita Larraín… ¡Su hermano quiere conversar con usted!...
Rápidamente bajo las escaleras, con fuerza de cíclope enjaulado. Era
tanta la prisa que no tomé dimensión de ella ni del peligro que constituía todo
aquello. Días antes, con mucha mayor lentitud y en condiciones de vida mucho
más amenas, me resbalo y comienzo a caer peldaño por peldaño, como si estuviera
cayendo por un aceitado tobogán. Y durante esa noche la bajada fue tan normal
que en rigor a la verdad no supe como llegué donde estaba el comodoro de la
muerte.
-‐ ¡Se va despedir de su hermano… El pidió hablar con usted!...
Al verlo, lo primero que hice fue de inercia, me lancé a sus brazos
y lloré, lloré desconsoladamente en sus brazos. Como niño. Lo amaba tanto -‐y lo sigo amando aun-‐. Tanto como solo los hermanos menores sabemos amar a los
hermanos mayores cuando éstos, sí que han sabido merecerse nuestros cariños. Lo
amaba tanto. Desde siempre él supo ganarse mi cariño, como también yo me había
ganado el de él. Supongo…
-‐ Tranquilo… ¡Trata de tranquilizarte!... pero, en esas condiciones era muy difícil hacerlo, sobre todo por el
desenlace que vendría a posterior.
Me acariciaba
el pelo diciéndome:
-‐ Amo tanto a mi esposa, pobrecita… Dile que cuide a los niños.
Me abrazaba…
Me seguía acariciando el cabello.
-‐ Que se cuide, los amo tanto.
-‐ ¿A que hora fusilaron a los Compañeros Valencia, Córdova, al Tito
Lizardi, a Mario Morris, al abogado Julio Cabezas? Me consulta.
-‐ ¿Cómo?, le pregunto asombrado.
-‐ Que no lo sabes, me responde.
-‐ No. No se. Los llevaron a Iquique para ser interrogados, le digo
anonadado.
-‐ ¿A interrogarlos?... Los fusilaron, por eso te pregunto la hora.
A esas
alturas de las circunstancias ya me sentía más relajado, podía controlarme y le
pregunto inocentemente.
-‐ ¿Es cierto de lo que te acusan?... (Traición a la Patria… Infracción
a la Ley de Control y Armas… Infracción
a la Ley de Seguridad del Estado… Preparación de ataques a Unidades de las
Fuerzas Armadas. Planificación de asesinatos a oficiales de las Fuerzas Armadas
y civiles opositores al Gobierno de la Unidad Popular…).
-‐ ¡Mentira!.
-‐ ¿Lo que son las cosas?… Con decir, que cuando llegábamos, estuve
aquí, en esta celda.
-‐ ¡Si, lo se!... Y muestra con su dedo mi nombre escrito en la pared,
como una señal de recuerdo a mi estadía
en Pisagua.
¿Cuántos
sentimientos?... ¿Emociones?, desfilaron ante él durante su aislamiento… Cuando
lo de su fusilamiento… ¿Cuántos recuerdos al leer mi nombre en esa pared?.
-‐ ¡Mañana está de cumpleaños
la Nena! -‐nuestra fallecida madre-‐. ¡Imagínate cuando lo sepa!. ¡Con tal que estos
desgraciados me maten sin dolor!... ¿Te diste cuenta que fueron ilusos los Compañeros?
En realidad
no me di cuenta, estaba como ido, apermasado de tiempo y de sonambulidades.
-‐ ¡Tú debes estar tranquilo… No hagas nada… No trates de hacer nada,
por lo menos en cinco años… Dile a los Compañeros que sigan en la lucha!...
mientras me ponía su reloj japonés de marca Seyko, en una de mis muñecas, la
izquierda… Alzó la vista y me fijo bien… Veo su rostro lleno de cicatrices, las
cuales demostraban muy bien las huellas de las bestiales torturas a la que fue
sometido… Lo veo tan sereno… Tan seguro de si mismo, que no se si la muerte es
vida o la vida es muerte.
Pensé, que
siempre se preparó para un momento como el que estaba viviendo… Fue un hombre lleno
de principios y de convicciones… Fue un hombre
que vivió de acuerdo a
ellos y por ellos ahora moriría. Recordé que la Jinny, mi cuñada, su
esposa, me dijo en una oportunidad:
-‐ Los marxistas están
condenados a no
ser nunca felices… ¿Premonición?...
¿Profecía?. Todo aquello… No lo sé, pero lo cierto que esos momentos
incuestionables. Su suerte estaba echada… ¡Los marxistas, por lo general, no
serán jamás felices… Jamás!, repetía mi instinto conservador de vida.
-‐ ¡Tú me lanzaste estos paquetes de cigarrillos y estos chicles!.
-‐ ¡Sí!, me llegaron hoy.
Me los entrega nuevamente y éstos se convertirían a partir de ahí,
en mi tesoro de guerra. Eran mis amuletos. No lo usé. Los guardé como una
presencia viva de él, por cuanto, cada vez que me sentía frustrado,
reflexionaba en torno a ellos y una candidez mágica se apoderaba entonces de
mí, después.
Recuerdo su saco de dormir en la esquina de la celda. Su poncho con
ligeras figuras incaicas, tendido a lo largo del suelo. Una concha de loco que
hacía las veces de cencerro, se retorcía intranquila, pretoriana. Insumos de
cigarrillos en su interior, como celosos testigos de lo que sucedía y estaba
por suceder… Su chaqueta de lanilla de cuadrillé… su camisa con tersuras café,
también las recuerdo.
Lo que más me impresionó fue la entereza que anegó la ferocidad indomable,
inclaudicable el temperamento de su tranquilidad. La tranquilidad innata de su
idealismo. Esa conciencia de la muerte que despedían sus palabras por saberse
depositario de la verdad. Aquella verdad asesina de hombres y de mujeres: la
transformación de la lucha para la transformación de las sociedades
marginantes, excluyentes, explotadoras de los recursos humanos. Esa verdad
emancipadora de Socialismo.
Fue una entereza placentera, imitativa al verle, la que marcará los
días de mi plenitud por el resto que me queda de universalidad. Pienso que supo
encontrar las pausas. Supo llegar a mí en esos momentos difíciles. Encontró las
palabras exactas para el momento adecuado:
-‐ No tienes que llorar querido hermano… No le demos a los milicos la
oportunidad de vernos derrotados. Hemos
sido vencidos, es cierto; pero, es solo una batalla. Y es ahora cuando hay que
tener más fuerza para reponernos de este revés. Por nuestros hijos, familiares
y por todos aquellos que confían en nosotros, tenemos que hacerlo. La guerra no
está perdida por el contrario, los que toman puestos serán mejores porque
tendrán la experiencia de esta tragedia que enluta la patria entera.
-‐ Es que…
-‐ ¡Quiero que me escuches…!. ¡No me interrumpas por favor!... Esta
será la última oportunidad en la que podamos conversar. Sé que sobrevivirás, y,
tu, tendrás una carga muy pesada que soportar… Ustedes los Prisioneros
Políticos tendrán mucho
que contar y enseñar a las nuevas generaciones. Debes tener la
convicción necesaria de ser cada vez mejor. Un líder debe demostrar en los
hechos y en las palabras que es un líder y que está preparado para conducir a
su pueblo en un proceso revolucionario… Estudiar. Estudiar. Estudiar es la
tarea inmediata… Debes mantener dentro de ti la llama libertaria que un día los
hará libres, a pesar de todos los
contratiempos que se presentarán… Eso lo sé, el fascismo actúa de esa manera…
¡Un buen revolucionario no puede claudicar!. Somos mejores y el tiempo nos dará
la verdad. Vamos a vencer, te lo aseguro… Recuerda lo que dijo el Chicho:
¡Otros hombres superarán este momento vil y amargo!, recuérdalo, no
lo olvides nunca… Cuando sientas a tus fuerzas flaquear recuerda a ese hombre
generoso y consecuente que nos dio a todos una gran lección de honor y
consecuencia. Piensa, que rodeado de
tanques y metrallas, bombardeado fue capaz de abrir un paréntesis de esperanza
al decir: “¡de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre
libre!”, no lo olvides, es una tarea para ustedes que nos tienen que
reemplazar. En nuestros germinar, pero estoy seguro que lo lograrán. Confiamos
en todos ustedes que sabrán mantener vivos nuestros ideales… Aliméntenlos,
cultívenlos y la patria será, lo que nosotros no pudimos hacer… Por eso no
debes llorar en esta hora difícil… Yo iré por todos los caminos por donde tu
vayas… Iré con mis hijos, con Nachito y la Daniela, inocentes víctimas de este
genocidio… Sé que tú siempre sabrás aconsejarlos como si fuera yo mismo… ¿Me
entendiste?... ¿Prometes dedicar tu vida a la causa del pueblo?... Cuando veas
a los Compañeros diles que deben ser fuertes para vencer esta crisis política…
Que deben demostrar ser los mejores en cualquier lugar donde se encuentren.
Continuando con la lucha nuestra muerte no será en vano. Por el contrario, en
cada lucha que se estaremos presentes y algún día podamos construir o
consolidar la Revolución Socialista, no lo olvides.
¡Cómo olvidarlo!, si esos minutos parecieron segundos. No supe cómo
había llegado el momento de la despedida. Fue un abrazo fuerte. Prolongado. De
amor. De calidez. Sin lágrimas. El último abrazo para una de las personas que
más admiraba y amaba: Freddy Marcelo -‐Mi Hermano-‐.
Luego, se hizo un silencio rancio. Un silencioso frio, que calaba
los huesos. Un silencio que precedía al escozor. Era el silencio de la muerte.
Envueltos en estos silencios; tirando la noche su manto de iniquidad, fue que
se escucharon desusados maullidos lacustres; estertores gatunos que
despabilábanse en estas serenatas felinas. Micifuz había osado penetrar el
territorio ocupado por Cuchito. Cuchito hacía defensa natural de la
sobrevivencia al territorio ya dominado. Micifuz y Cuchito arañándose en la
simpleza de la nocturnidad para seguir sobreviviendo en tan innobles
situaciones. Uno por supuesto que había vencido. ¿Tal vez, Micifuz? ¿Quizás?,
había dejado en esos maullidos, un
extempóreo polar; había dejado en ellos, almacenada su derrota… Luego,
nuevamente, el vacío del silencio progresivo y exacto.
Pensé: ¿Cómo habríanse entrometido esos alienantes maullidos por los
sin sabores de los Compañeros condenados?... ¿Cómo los nuestros?... ¿Acaso con
mayor claridad?... ¿Acaso con no tanta claridad?... Estábase marcando, sin
embargo, la cuenta regresiva… La esfumez
de la vida podía distinguirse flameando desde lo alto del mástil. Férrea,
inhumanitaria… Desquiciante, homérica… Qué pensé nuevamente: ¿Estará, por lo
pronto, el pelotón de fusileros allanando la apostrofía?... Esperando
fehacientemente arropado; celebrando la virtuosidade del triunfo; deshojando
margaritas?... ¿Estarían los hombrecillos, dispuestos en fila… Unos otros o
unos al lado del otro? ¡Cómo saberlo!, si estábamos en nuestras celdas
engalanados a las estrellas mirando las telarañas del cielo y estas telarañas,
entonces, se hicieron celestiales que sin darnos cuenta comenzó a plagiarse una
misa de despedida.
Los preparativos comenzaron muy temprano ese día 30 de octubre. El
cura Murillo, capellán del ejército, llega premunido de sus habitáculos
misales. Viene enhiesto a cumplir su oficio de buen pastor a su descarrilada
grey. Viene dispuesto. Su misión: darle la entera extremaunción. Confesarlos.
Recibir de los Compañeros las posibles líneas que pudiesen enviar a sus
familiares.
Freddy no escribe nada. Se rebela a escribir. Se imaginaba a su
amada esposa leyendo esos sentidos
sentimientos por el resto de sus días. Se la imaginaba resurreccionando esas
posibles bien hilvanadas líneas. Esas frases de amor concebido y de confesiones:
“…Salías un día del templo llorona cuando al pasar yo te vi. Hermoso huipil
llevabas llorona que la Virgen te creí…”. Por eso que no escribe nada. Se
rebeló a que su gran amor siguiera sufriendo ya más de lo sufrido…
Murillo en el intertanto va entrando a cada una de las celdas. A las
cuatro celdas. Las que tienen una cruz de tela emplástica en cada una de sus
cuatro puertas. ¿Para confesarles?...
Seguramente… También entran los enfermeros Báez y Parra. ¿Para inyectarles?...
Posiblemente… ¿Suministrándoles calmantes? Pudiera ser.
Se respiraba un ambiente de absoluto fenecimiento. Los cientos de
detenidos estaban como encallados tras los barrotes. Veíanse los enérgicos, los
automáticos, los robotizados movimientos de los militares. Podíamos verlos. Era
una contumaria fiera, rápida. El traslado simiesco de estos señores oficiales
transportaba la desmontez del jopo: nervioso, errabundo. Dentro de esta
abismante fanfarronería veíase la contumacia en los ojos de la contingencia
militar. Murillo se ve rodeado de todo ese hábitat mortecino. A mitad de la
cárcel, en su patio interno, se detiene como Cristo enrielado a su cotón
blanco. Con una estola colgando a ambos lados de los hombros. Imploraba a su
Señor Padre por el divino perdón.
Con oraciones llenas de ruego comienza su oficio religioso.
Patriotando acerca de los pecados y de los pareceres. De las gulas y de los
mercaderes.
-‐ ¡El bien siempre vence al mal!, decía…
-‐ ¡Qué mal!, repetía para mis adentros, si el mal venía de Acuña, de
Forestier, de Pinochet; de la singularidad de sus premeditadas muertes… Y,
recuerdo nuevamente las palabras de Freddy:
-‐ ¡Es mentira!.
-‐ ¿Y por qué, entonces?, vuelvo a recordar…
-‐ ¡Para justificar nuestras muertes!
La misa se hacía lenta, tensa, eterna. Eterna, eterna, eterna.
Deseando que se detuviera en esa
eternidad eternizante. Pero aquellos, los conferenciantes de guerras no
declaradas, no deseaban ser cómplices de esta eternidad pulcra. Deseaban dar
por terminado todo de una ¿bendita? Vez. Sus quepís, sus jinetas, sus bototos
de norteamericana confección los denunciaban denostadamente.
Veo que Freddy viste igual. En Ruz, logro distinguir sus lentes, su
camisa blanca abotonada al cuello y su vestón oscuro. De Sampson: sus bigotes,
su vestón y su pelo enmarañado. Fuenzalida, con un poncho; sereno, reflexivo…
Veo vitalidad… Veo seguridad…, y al cura que desgraciadamente está dando por
terminada la misa.
-‐ ¡Vayan en Paz y con el Señor, hijos míos!.
Los cuatro Compañeros se abrazan entre ellos. Envueltos en un abrazo
fraterno, solidario, revolucionario… Es un abrazo que encierra toda una etapa
de injusticias; de golpes; de electricidades; de sangre derramada; de llagas y
de dolores; de hambre, de torturas, de humillaciones. Es un abrazo que está
encerrado para siempre y por siempre la importancia. En este abrazo, que se
vislumbra lleno de muerte, en el que se refleja la luminosidad de la vida, en
suma, en un abrazo Socialista, mierda. Se agregan a este abrazo militante: Quinteros,
Vargas, Zúñiga, Poblete, Burgos, Germán Palominos, condenados a otros tipos de
penas por ese Consejo de Guerra.
Se despiden hacia donde estamos. Freddy con su puño en alto,
saludando: Juan Antonio Ruz, Sampson, Rodolfo Fuenzalida, serenos con pasos seguros.
Comprendemos que nunca más los volveremos a ver. Desafiantes, valientes,
franquean la puerta de hierro: Socialistas, en su sentir.
Vanse para ser sucumbidos. Sumergiríanse en ese sueño eterno por la
libertad. Sin cadenas, sin oprobios. Confrontándose con la ferocidad de la
lucha, con su historicidad: Fascismo v/s Socialismo. ¿Amaneceríanse con olor a
pólvora los del encierro? ¿Y, a jazmín las mariposas de la primavera?. ¿Las
golondrinas usurparían las cobijeras deshabitadas. Ulularían por las quebradas
del puerto mortecino. Viajarían por las sintomicidades del paredón maldito:
Pisagua, por trigésima vez?... Aun retumban sinfónicos, pletóricos los aleteos
del adiós… Aquellas frases de sinceridad forjada:
-‐ ¡Ojalá que estos desgraciados nos maten
sin dolor!... Aún está en mí, impertérrita su mirada, diciéndome:
-‐ ¡Te imaginas!... claro que sí.
Te imaginé con tu pecho destrozado. Con una idiota bala
aportillándote el corazón, tu cuerpo, tu razón.
Te imaginé -‐y así lo dijeron
ellos, después-‐, sin venda, enfrentando al pelotón, cantando un himno revolucionario: -‐La Internacional-‐, dijeron
unos militares… ¡No!. La Marsellesa, consultaron otros militares. -‐Como no saben de himnos revolucionarios-‐.
Te imaginé,
gritando con esa voz más que ronca, que enorgullecía a mi latir:
-‐ “¡Traidores, no nos acallarán…
Venceremos!”, así fue efectivamente, porque esto también lo contaron otros militares.
Así te imaginé… Así los imaginé: muriendo muertos en medio de esos
rostros jerarquizados, que sonreían un:
-‐ ¡Están todos muertos, mi comandante!
Los imaginé sentados cuales apóstoles en el trono de la santidad.
Volando a través del mar en pos de su rosal edénico.
Los imaginé a
mi lado diciéndome:
-‐ Dame tu mano para que sientas el calor de la Victoria Final…
Epílogo a esos días tristes.
Así los imaginaba, esplendorosos. Con esa aureola de inmortalidad
que rodea lo heroico. Inalterables. Comprometidos. Llenos de amor por todos
nosotros… ¡Socialistas mierda!. Así los imaginaba a pesar de la inanición
reinante; por la necesidad biológica y extrema de hacerlo. Por esa hambruna
constelada y estrellada. A pesar de todo eso, así te imaginaba. Así los
imaginaba, y me constreñía intransigentemente para insolentar: ¡Están vivos!...
¡No han muerto!. ¡No morirán!... Y, no morirán, por cuanto, -‐y, como ya se ha visto-‐ unos chapoteados recuerdos hicieron de
éstos, una corta -‐pero, incompleta-‐, inalienable -‐pero, insatisfecha
historia-‐; más, por eso nuevamente pido perdón.
Mitigaron toda una negra época, de negros recuerdos. Recordaron esa historia
que hoy por hoy muchas quisieran olvidar. Y fue ésta, una historia porfiada y
forzada; rebelde, ante la magnanimidad de aquellos muchos que no quisieran
recordarla. La historia debe ser recordada, porque es historia marcada, o si
no, dejaría de ser historia, así de simple. Una historia por muy dolorosa y
caprichosa que ésta haya sido tiene que ser consecuentemente recordada.
Recordada sin temores y sin ambigüedades, como fiel testimonio de las vivencias
ya personificadas. Recordada como acerados látigos encarnándose en aquellos
laberínticos deseos de aquellos
que hoy por
hoy no quisieran
recordar. Por eso,
muchas gracias.
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